Siervo de Dios, hombre de Estado

Con gran dolor he recibido la noticia del fallecimiento del cardenal don Fernando Sebastián con quien tuve la oportunidad de mantener estrecha relación a lo largo de los años desde su ordenación episcopal en 1979 hasta hace pocos meses que tuvimos mi mujer y yo la alegría de recibirle en nuestra casa de Madrid, donde mantuvimos una larga conversación, continuación de otras muchas a lo largo de los años y de las que conservaré siempre imborrable recuerdo. Entre ellas destacaré los encuentros durante la Transición, cuando él era obispo de León y yo, como titular de Exteriores, negociaba los acuerdos con la Santa Sede, que se firmaron en enero de 1979. Para mí fue muy esclarecedor recibir sus ideas y consejos, y recuerdo bien su alegría cuando le relaté mi encuentro con el Pablo VI, que tanto había sufrido en el pasado por los problemas de España.

Siempre me impresionó la riqueza de su pensamiento y su visión tanto de la democracia como de la Iglesia. Para él la democracia era una manera de contribuir al bienestar de los españoles y participar en libertad proponiendo ayudas para el desarrollo del conjunto de la sociedad. Para monseñor Sebastián, la Iglesia debía promover en sus miembros el amor a la verdad y a la justicia y el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Y responsabilidad de la Iglesia era también favorecer la instancia ética, que garantice el buen funcionamiento de las relaciones sociales. A su vez, manifestaba que la democracia debía facilitar la vida de la Iglesia, así como la libertad religiosa. A su juicio, el respeto a esa libertad era una de las exigencias fundamentales de toda verdadera democracia. Por eso, pensaba que un gobierno que pretenda invadir las funciones religiosas de los ciudadanos deja de ser democrático. Para el cardenal Sebastián, entre los fines principales de la Iglesia, figura proponer entre sus fieles el amor a la verdad y la justicia.

Pasados los años, y aparte de esporádicos encuentros, hace unos meses me llamó para proponerme una nueva reunión. Una vez más volví a escucharle con el respeto y admiración que siempre sentí por él. Fue entonces cuando me dijo algo que me obligó a la reflexión, tras una primera sorpresa, pero me tranquilizó después escuchar sus razonamientos. Me dijo que cuando en 1953 se firmaron los acuerdos entre España y la Santa Sede, que sin duda supusieron un respaldo de la Iglesia al Gobierno, él mostró su disconformidad por el hecho mismo de la firma de los acuerdos. Me argumentó que a su juicio no eran necesarios ya que la Iglesia debía actuar en el marco de la libertad religiosa, que fuera garantizada por un Estado verdaderamente democrático. Para él, el Estado debe garantizar al ciudadano la posibilidad de manifestar un sentimiento religioso que le permita vivir conforme a su conciencia. Solo así el ciudadano se siente protegido en el ejercicio de su fe y de su religión.

Con especial énfasis puso de manifiesto la necesidad de saber vivir desde el mutuo respeto, abriendo el camino al diálogo sincero y permanente, mediante la creación de encuentros entre instituciones y personas, y aconsejaba multiplicar las reuniones entre creyentes y no creyentes para debatir las mejores soluciones para todos.

En esta última reunión a la que me he referido, no dejamos de pasar revista a la situación que estábamos viviendo en la política tras la entrada en el Gobierno del PSOE. El cardenal se interesó por evocar la Transición, elogiando la actuación de Adolfo Suárez y el papel protagonista del Rey Don Juan Carlos, de quien hizo un gran elogio, poniendo de manifiesto la emoción que sintió al observar la común voluntad de concordia en la homilía del cardenal Tarancón. Sus palabras fueron que España podía mirar el futuro con confianza, y a su vez la Iglesia convocaba a la concordia e invitaba al Rey y al Gobierno, desde la justicia, a mirar el futuro con grandeza de alma, y hacer de la reconciliación y colaboración de todos la clave de sus decisiones. Cuando habían transcurrido ya varias horas de conversación el cardenal se refirió a la inadmisible actitud de cierto nacionalismo, que de una u otra manera, favorece, tolera o no combate la pérdida de las libertades y mantiene una complicidad con los asesinatos que tanto afectaron a la Iglesia en el País Vasco durante esa etapa. A su juicio, existe un problema vasco en el que hay que separar el afán independentista del reconocimiento del hecho diferencia vasco y el legítimo cultivo de valores propios. Y se refirió también a la propuesta de independencia, que no tiene sentido alguno, y que por supuesto no cabe en los cauces constituyentes vigentes.

Concluyo este rápido recorrido por los recuerdos con el cardenal Fernando Sebastián. Confieso la enorme tristeza que me embarga en estos momentos, pero al mismo tiempo doy gracias a Dios por haber conocido a tan excepcional personalidad. Los textos de San Pablo y de San Juan, que integran su lema episcopal, configuran su vida. «Nos debemos a la verdad», y esa hay que cumplirla en la caridad. Como nos recuerda en su libro Historia, hombres, Dios, Olegario González de Cardedal, gran amigo del cardenal, la mayor dificultad del ejercicio del ministerio episcopal es conciliar esos tres lados del triángulo, la verdad de Dios, la justicia y los hombres. Cuando se da la conjunción surge el milagro si sabemos bien reunir los tres en una misma persona. Ese logro lo alcanzó monseñor Sebastián, cuyo recuerdo mantendré siempre vivo en mi corazón y doy gracias a Dios por haberle conocido y tratado y haberme favorecido con sus consejos a lo largo de mi vida.

Marcelino Oreja Aguirre

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