Sí nos merecemos a este Rey

Los síntomas de la gripe se presentan de forma inesperada y progresiva, mostrando al comienzo apariencia de simple resfriado sin importancia, pero fortaleciéndose luego hasta alcanzar un proceso febril preocupante que acaba pidiendo cama, doctor y medicinas. El proceso de reacción antimonárquica de un reducido sector nacionalista radical que, con general sorpresa y creciente preocupación, estamos viviendo estos días, es parecido a la gripe. Aparece localmente, de forma imprevista, luego se va extendiendo a otros tejidos sociales con predisposición al contagio y acaba generando, si no se contrarresta, una enfermedad social de honda preocupación, pues toda la salud se puede resentir.

Como saben bien biólogos y químicos, todas las infecciones requieren de un caldo de cultivo suficientemente rico en nutrientes para desarrollarse y extenderse, caldo del que se aprovechan y en el que prosperan los microbios si no encuentran antídoto. Pero en efecto, hacen falta las dos cosas: los gérmenes y el caldo de cultivo. Antes de esta reacción nacionalista radical contra la figura del Rey y la creciente oleada de ofensas contra la Corona y los símbolos del Estado, ya había gérmenes (siempre los hubo), pero no había caldo de cultivo, ni nutrientes. Ahora sí los hay, bien alimentados por los desaciertos continuados y acumulados de un lamentable desgobierno que caracteriza al actual Ejecutivo, dando alas a los que ni debían volar ni realmente pensaban en poder hacerlo, alimentando con su pasividad y su rumbo perdido el crecimiento del fanatismo juvenil y la parálisis de la masa social.

Mucho se ha escrito estos días, con acierto, de la actitud del Gobierno de la nación, comparándola con la del inconsciente y temerario aprendiz de brujo que se cree capaz de controlar el proceso, sin pensar que se le puede ir de las manos. Y si piensa que sí se le puede ir, todavía peor, porque debería saber que, como dicen los buenos navegantes, el viento nunca sopla a favor del que no sabe adónde va.

Pero, afortunadamente, con el progreso y desarrollo que hemos alcanzado durante la democracia y del que nos beneficiamos gracias a quien supo dar sin titubeos la estabilidad necesaria, tenemos medicinas para atajar la gripe. El principal antídoto que se requiere tiene mucha relación con la facultad de la memoria; porque hay que recordar que la Monarquía parlamentaria -instaurada en 1978, tras el régimen de Franco y en la figura del Rey Juan Carlos I, que la encarna desde entonces- ha sabido contribuir a traernos una estabilidad social históricamente desconocida, unas libertades políticas y un progreso económico indiscutibles, basados en un sistema democrático estable, seguro y aceptado por todos. El otro antídoto complementario es simplemente recuperar la cordura de Gobierno de hacer cumplir las leyes vigentes, gusten o no gusten (las leyes nunca se hacen para gustar o disgustar, que sepamos).

El mundo entero reconoce, salvo un puñado de radicales miopes -y no hay peor ciego que el que no quiere ver- que el éxito del progreso de España en todos los órdenes durante la Transición y su posterior desarrollo hasta alcanzar las notables cotas de bienestar y de respeto internacional que disfrutamos ha sido en gran medida, y no precisamente de forma indirecta, gracias al acierto y buen hacer de Don Juan Carlos, en su papel de monarca, de jefe de las Fuerzas Armadas y de Rey de todos los españoles, incluidos los que ahora arremeten enfermizamente contra él. El ha sido factor de equilibrio para nuestro país en los últimos 30 años y sigue siendo el elemento de estabilidad que todos los que tienen algo de materia gris reconocen y valoran. El Rey Juan Carlos es respetado y querido por la inmensa mayoría de los españoles, y su reconocimiento va mucho mas allá de nuestras fronteras, donde también sienten admiración y afecto por él y por nuestro ejemplar proceso de Transición, estabilidad y progreso.

