Significado de una ausencia

Cuarenta y cuatro jefes de Estado y de Gobierno desfilaron por las calles de París junto con el presidente, Hollande, para decir no a la barbarie de unos iluminados asesinos que en nombre de una religión quisieron matar un símbolo de una manera libre de ver el mundo. En la cabecera de la manifestación, junto al presidente francés, se encontraban representantes de la Europa institucional, los presidentes Juncker de la Comisión Europea y Schulz del Parlamento de Estrasburgo.

Codo con codo estaba Angela Merkel, el otro pilar de una Europa que junto con Francia iniciara hace ya más de medio siglo la aventura comunitaria. Fuera ya del círculo europeo, también hombro con hombro, dos símbolos que, por encima de sus enormes diferencias políticas, testimoniaban que musulmanes y judíos están contra la violencia terrorista. Benjamín Netanyahu y Mahmud Abbas se situaban en la cabecera de la manifestación, pese a encarnar el más viejo conflicto que envenena la esfera internacional desde la Segunda Guerra Mundial.

No se puede reprochar al primer ministro israelí que quisiera aprovechar electoralmente su presencia, pues estaba directamente concernido por el matiz antisemita del asesinato, el viernes anterior, de cuatro judíos en el Hipermercado Cacher. Para equilibrar esta presencia, que podía suscitar rechazo en no pocos miembros de la importante comunidad musulmana francesa afectada por el origen confesional de los asesinos, allí estaba el presidente de la Autoridad Palestina, para reivindicar que esa barbarie es contraria a la espiritualidad de una de las tres religiones abrahámicas que, pese a sus mismas raíces, no terminan de entenderse desde hace más de quince siglos interferidos por la política y los prejuicios ancestrales mutuos.

Era la hora de la unidad y del rechazo de esos prejuicios y de los fanatismos construidos sobre ellos.

En cabeza también de la manifestación, y cubierto con un sombrero, el presidente Ibrahim Boubacar Keïta de Malí, símbolo a su vez de un país castigado por el radicalismo islamista y con una deuda con Francia por su intervención militar para ponerle coto en su país. Aunque también para dejar claro que ese país del Sahel sigue formando parte de lo que en otro tiempo, no muy lejano, fuera la Unión Francesa, aquel sueño imperial gaullista.

No me olvido de Cameron, Rajoy o Renzi, ni de los primeros ministros de Portugal, Bélgica, Dinamarca, Grecia y muchos otros países europeos, ni de la Turquía emergente cuya demanda de ingreso en la UE tanto asusta por su carácter musulmán. Ni de Túnez, ese pequeño y digno país que ha sabido con inteligencia y mesura sobrevivir a la primavera árabe.

Menos aún me olvido en esta descripción de los dignatarios presentes, del rey Abdallah II de Jordania. Entonces, ¿por qué la ausencia de Mohamed VI, monarca de un país como Marruecos hasta hace poco tan amigo de Francia, o en su defecto del primer ministro o del ministro de Asuntos Exteriores? Porque Marruecos, que cuenta en el hexágono con casi dos millones de sus originarios, está especialmente concernido por la gangrena del radicalismo islamista y por una presencia de correligionarios en las brigadas internacionales del Daech en Siria e Irak…

La presencia del rey hubiera sido un mensaje contundente contra esas derivas tan negativas. ¿Pesó más el enfriamiento de las relaciones franco-marroquíes desde hace un año? ¿Fueron los temores a que un pronunciamiento hubiera servido para que cuestionasen su carácter de emir Al Muminín, de jefe religioso, nuevos sectores del país, provocando o “justificando” más radicalización? Hubiera debido, tal vez, estar en esta ocasión privilegiada por encima de estas contingencias, para hacer una pedagogía indispensable en cualquier país musulmán, y necesaria para evitar las amalgamas que los islamófobos se encargan de azuzar, identificando violencia e islam.

La ausencia del Marruecos oficial en el cortejo parisiense, donde el ministro de Asuntos Exteriores, Salaheddin Mezuar, no participó pese a estar en París, con el pretexto de que acudirían “pancartas blasfematorias”, fue, en mi opinión, una importante ocasión perdida, una torpe repetición de la política de “silla vacía” que Marruecos practica también en otros ámbitos.

La ausencia del ministro de Exteriores marroquí revela un malestar interior en su país. El mismo desplazamiento a Francia en lugar del primer ministro, Abdelilah Benkirán, indica que este o no quiso o no se atrevió a ostentar una representación que le hubiera creado problemas ante sectores importantes de su electorado: vigilado de cerca, como está, por el muy conservador Movimiento Unicidad y Reforma (MUR) que ejerce de comisariado político-religioso de su Partido de la Justicia y del Desarrollo (PJD). Partido que en 2005, cuando estalló el asunto de las caricaturas de Mahoma, lanzó una campaña contra el semanario Le Journal Hebdomadaire de Casablanca por haber publicado una simple foto de un lector del diario danés con las controvertidas caricaturas que, por lo demás, aparecían borrosas para no ofender a nadie. Y este mismo partido, hoy en el Gobierno y por entonces en la oposición, hizo fracasar la propuesta de inclusión de un artículo en la nueva constitución de 2011 en el que se defendía la libertad de conciencia, con la amenaza de votar en contra en el referéndum constitucional.

Son muchos los juegos de equilibrios que se hacen en nuestro vecino país del sur en este crucial tema de lo religioso. Muchas las contemplaciones, incluso desde la más alta instancia religiosa —el propio monarca—, para atraer hacia un islam de tolerancia a sectores del salafismo que no hace mucho llamaban a la violencia. En esa dirección el propio Mohamed VI acudió en Tánger en abril pasado a una prédica del otrora salafista radical Fizazi, en un ejercicio no exento de riesgos y ambigüedades.

La presencia en los Gabinetes de la última década de un ministro de soberanía para Asuntos Religiosos como Ahmed Taufik, defensor del sufismo como vía de un islam-espiritualidad frente a un islam politizado, indica hacia dónde quisiera encaminar el monarca marroquí el islam en su país. Lo que ocurre es que esta vía, para dar frutos, sólo será a muy largo plazo. Porque, como ha dicho recientemente en un artículo Abdennour Bidar tras los acontecimientos de París, esta vía exigiría paralelamente reformar la educación, inculcar el respeto al otro, la tolerancia con el diferente, escapar al dogmatismo.

Mientras, la persistencia de la miseria en las periferias de las ciudades y la reincidente actualidad internacional, con episodios como las sucesivas razzias sobre Gaza o conflictos como los de Siria e Irak, y los modelos cerrados que las televisiones digitales importan cada día de un Oriente cada día más arcaizante, parecen ser más rápidos en atraer hacia la radicalización a ciertos jóvenes envenenados con la obsesión de una supuesta liberación por la yihad global.

Quizás por todo ello hubiera sido importante que el propio rey, o al menos su Gobierno, hubieran dejado de lado ciertas consideraciones coyunturales para desfilar junto a tantos otros dignatarios del mundo en favor de las libertades de todos, contribuyendo de camino a hacer comprender que el humor de Charlie Hebdo no es ni nocivo ni peligroso y que su corrosividad sólo es un antídoto contra todos los fanatismos.

Bernabé López García es catedrático honorario de Historia del Islam contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid.

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