Si quieres paz, prepárate para la paz

En la Feria Internacional del Libro de Bogotá [que terminó ayer], las colas para entrar se extienden por más de una cuadra, y son igualmente largas las que forman quienes quieren visitar el pabellón de Macondo, el país invitado este año, un territorio imaginario al que el público ha dado aquí sustancia real. Tiene hasta su propio mapa, y sus límites: La Mancha de Cervantes, el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner, la Santa María de Juan Carlos Onetti; y al centro, la gallera donde José Arcadio Buendía jugaba sus gallos, y ahora ha sido convertida en un centro de debates literarios colmados de público en las graderías, y escenario de conciertos de vallenato.

Pero hay un tema que no ha cesado de sonar en mis oídos desde el propio día de la inauguración, por encima de la música de los acordeones que cantan a Mauricio Babilonia perseguido por las nubes de mariposas amarillas: el proceso de paz abierto en La Habana; sobre todo ahora que el debate acerca del futuro de las negociaciones se ha recrudecido a consecuencia del ataque perpetrado en el Cauca por los rebeldes contra una patrulla del ejército que dejó diez muertos.

La insistencia del presidente Santos de seguir adelante con el proceso, y más bien acelerarlo, en lugar de abandonar la mesa de negociaciones, como sus enemigos políticos reclaman, le ha ganado abucheos e insultos; pero en el acto inaugural de la Feria ha dicho que está dispuesto a pagar el precio que sea necesario para acabar para siempre con la guerra.

Las conversaciones acerca del tema con amigos en encuentros y tertulias han sido múltiples, y yo diría infaltables; y en los debates y entrevistas de prensa, por muy literarios que hayan sido, no han dejado de preguntarme mi opinión sobre el futuro de las negociaciones. Y mis reflexiones han sido las mismas que hago aquí: ¿qué hay al otro lado de la paz, sino la guerra? ¿Cuál es la propuesta de quienes quieren que el proceso de La Habana fracase? Porque si las conversaciones se suspenden, lo único que habrá será más combates, más muertos, más desplazados de sus hogares, más penurias y sufrimientos de la población campesina.

Unas negociaciones en medio de un conflicto armado que ya dura más de medio siglo no son como un paseo por la campiña en un domingo soleado; están sujetas a tensiones y tropiezos, algunos de ellos sorpresivos como la emboscada que provocó la muerte de los diez soldados, un acto insensato por parte de las FARC, y repudiable en todo sentido. Pero levantarse de la mesa, echar por la borda lo conseguido hasta ahora, se volvería una insensatez mayúscula.

Yo hablo por mi experiencia en Nicaragua, cuando la guerra entre sandinistas y contra, que destruyó al país y produjo miles de muertos y centenares de miles de desplazados que huyeron a Honduras y Costa Rica. El Gobierno sandinista había jurado que primero se caerían las estrellas antes de sentarse a hablar con los contras. Pero las negociaciones se dieron, y quien negocia tiene que ceder; es en base a las concesiones mutuas que se llega a acuerdos, y quienes al principio se aferran a no otorgar nada, luego terminan dejando sobre la mesa un brazo, un ojo, una pierna, a cambio de la paz.

Estas negociaciones fructificaron porque no era posible la derrota militar de los insurgentes. A los vencidos se les puede imponer todas las condiciones. En una negociación la única salida son los acuerdos, que implican concesiones.

Las circunstancias de ambos conflictos son diferentes, pero creo que pese a las dificultades, y la mayor de ellas que queda por negociar es el asunto de la impunidad y lo que se ha dado en llamar justicia transitoria, las que imperan en Colombia son más favorables. Ya entrado el siglo veintiuno, la violencia como manera de conquistar el poder es cada vez más obsoleta en América Latina, y los viejos esquema de sociedad cerrada de ideología única han pasado a mejor vida. La democracia, como sistema de convivencia, se ha vuelto imprescindible.

El único camino que tiene una fuerza insurgente de tan vieja data como las FARC, es probar la eficacia de sus propuestas políticas en elecciones. Y, por supuesto, los que abandonan las armas, llegado el momento deben tener garantías de que sus vidas serán respetadas lo mismo que sus derechos políticos.

El día que he dejado Colombia, se cumplieron 25 años de la muerte del líder guerrillero del M-19 Carlos Pizarro, asesinado por órdenes de los hermanos Castaño, jefes paramilitares, después que se había desmovilizado en el Cauca junto con sus fuerzas. Al momento de entregar las armas había dicho: “Esta es una decisión en la que nos vamos a jugar nuestras vidas y nuestros sueños... nos enorgullece lo que estamos haciendo, lo hacemos con la frente en alto y… sin claudicaciones, sin cobardías y sin temores en el alma”.

El suyo fue un acto visionario, lleno de coraje. Y su gesto es digno de ser emulado, y sus palabras dignas de ser repetidas y puestas en acción.

Sergio Ramírez es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *