Siempre nos quedará Portugal

Ignoramos qué espacio moral nos va a dejar ese proyecto europeo que a todo lo llama, curiosamente, «común». El espíritu de Europa es, al fin y al cabo, lo que uno quiera, tan caudaloso y vario viene el pasado. Hay tanto donde escoger que ensayistas y novelistas llevan siglos saltando de prisma en prisma por ese diamante luminoso. Sin embargo, lo que queramos en el futuro vendrá determinado por lo que nos demostremos unos a otros en estos tiempos recios. Por eso importa dilucidar si existe o no en la vida real la ciudadanía europea. Tuvimos fondos estructurales, entramos en el euro, somos parte del espacio Schengen. Maravilloso. Y bien, ¿ya está?

Porque si vamos hacia una Europa a la holandesa, está por ver qué sentido ético pervive. Allí les parece mal que españoles e italianos ocupen sus UCI con gente mayor. Está por ver, insisto, qué huellas de civilización y de humanismo restarán en la era que viene para orientarnos por el camino ignoto. O qué reminiscencias judeocristianas, pues es gracias a ese eje de coordenadas, más el grecolatino, que podemos situarlo todo. O podíamos hasta hace un rato. Incluyo los pellizcos de monja del ateísmo rabioso, las risibles denuncias de antropocentrismo y falocentrismo, los nuevos animismos ecologistas, los milenarismos de pacotilla y el resto de grititos infantiles.

Todo, absolutamente todo, era fácilmente localizable, para bien y para mal, merced a los mencionados ejes. Al menos hasta el posmoderno sinsentido, que no incluye la posmodernidad toda pero es su más famoso y triste legado: la realidad como discurso. Y, de ahí, a la negación de la realidad misma. En resumen, el relativismo cognitivo que ha seguido en el tiempo a los relativismos cultural y moral. Y que se lleva todo por el desagüe, de Sócrates a Marx.

A nadie debe extrañarle que la punta de lanza de la deshumanización, que ahora llamamos insolidaridad, sea Holanda. Alemania es la que de momento se niega a mutualizar deuda contra la crisis de la pandemia, pero Holanda, ah, Holanda... Sería bastante entretenido permitirse un desahogo con sus complejos cristalizados en prejuicios, traer pasajes reveladores de su historia como capítulos de la anti España y aun invocar a los Tercios. O contarles a los jóvenes que Orange no es solo una empresa de telecomunicaciones. Sería entretenido, sí, pero ahora estamos a lo que estamos, que es la supervivencia.

Más visible se hace el abismo moral si recordamos que los Países Bajos son la vanguardia de cualquier idea que en Europa atente contra la irreductible dignidad del ser humano. Así su modelo de eutanasia, con el que se espejan los más lerdos de entre los nuestros, confundiendo progresismo con demolición. En Holanda le aplicaron la eutanasia a Noa Pothoven, una muchacha de diecisiete años. La había solicitado por una depresión, estrés postraumático y anorexia resultado de los abusos sexuales que sufrió de niña, y por una violación. Defiéndeme ese final para la desoladora historia, anda.

Ya no se trata de enfermos terminales. Ni del debate político que recientemente mantuvieron sobre la conveniencia de darles una pastilla letal sin prescripción a los mayores de setenta años que la solicitaran. Se trata de matar adolescentes deprimidos. Y aquí, en vez de alejarnos del turbio remolino, tenemos humanistas de lo inhumano empeñados en imitar las prácticas del desierto espiritual de Europa.

Tenía que ser un ministro holandés, Wopke Hoekstra -democristiano, ja- quien alzara la voz contra el uso de fondos comunitarios para paliar la crisis del coronavirus. Al frente del departamento de Finanzas, Hoekstra arguye que los españoles no hemos ahorrado. Bueno, estamos ante una crisis sanitaria y España, según el último ranking de la OMS, tiene el séptimo sistema sanitario más eficiente del mundo y, según el Foro Económico Mundial, el mejor.

Su opción es menos Europa, más allá de vacuas cantinelas. Los Estados nación siguen siendo la garantía última de nuestro bienestar, incluyendo nuestra salud. Y desde luego nuestra libertad. Fíjense. España ha sufrido en los últimos dos años varios inmerecidos varapalos a cuenta del golpe separatista, con jueces alemanes de provincias enmendando la plana a nuestro Tribunal Supremo, y con Bélgica y la ultraderecha flamenca volcadas en la protección de los puigdemoníacos. No está el horno para bollos, pero Holanda nos envía un cargamento de bollos y de decepción mientras los gestores de nuestro propio Estado nación, que ni siquiera creen en esta última, compran tests de todo a cien a unos chinos sin homologar.

Los gobiernos se cambian y no pasa nada. Pero el europeo es un proyecto en construcción que se ha detenido. A la hora de la verdad, el norte le da con la puerta en las narices a sus cerdos del sur, los PIGS, lo que nos trae a la memoria aquel libro de Eduardo Pons Prados y Mariano Constante, «Los cerdos del capitán», con los republicanos del campo de Mauthausen obligados a construir una escalinata de 186 peldaños y a subir por ella pesadas piedras a plena jornada.

Enmudecido nuestro Gobierno, ha tenido que ser el presidente portugués quien ponga los puntos sobre las íes respondiendo a Holanda en los precisos términos que merecía. António Costa no solo subrayó que el discurso sobre España de ese ministro de Finanzas es contrario al espíritu de la UE; también le puso el calificativo que pedía a gritos: «repugnante». António Costa, no Pedro Sánchez, ha recordado algo a esos nuevos capitanes que se complacen viéndonos cargar pesadas piedras: «No fue España quien creó o importó el virus». Y ha advertido: «Si nos mantenemos en las divisiones que ya bloqueaban decisiones a tiempo en 2008, y con las migraciones, Europa sufrirá mucho con este tsunami».

Eso sí, el Gobierno holandés quiere enviar infectados a las UCI de sus países vecinos. Una parte de Europa entiende el proyecto «común» como un club dentro del club y pone zancadillas a sus otros socios. Mientras, el virus avanza. Su perniciosa expansión también alcanza al lugar donde el sol se puso y no ha vuelto a salir. ¿Qué harán? ¿Retomarán acaso el proyecto de la pastilla letal para mayores de setenta años?

Juan Carlos Girauta

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