Si te encuentras al ángel de la muerte, ¿qué le dirías?

Cada noventa días me acuesto en una máquina de tomografía, mientras un tinte recorre mis venas y los médicos ven si los tumores de mi hígado están creciendo. Si no es así, sonríen y programan otro escaneo. El ritmo ha sido el mismo desde que mis doctores me dijeron que tenía cáncer de colon etapa IV hace dos años y medio. Vivo durante tres meses, inhalo profundamente y espero comenzar de nuevo. Quizá haré esto durante el resto de mi vida… dure lo que dure.

Y cada vez que se termina mi escaneo debo dejarles claro a mis amigos y a mi familia que, aunque rezo para que me digan que estoy curada, debo ser agradecida: tengo tres meses más de vida. Aleluya.

Así que trato de dar la noticia en una pequeña publicación de Facebook, con una mezcla de optimismo y negatividad. Intento despejar los obstáculos lingüísticos que aparecen en mi expediente. No es curativo. Etapa IV. Quiero comunicar que espero una “remisión durable” y continua ante la imposibilidad de una cura perfecta, pero la sección de comentarios usualmente termina siendo un desastre confuso de mensajes como “¡Venciste el cáncer!” y “Dios te bendiga en tus preparativos”.

Parece imposible transmitir el meollo del asunto. No estoy muriendo. No estoy en etapa terminal. Estoy en vigilia ahora que casi viene la muerte. Estoy parada en el lugar intermedio por el que todos deben pasar, pero en el que tan pocos pueden quedarse.

Hace poco estaba en una fiesta, disfrazada de pies a cabeza como la expatinadora olímpica Tonya Harding, con mi peluca rubia peinada con una perfecta trenza francesa, cuando una conocida me vio del otro lado de la pista de baile.

Si te encuentras al ángel de la muerte, ¿qué le dirías?“¡Supongo que no estás muriendo!”, gritó por encima de la música y todos se detuvieron para observarme.

“¡En eso estoy!”, le respondí, también gritando, después de unos segundos de respiración controlada y recordatorios de que estoy comprometida con ser pacifista.

Por disimulados que seamos, todos albergamos el conocimiento de que vamos a morir, pero cuando se trata de la charla cotidiana, soy el ángel de la muerte.

He visto cómo la gente pasa saliva con dificultad después de hacerme la sencilla pregunta: “¿Cómo estás?”. Veo cómo mis seres queridos se ponen a tartamudear buenos deseos y después ponen devastadoras caras de lástima. Puedo ver con cuánta facilidad una sugerencia bien intencionada pero mal formulada hace que quieran que se los trague la tierra.

Un amigo regresó de Australia con el equivalente a un año de aventuras que contar y terminó con un jadeante: “¡Tienes que ir algún día!”. Inmediatamente se quedó callado, pues al parecer recordó en ese momento que estaba en el hospital. Y yo no supe cómo decir que el futuro era como una lengua que ya no hablaba.

La mayoría de la gente con la que hablo termina llegando rápidamente al tema de la muerte por asociación libre. Soy un recordatorio de algo horrible y de pronto están usando palabras como “pústulas” en la fiesta de cumpleaños de mi hijo de cuatro años. Podría recordarles a una tía, un vecino o el primo de un amigo. Sin importar cuán lejana sea la conexión, se ponen a excavar hasta el más mínimo detalle de las desgracias de esa persona.

Eso no es reconfortante. Sin embargo, me recuerdo a mí misma que debo poner atención, porque algunas personas te ofrecen su angustia como un regalo. Había pasado más o menos un mes de mi extenuante proceso de quimioterapia cuando mi enfermera favorita se sentó a mi lado en la clínica de cancerología y me dijo en voz baja: “Quería decirte algo. Perdí un bebé”.

La manera en que dijo “bebé”, de la forma más suave, me hizo entender. Había albergado una chispa de vida en su cuerpo y tuvo a ese niño en brazos, pero en algún momento del camino se vio obligada a enterrar ese pedazo de sí misma bajo la tierra. Pude haberlo sabido por la manera en que calmaba todas mis emociones exaltadas y jamás curioseaba para saber más detalles acerca de mi enfermedad. Ella sabía cómo era seguir adelante mucho después de que el mundo hubiera llegado a su fin.

¿Qué siente en verdad la persona que sufre? ¿Cómo puedes navegar las aguas que quedan arremolinadas después de una tragedia?

Me parece que las personas con menor probabilidad de saber la respuesta a esas preguntas pueden clasificarse en tres categorías: los minimizadores, los profesores y los solucionadores.

Los minimizadores son quienes creen que no debería estar tan a disgusto porque la relevancia de mi enfermedad es relativa. Esas personas son fáciles de detectar porque la mayoría de sus oraciones comienzan con “Bueno, por lo menos…”. Los minimizadores a menudo quieren asegurarse de que la gente que sufre “de verdad” merece su compasión antes de entregarla.

Mi hermana estaba en un avión desde Toronto para visitarme en el hospital y le dijo a la persona que estaba en el asiento de al lado por qué estaba viajando. Terminó preguntándose en qué momento se había apuntado para competir en las olimpiadas de calamidades cuando el extraño de al lado le intentó explicar que mi cáncer era preferible —por mucho— a la vida durante la Revolución iraní.

