«Si recurre en amparo, me telefonea»

Esta es la frase con que la presidenta del Tribunal Constitucional terminó su imprudente conversación con un particular que había conseguido, mediante recomendaciones, que se interesase por su problema. Una frase que contiene la petición simétricamente opuesta a la que cualquier juez debería emitir en tal hipótesis: si usted acude finalmente al tribunal que presido, entonces ni siquiera me telefonee, puesto que a partir de ese momento no podré atenderle sino a través de los cauces legales e impersonales marcados.

¿Para qué solicita ser telefoneada la presidenta en caso de que la interesada presente su recurso de amparo ante el tribunal que dirige? Es obvio, aunque no lo diga: para hacer eso que en la práctica se denomina «interesarse por el expediente», para instruir al funcionario de turno de que «lo mire con cariño», para darle un empujoncito. Vamos, para practicar un poco el amiguismo y la recomendación.

Que ni la conversación completa ni la frase final constituyen delito alguno es bastante claro, y probablemente no era precisa la intervención del Tribunal Supremo para establecerlo así. Pero lo que resulta escandaloso es que, aparentemente, la cuestión termine ahí; es decir, que todo el asunto quede cerrado por el pronunciamiento jurisdiccional de que no fue delito. ¡Claro que no¡ Pero ¿fue correcto? ¿Cumple con los niveles ético-profesionales exigibles a nada menos que la presidenta del más alto tribunal de un país democrático? ¿Es acorde con la deontología profesional de jueces y magistrados que se invite a un querellante a mantener un contacto privado con quien preside el tribunal encargado del caso? Algo no funciona bien en nuestra democracia cuando llegamos a confundir los niveles de conducta marcados por el Código Penal, que son los mínimos para no acabar en la cárcel, con los niveles éticos y profesionales exigibles para ejercer con decoro un cargo público como el que nos ocupa.

A esta confusión de niveles se suma con alegría el Tribunal Supremo al añadir a su pronunciamiento una sorprendente consideración. La de que los términos de la conversación de la presidenta «entran dentro de los usos sociales generalmente admitidos». Porque, si ya de entrada resulta insólito que el Tribunal Supremo determine cuáles son los usos sociales, más extraño aún resulta que considere que el telefonear personal y privadamente al juez o tribunal que se ocupa del caso de uno es algo socialmente considerado como correcto. ¿Tan pobre imagen tiene el tribunal de las aspiraciones de la sociedad española en cuanto a trato limpio e igual para todos? Y además, aun si nuestra sociedad estuviera tan impregnada de amiguismo y nepotismo como para considerar admisible ese comportamiento, ¿acaso ello marcaría el criterio deontológico que los jueces deben observar? ¿Sería la frecuencia estadística de las corruptelas sociales la que determinaría el nivel ético exigible a los cargos públicos?

Resulta un tanto decepcionante que treinta años de práctica democrática no hayan logrado producir una mejora significativa de la cultura española en esta materia y que se sigan aceptando hoy como normales comportamientos de favoritismo, recomendación y nepotismo que resultan más propios de sociedades subdesarrolladas y de países en que predominan las culturas parroquiales. Es decir, esas que todo lo fían a conocer a alguien en el círculo de los poderosos. Comportamientos que resultaban lógicos y congruentes dentro de la sociedad cerrada de la dictadura franquista persisten en la abierta de hoy en día. De ahí que muchos sociólogos consideren que el más grave fallo de la democracia española es el de haber sido hasta hoy incapaz de generar una sociedad civil autónoma y fuerte, provista de una cultura cívica exigente en sus criterios de enjuiciamiento de los administradores de lo público.

Es curioso subrayar que hay dos factores que han contribuído a perpetuar entre nosotros esos modelos de comportamiento, y que ambos factores nacen precisamente de la práctica democrática. El primero, la excesiva judicialización de la política pública; el segundo, el juego de una rivalidad partidista exacerbada. La judicialización de los políticos ha terminado por generar entre ellos la cultura del «yo no dimito mientras no me condene un tribunal». La responsabilidad puramente política, no digamos ya la estrictamente personal y ética, han quedado sepultadas por la judicial. El partidismo exacerbado ha llevado a que el manto protector del sectarismo se haya extendido sobre todos los cargos públicos: la pregunta previa antes de enjuiciar cualquier corruptela en la esfera pública ha llegado a ser la de: ¿Es de los nuestros? ¿A quién beneficia o perjudica informar y tratar del comportamiento desviado del cargo público de turno?

De esta forma, dos mecanismos benéficos y necesarios en toda democracia (los jueces y los partidos) han llegado a producir perversos efectos prácticos. Los griegos advirtieron siempre contra la 'hybris', el exceso de algo. «Nada en demasía», fue uno de sus oráculos frontispicio. Aquí se ha cumplido.

J. M. Ruiz Soroa