He tenido la suerte y el honor de conocer y tratar personalmente al Rey en múltiples ocasiones desde hace años, y tengo una excelente impresión de él como monarca y como persona. En los años 90, en mi condición de vicerrector de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense y posteriormente como secretario general de la misma (fueron mas de nueve años en total), coincidí y departí con el Rey en numerosos encuentros, muchos de ellos actos oficiales y ceremoniales de relevancia (como el centenario de la UCM, la visita de S.M. la reina de Inglaterra, la inauguración del Real Colegio Complutense en Harvard, etcétera). Y pocos años después, siendo ya rector fundador de la Universidad que lleva su nombre (Universidad Rey Juan Carlos, URJC) percibí todavía con más claridad los valores y cualidades de un monarca que se interesa por todos los ciudadanos de este país y muy particularmente por los jóvenes.

Su preocupación por el tejido social del que formamos parte todos y su decidido apoyo a las instituciones que labran el futuro de nuestro país, como son las universidades, han quedado impresos en todos cuantos han tenido la ocasión de escucharle. Como lo hicieron los primeros estudiantes de la URJC al escuchar las palabras que por escrito les dirigió el Rey -y que tuve el honor de leer- en el primer acto de apertura de curso de la URJC, en octubre de 1997: «...Esta Universidad nace además con el vigor y energía propios de su juventud y de cuantos van a frecuentarla como alumnos. A ellos quiero dirigirme específicamente convocándoles a asumir y mantener con autenticidad y dedicación su condición de universitarios, haciendo honor a la responsabilidad que les confiamos».

Por eso, por todo lo que ha hecho y representa, el Rey Juan Carlos se ha ganado nuestro agradecimiento, nuestra admiración y nuestro afecto. Y hay que decirlo ahora, alto y claro.

Y además, nos regala su simpatía. Recuerdo una anécdota del día en el que vino a inaugurar el edificio del rectorado de la URJC en Móstoles, entrando en el campus frente a una marea de miles de personas deseosas de estrechar su mano. En el repleto salón de actos, de una excelente acústica, todo el mundo aguardaba la entrada del Rey y de la comitiva de autoridades que le acompañaba, entre las que, como rector, yo me encontraba. Al ir avanzando hacia la mesa presidencial, fui comprobando cómo se apagaba progresivamente el murmullo de las más de 500 personas presentes en el salón, hasta dejar un espectacular silencio en el que se podía oír nuestra propia respiración. En ese momento sonó un teléfono móvil, sin piedad, durante unos eternos breves segundos que me hicieron sentir un escalofrío por la espalda (por alguna extraña razón los móviles se ponen a menudo de acuerdo para sonar uno tras otro). Pasado el susto y ya sentado al lado del Rey, antes de que comenzaran los discursos, procedí con toda discreción y disimulo a desconectar mi teléfono, sin que nadie lo viera. El Rey se volvió sonriente hacia mí y me dijo: «Haces bien en apagarlo, porque como suene ahora te veo metiéndote debajo del sillón».

Termino por donde empecé. No perdamos el norte; no dejemos que una gripe que se puede quedar en mero resfriado amenace nuestra buena salud, nuestra convivencia pacífica y estable. Salgamos de nuestra modorra y del silencio cómplice para exteriorizar nuestro rechazo a la enfermedad. Queremos seguir teniendo Rey, este Rey, esta Monarquía parlamentaria que asegura nuestro marco de futuro. Merecemos -y nuestros hijos también- seguir disfrutando de la estabilidad, la igualdad y el progreso equilibrado que hemos alcanzado en estos años. Seguramente no nos merecemos otras cosas, pero desde luego sí nos merecemos a este Rey. Contrarrestemos a los microbios y curémonos de este incómodo catarro antes de que vaya a más.

Guillermo Calleja Pardo, catedrático de Ingeniería Química y ex rector de la Universidad Rey Juan Carlos.