Algunas personas minimizan todo de manera espiritual al recordarme que, cósmicamente, la muerte no es el gran final. “Al final, no importa si estamos aquí o allá. Todo es lo mismo”, dijo una mujer que estaba en la flor de la juventud. Me envió un correo electrónico con muchos emoticonos de manos de oración. Soy profesora en un seminario cristiano, así que a muchos creyentes les gusta recordarme que el cielo es mi verdadero hogar, lo cual me hace querer preguntarles si les gustaría ir ahí antes que yo… quizá en este mismo momento.

Los ateos pueden ser igual de mandones cuando exigen que de inmediato me rinda en mi búsqueda de significado. Uno me dijo que mi fe me estaba haciendo rehén de un dios inescrutable, que debería renunciar a mis conjeturas teológicas y darme cuenta de que estamos viviendo en un universo neutral. Sin embargo, el mensaje es el mismo: deja de quejarte y acepta el mundo como es.

El segundo tipo de respuesta agobiante viene de los profesores, quienes se enfocan en cómo se supone que esta experiencia puede ser una educación para la mente, el cuerpo y el espíritu. “Espero que tengas una experiencia como la de Job”, dijo un hombre sin rodeos. No puedo pensar en algo peor que desearle a alguien. Dios permitió que Satanás le quitara todo a Job, incluyendo la vida de sus hijos. ¿Necesito perder algo más para conocer la naturaleza de Dios? A veces quisiera que todos los sabelotodo me enviaran un mensaje cuando se enfrenten al espeluznante espectro de la muerte; yo les mandaré el póster de un gatito agarrado a una cornisa que diga: “Aguanta. ¡Tú puedes!”.

Las lecciones más difíciles provienen de la gente que siente que hay solución para todo, que ya está un poco decepcionada de que no me esté salvando. Siempre hay un suplemento alimenticio, un versículo bíblico o un proceso mental que no he probado como se debe. “¡Sigue sonriendo! ¡Tu actitud determina tu destino!”, me dijo una extraña llamada Jane en un correo electrónico, después de escuchar sobre mi enfermedad en alguna parte, y de inmediato me sentí agotada por lo tiránica que puede ser la alegría cortés.

Hay una crueldad trivial en la lógica de quienes están perfectamente seguros. Esas personas no solo están intentando darme algo. Están haciendo el recuento de mi vida —buscando pistas y, a veces, respuestas— con tal de dar un veredicto. Sin embargo, no estoy siendo sometida a un juicio. Para muchas personas, ya no soy yo misma. Soy un recordatorio de un pensamiento que para el cerebro racional es difícil aceptar: los elementos que conforman nuestro cuerpo podrían fallar en cualquier momento.

Cuando me diagnosticaron a los 35 años, todo lo que pude decir fue: “Pero tengo un hijo”. Era el mejor argumento que tenía. No puede terminar. Este mundo no puede acabarse. Acababa de comenzar.

Una tragedia es como una grieta. Una vida se divide en un antes y un después y, la mayor parte del tiempo, el antes era mejor. Pocas personas te permitirán admitir eso en voz alta. A veces quienes más te aman se saltarán ese primer paso horrible de decir: “Lo siento. Siento tanto que te esté pasando esto”. Su esperanza podría evitar que reconozcan cuánto ya está perdido. Sin embargo, el reconocimiento también es compasión. Puede ser una sonrisa o un simple: “Caray, querida, qué año has tenido”. No me pide nada, pero deja un poco de espacio para que yo pueda estar ahí en ese momento. Sin ello, a menudo me siento la protagonista de un programa de telerrealidad acerca de una mujer que tiene cáncer y está muy alegre por eso.

Después del reconocimiento debe llegar el amor. Esta parte es engañosa porque, cuando los amigos y los conocidos comienzan a repartir halagos, puede sonar demasiado a una elegía. Me han escrito más de una carta compasiva en la que hablan de mí en pasado, cuando en realidad necesito que me digan en quién podría convertirme a continuación.

No obstante, el impuso de ofrecer ánimo es perfecto. Hay un poder tremendo en el tacto, en los regalos y en las afirmaciones cuando puede que todo lo que sabías de ti ya no sea verdad. Soy profesora, pero ¿volveré a dar clases de nuevo? Soy madre, pero ¿durante cuánto tiempo? Un amigo me teje calcetines y otro pasa a dejarme galletas; otro más escribe un correo electrónico gracioso o me lleva a un concierto.

Estos esfuerzos al parecer pequeños son anclas que me aferran al presente, que evitan que me vaya flotando con pensamientos de un futuro desconocido. Me dicen, como mi hermana Maria lo hizo un día especialmente malo: “Sí, el mundo ha cambiado, mi amor, pero no tengas miedo. Te amamos, te amamos. No vas a desaparecer. Estoy aquí contigo”.

Kate Bowler es profesora adjunta en la Escuela de Divinidad de la Universidad de Duke, autora de Everything Happens for a Reason: And Other Lies I’ve Loved y conductora del podcast Everything Happens.

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