Sí, por supuesto que ETA era de izquierdas

Carteles a favor de ETA en San Sebastián.
Carteles a favor de ETA en San Sebastián.

Se preguntaba Gorka Maneiro en estas páginas, en el marco de un debate que se inició hace unos días en Twitter, si ETA era de izquierdas.

En principio, podríamos pensar que se trata de una pregunta retórica, teniendo en cuenta cómo se definía la banda y cómo se identificaban, y se identifican, las personas que la apoyan. Pero la polémica ha tenido cierto recorrido. Y esto se debe a que no es algo tan evidente como pensábamos.

Así que creo que es interesante aclarar o discutir algunos puntos.

Sí, ETA era de izquierdas. Y nacionalista. Era, además, como todos sabemos, una banda terrorista.

Esto último es lo esencial, como bien apunta Maneiro, puesto que si ETA hubiera sido simplemente una agrupación nacionalista y de izquierdas, probablemente no estaríamos hoy hablando de ella.

Pero como también sabemos todos, una organización terrorista no mata en el vacío. Mata para conseguir unos fines políticos concretos. Decir que una banda terrorista no tiene ideología, que “su única ideología es el terrorismo”, como apuntó Julio Lleonart en Twitter, es no entender el terrorismo. Ni la política.

O, peor aún, hacer como que no se entienden para ocultar una realidad incómoda.

Lo que distingue a una banda terrorista de cualquier otra agrupación política no son sus fines (su ideología), sino los medios que emplea para conseguirlos.

ETA decidió que el asesinato, el secuestro o la extorsión eran medios legítimos para conseguir sus fines. Y sus fines no eran únicamente nacionalistas (un Estado vasco) sino también de izquierdas (un Estado vasco socialista).

En su artículo, Maneiro no duda en aceptar que ETA fuera una organización nacionalista, y por lo tanto no niega que una banda terrorista pueda tener ideología. Pero así como afirma claramente que existe esa vinculación ideológica, parece en cambio más reacio a aceptar que la banda compartiera realmente valores e ideas con personas de izquierdas.

Y no debería ser tan difícil aceptarlo, salvo que partamos de una concepción errónea de la izquierda y del ser humano.

Si pensamos que todo lo que se hace en nombre de la izquierda es intrínsecamente bueno, que los ideales de igualdad y justicia nos salvan de la posibilidad de asesinar en su nombre, o de justificar el asesinato político, entonces no hemos entendido nada.

El ser humano puede matar por muchos motivos. Cuando mata por motivos políticos no suele hacerlo en nombre del mal absoluto, para extender por el mundo el caos y el sufrimiento. Sino, precisamente, para acabar con ellos en nombre del bien.

De hecho, cuanto más absoluto creamos que es ese bien, cuando comenzamos a nombrarlo en mayúsculas (Justicia, Pueblo, Libertad), más probable es que nos deslicemos por esa pendiente.

Es un proceso lógico. Si el desarrollo de nuestro proyecto político traerá para siempre la justicia absoluta y la igualdad real, ¿cómo no va a estar permitido asesinar a quienes son un obstáculo para la llegada del paraíso en la tierra? Ellos serían los malos, no nosotros, que no seríamos simples asesinos, sino intérpretes y agentes del progreso histórico.

El asesinato y la violencia política en nombre de valores como la libertad, la igualdad y la justicia no sólo no es una imposibilidad, sino que ha sido una constante a lo largo de la historia moderna.

Esta aparente contradicción la muestra Camus de manera brillante en Los Justos, pieza teatral en la que los protagonistas se plantean qué sentido tiene luchar por un mundo mejor si para ello hay que matar no sólo al malvado Duque, asesinato que no les resultaría demasiado incómodo, sino también a los niños que lo acompañan.

Esta aparente contradicción aparece ya en la Revolución francesa, y después sigue presente en los horrores del comunismo, en nuestra Segunda República o en la Guerra Civil.

Pero no es necesario irse tan lejos. Durante la Transición hubo en España violencia política de izquierdas y de derechas. Tras la consolidación de la democracia, la violencia política permaneció, pero fueron organizaciones como ETA, Terra Lliure o los Grapo las que continuaron cometiendo atentados terroristas.

Las dos primeras eran también nacionalistas, por lo que podríamos pensar que es esta última característica la que las llevaba a justificar sus crímenes. Pero los Grapo no lo eran.

El elemento común a esas tres organizaciones era su izquierdismo extremista. Su antifascismo.

Y, como decíamos antes, si el enemigo es el mal absoluto (el fascismo, aunque sea inexistente), cualquier medida absoluta para detenerlo será legítima.

El debate que se inició en Twitter y que continuó Gorka Maneiro puede parecer trivial, históricamente superado o una discusión bizantina. Pero no es nada de eso.

Al contrario. Es esencial que analicemos la violencia política en sus términos correctos, no en los términos en los que nos gustaría que se presentase.

Es esencial por varias razones. Primero, porque la violencia política se sigue empleando en España años después de la disolución de esas bandas terroristas, y sigue proviniendo de organizaciones de izquierdas. Una violencia política menos drástica, afortunadamente, pero violencia política al fin y al cabo, con efectos reales en la sociedad.

Los escraches, el hostigamiento verbal o el lanzamiento de objetos contra simpatizantes de determinados partidos políticos fascistas no son episodios aislados, sino cada vez más frecuentes. Cada vez es más frecuente también encontrar mensajes que maquillan o apoyan esos actos, incluso entre miembros del Gobierno.

Y segundo, todavía más importante. Es esencial que entendamos que la utopía, el deseo de transformar drásticamente la sociedad, de erradicar el mal, y de allanar el camino a la Justicia y la Libertad, no son metas puras y buenas de las que se desvía el terrorista o el antifascista que lanza una piedra contra un ciudadano.

Al contrario, es precisamente el carácter absoluto de esos ideales lo que proporciona una visión del mundo en la que unos son los buenos y los otros, obstáculos.

Es la certeza de que actúan por unos ideales absolutamente justos y la promesa de un futuro absolutamente bueno lo que proporciona la coartada perfecta para la violencia.

Óscar Monsalvo es profesor de filosofía y autor del blog El liberal de Bilbao.

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