Siete años en una ciudad dividida

El Muro de las Lamentaciones, en la imagen, es el único vestigio que queda hoy del Segundo Templo de Jerusalén, erigido por Herodes y destruido por Tito durante la primera guerra judía. Fuente: National Geographic.
El Muro de las Lamentaciones, en la imagen, es el único vestigio que queda hoy del Segundo Templo de Jerusalén, erigido por Herodes y destruido por Tito durante la primera guerra judía. Fuente: National Geographic.

Cuesta creer que después de cincuenta años de la reunificación de la ciudad de Jerusalén se continúe hablando de volver a dividirla. En Europa hay quienes lo consideran una solución salomónica. Al parecer no conocen cómo se vivía en una ciudad que estuvo dividida durante diecinueve años. Residí en la mitad oeste de Jerusalén los siete años finales de esa división, pues llegué a Israel en abril de 1960, desde Philadelphia, Pa., con una beca norteamericana para estudiar en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Ya al comienzo de mi estancia tuve el doloroso privilegio de asistir a dos sesiones del juicio de Adolf Eichmann, pese a que el tema me devolvía a mi infancia que intentaba olvidar.

La vida cotidiana en esa mitad de la urbe, pequeña y pobre, se desarrollaba con normalidad, con trabajo, estudio, cine, conciertos y muchos actos culturales propios de cualquier capital pequeña. Al mismo tiempo sabíamos que muchos barrios, incluyendo el propio centro, estaban atravesados por una frontera, consistente en una valla de púas en ciertas zonas o un muro de hormigón en otras. Además, grandes áreas colindantes a esa línea fronteriza eran consideradas «tierra de nadie» y estaban infestadas de campos de minas. Vivíamos en una ciudad cruzada por una cicatriz que no paraba de sangrar. En barrios algo periféricos se infiltraban terroristas (fedayín) y asesinaban.

Recuerdo el barrio céntrico que en 1860 construyó el filántropo británico-sefaradí sir Moses Montefiore. Consistía en unas filas de hermosas casitas de piedra de una planta, dominadas por un gran molino. Sin embargo, fueron designadas como tierra de nadie, ya que estaban ubicadas frente a la muralla y se hallaban al alcance de las ametralladoras de los legionarios jordanos que disparaban a voluntad. En el año 1965 el Gobierno ofreció aquellas bellas casitas por una suma ínfima a algunos valientes artistas. Un día acudí a una de estas casas para entregar una traducción a un escritor. Al entrar y salir, tuve que mirar hacia la muralla para asegurarme de que no me apuntaba algún soldado jordano. El escritor y su mujer lo hacían a diario.

Durante el tenso mayo de 1967, mis padres me inundaron con telegramas para que regresara con ellos a Philadelphia. Confieso que sentí la tentación de hacerlo. Al final, no fue por heroísmo que me quedé sino porque ya entonces tenía claro que sin Israel no había futuro para mí ni, en realidad, para todo el pueblo judío.

Mientras la marcha de los estudiantes extranjeros desanimaba a los autóctonos, nos llenó de alegría la llegada del joven Zubin Mehta, para expresar su solidaridad con el pueblo judío, así como el maravilloso concierto ofrecido por Daniel Barenboim y Jacqueline du Pré. Pese a las advertencias de que evitáramos aglomeraciones y pese a que en los noticiarios veíamos a las exaltadas multitudes árabes vociferando «ítbaj al Yehud» (asesina al judío), acudimos. Los preparativos para la guerra con el llenado de sacos de arena son de sobra conocidos. Teníamos claro que Jerusalén iba a ser la primera línea de fuego. La guerra en sí la pasamos los civiles en los refugios, en mitad del estruendoso bombardeo que durante días y noches no cesó ni por cinco minutos.

Días después del cese de la guerra, se eliminó aquella sangrienta frontera, y se anunció que tanto los judíos como los árabes podían visitar cualquier parte de la ciudad reunificada. Temíamos brotes de violencia, pero los jordanos entraron libres en la parte occidental, algo asombrados por la elegancia occidental de los escaparates, mientras los israelíes se abalanzaron sobre las cafeterías y las pastelerías de la parte oriental. Todos celebrábamos el acceso a la fruta prohibida.

Reinaba el optimismo cuando Isaac Rabin pronunció el más pacifista de los discursos. Los titulares proclamaban: «Por fin tenemos territorio que ofrecer a los árabes a cambio de la paz». Además, del general Moshe Dayan y sus colaboradores salió la idea de ofrecer a los árabes de Cisjordania un estado propio en vez de devolverlos a Jordania. Se hablaba de crear allí un «Buffer State». Ese estado tapón, que más adelante dio en nombrarse, con sesgado interés, estado palestino, viviría en amistad con Israel, en gratitud por su independencia. Ahora se ignora que la idea de un estado palestino salió de la izquierda israelí, y que en los diecinueve años en que Cisjordania estuvo en manos árabes, jamás se reclamó.

Hoy, tras cincuenta años de convivencia en la Jerusalén unificada, heterogénea y abierta, se habla de nuevo de abrirla en canal, con una cicatriz que volvería a sangrar, no por los legionarios o fedayínes, sino por yihadistas islámicos. No lo conseguirán. Nosotros sí aprendimos de la historia. Y también recordamos que si el sabio Rey Salomón hubiera decretado «partan el bebé en dos”, habría entrado en la historia como un monstruo.

Rhoda Henelde Abecasís, superviviente del Holocausto.

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