Por Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza (EL PERIODICO, 23/03/05):
Una vez que el actual Gobierno ha tomado la nada fácil opción de llevar a cabo una pequeña reforma de la Constitución, bien podría aprovecharse el debate y la ocasión para ir un poco más allá. Colocado el texto sobre el quirófano y procurando que la operación no resulte muy dolorosa, entiendo que el alcance reformador debería llegar a tres puntos.
Primero, aludir con mayor amplitud a la figura del heredero de la Corona. Como es sabido, y muy posiblemente porque durante el proceso constituyente se veía como algo muy lejano, lo cierto es que muy tangencialmente se alude a su figura. En el artículo 57, al hablar de su matrimonio, y en el artículo 61 al establecer el juramento que debe realizar al obtener la mayoría de edad. Y nada más. Pero en el aire quedan cien preguntas que no me parecen nada baladís. ¿Cuáles son sus funciones, una vez lograda dicha mayoría? ¿En calidad de qué actúa y habla cuando lo hace dentro y, sobre todo, fuera de España? Está claro que, como en todas las monarquías constitucionales y democráticas, el Rey no está sujeto a responsabilidad en virtud del necesario acompañamiento del refrendo. Pero ¿también el Príncipe heredero? ¿En virtud de qué? Por cierto, es un problema que ya ha surgido en alguna ocasión que ahora no detallo. ¿Cómo se relaciona su auténtico grado en la escala militar ante otros jefes de escala superior? ¿Puede un general o teniente general contrariar un acto del Príncipe y "ponerlo firme"? ¿Por qué sí o por qué no? Repito: serían muchas las preguntas. Por ello me parece conveniente alguna de estas dos soluciones: o una mayor referencia en el texto constitucional o la simple remisión a un Estatuto del heredero de la Corona. Breve. Pero necesario.
Segundo, cerrar de una vez el proceso de cesión de competencias propias del Estado a las comunidades autónomas. Se dejó abierto en 1978, me imagino que en aras del consenso. La misma redacción del artículo 150,2 resulta de difícil comprensión: el Estado puede transferir o delegar a las comunidades autónomas aquellas materias propias del mismo que "por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación". Entonces, ¿cuáles? Pues ninguna, o algunas o todas. En esta confusa puerta abierta se han basado, en estos últimos años, muchas de las demandas de los gobiernos autonómicos, originando un peligroso forcejeo con el Estado: o se me da esto y lo otro o sacamos a la palestra lo que de verdad queremos. Y como lo que de verdad quieren los grupos y partidos que pretenden compartir la soberanía, conquistar el derecho a la autodeterminación o, sencillamente, lograr la independencia (ellos mismos así se definen: "independentistas") constituye algo que no se puede conceder, el resultado ha sido un permanente juego de toma y daca.
Y esto es grave por dos razones. Porque el resultado está siendo un progresivo desguace del Estado, debilitado y sometido a las necesidades de pacto que surjan para poder gobernar. Y algo todavía peor: la comprobación, la triste comprobación, de que nuestra actual Constitución no ha conseguido, a pesar del chalaneo, lo que resulta fundamental en los fines de cualquier texto constitucional. No ha conseguido el fundamental objetivo de la integración. ¿Para qué seguir, entonces, con dicha puerta tan abierta? El mundo y la UE lo que reclaman son estados sólidos y fuertes. Y no estados-residuos. Lógicamente que el cierre de esta puerta será fuertemente contestado. Pero, insisto, ¿es que hemos logrado mucho dejándola abierta?
Y tercero, me parece necesario apostar mucho más generosamente por la aceptación y por la práctica de la vía directa de participación. Admitida claramente en el artículo 23 del texto, resulta que éste se muestra luego claramente decidido por la vía indirecta: todo a través de los partidos. Como fruto del momento histórico, es posible que resulte comprensible la redacción del artículo 6 en el que no falta más que la afirmación de su santidad. A nivel comparado no es posible encontrar una regulación de los partidos de similar talante exaltador. Incluso en el lenguaje cotidiano se practica sin reparo lo de la "lealtad al partido", algo que a uno le suena a otra desaparecida "lealtad inquebrantable".
Hace falta refrescar nuestra democracia. Acercarla a los ciudadanos. Y que estos ciudadanos puedan dejar oír sus voces sin ningún tipo de intermediario. Por eso hay que suprimir o reformar no pocos aspectos que lo están impidiendo. Ampliar la iniciativa legislativa popular (artículo 87,3). Reformar el derecho de petición que ahora no obliga a las Cortes a nada o casi nada (artículo 77). Dar al referendo un valor muy superior al actual: se pregunta lo que se quiere y cuando se quiere y, además, no obliga jurídicamente a quien pregunta (artículo 92). Y, por terminar, algo que choca con la misma lógica democrática. Si el pueblo tiene que aprobar la Constitución o algunas de sus reformas, ¿por qué negarle la posibilidad de instar, ¡únicamente instar, y que luego pase lo que pase!, una posible reforma de la misma (artículo 166)?
No olvidemos que, durante el tracto constituyente, hubo notables voces a favor de lo que ahora sostengo y a lo que no hay que tener miedo. Por un lado, la de Fraga promoviendo el reconocimiento de estas vías directas y denunciando el peligro de la partitocracia. Por otro, la del buen maestro Carlos Ollero, llegando a afirmar que se estaba haciendo una "Constitución autoritaria". Dura denuncia ante el Senado. Particularmente, muchos años después, lo que sí cabe afirmar es que, cuando estas vías directas se cierran, puede surgir y ya ha surgido algo muy peligroso para cualquier democracia: la llamada "legitimidad de la calle". Piénsese lo que esto supone. O está suponiendo ya.