Los actuales escolares serán, quizá, los primeros niños españoles para quienes el signo de la cruz ya no sonará como el bajo continuo de todo lo visible. Desde el siglo octavo y hasta hace unos decenios, la cruz ha sido el signo más repetido, más presente en el espacio y en el tiempo de los españoles. También en otros lugares, en los extintos estados vaticanos particularmente, pero sin la fiera intensidad con que entre nosotros se imponía, como si fuera la firma al pie de un permiso de vida. En España la cruz, la cruz impenetrable, había nacido en respuesta a la afilada media luna, el arco blanco con ojeras femeninas contra el que se alzó Santiago y, aunque nosotros ya lo habíamos olvidado, la cruz mantenía su nervio guerrero y nos trabajaba en el silencio nocturnal.
Por eso choca, al cabo de los años, percatarse de que la cruz tardara en ser signo cristiano y que su historia sea novelesca y enigmática. Porque la cruz de tosco palo que marcó nuestra mirada para siempre en las escuelas comenzó siendo una cruz de luz sobre el cielo blanco del mediodía romano. En el año 312, poco antes de la batalla decisiva, el futuro emperador Constantino, cegado, alzó una mano a modo de visera, atónito por la vehemencia de una luz obstinada que encandecía la mañana. Y vio una cruz luminosa flotando sobre la misma luminosidad. Su razón le decía que aquello no podía ser visible, pero él lo estaba viendo. O quizá no, porque en otro de los relatos escritos por Eusebio de Cesarea, su biógrafo (que nunca sabremos si es verdadero y si, como dice, así se lo confesó el emperador, o si fue una invención turiferaria o un fraude), cuenta también que lo divisado por Constantino no fue la cruz sino una leyenda que decía: "In hoc signo vinces". ¿Qué importa? El emperador adivinó que aquella era señal de un dios poderoso y enterado de que cierto mago oriental había muerto ajusticiado, pero que sus seguidores lo tenían por un dios al que llamaban "el Ungido", es decir, el Cristo, mandó grabar en los escudos de sus soldados las iniciales del mártir, Chi Rho, que en mayúsculas daban una X y una P, las cuales figuraban al siguiente día en decenas de miles de escudos golpeados por espadas y en el estandarte imperial, el lá- baro, horas antes de que en el puente Milvio con fuerza rabiosa Constantino arrasara a las huestes de Majencio y se hiciera con el poder absoluto. El signo del Ungido, el Crismón, fue a partir de aquel momento el amuleto personal de Constantino, el que le cuidaba en las batallas.
No por eso los cristianos, ya legalizados e incluso favorecidos por el poder, usaron la cruz como signo común. Apenas si la trazaban sobre la frente para espantar a los demonios y se reconocían entre sí mediante ese conjuro mágico con el que captaban la simpatía del poderoso mago que había hecho cristiano al emperador. Porque el signo cristiano era entonces la figura de un pez, más leve y bendita que ese patíbulo de suplicio, ese madero manchado de sangre en el que nadie podía reconocerse sino quizá un sanguinario emperador colosalmente ambicioso y asesino de sus allegados. Vendrá luego la leyenda, falsa o dudosa, sobre la madre de Constantino, la que desenterró la cruz del Ungido para hacer con ella finas astillas que luego figurarían en todos los relicarios de la cristiandad hasta dar un peso excepcional, como si la cruz del Gólgota fuera de uranio. Solo casi cien años más tarde, en Bizancio, con el emperador Teodosio, la cruz comenzaría su pasmosa ascesis para limpiarse de la sangre y olvidar la tortura, hasta aparecer simple y desnuda: unos brazos abiertos que acogen a cuantos sufren o padecen injusticia, los simples, los perdidos, los abatidos.
Tengo ante los ojos la gran cruz de Justino II, la Crux Vaticana guardada en el Tesoro de San Pedro, una de las pocas que han sobrevivido al exterminio del cristianismo oriental, sin duda pieza de mucho valor en la Constantinopla del siglo sexto. El relicario interno contiene un alma de la Santa Cruz y la cruz misma está cubierta de gordas gemas. Debió de servir como protección contra la esterilidad, el mal de ojo, la posesión, la enfermedad bubónica, los jueces corruptos, la cicuta. Estas grandes piezas, pero también las pequeñas, tenían mucho poder contra los demonios, es decir, contra los dioses antiguos que, aunque vencidos, seguían hostigando a cristianos y paganos. La cruz aún no sostenía un cadáver. El Cristo no aparece como dios muerto hasta mucho más tarde. En sus primeras imágenes bizantinas, cubierto de túnica púrpura, en majestad, vuela con los brazos abiertos como gran ave.
Estas piezas guardaron su poder largo tiempo. Todavía es posible ver, hoy día, en alguna parte de Andalucía, figurillas de madera o piedra que mantienen una eficaz fuerza de apaciguamiento de los demonios, que sanan a los escrofulosos, que limitan el dolor de quienes paren hijos hidrocefálicos, que sanan del pasmo o protegen a las plantadas en cinta. Fuerza mágica de antigua energía griega y romana que es la de aquellos demonios ahora esclavizados bajo tierra, pero siempre vigilantes para escapar por una grieta y atacarnos y confundirnos.
Todo esto latía agazapado en las cruces de nuestra infancia, pero nosotros nunca lo supimos. Y hoy es ya demasiado tarde.
Félix de Azúa, escritor.