Signos degenerativos

Si algo resulta en verdad preocupante de todo este turbio asunto del estado de alarma que han aprobado (y se disponen a prorrogar) el Gobierno y el Congreso para los controladores aéreos es la falta de reacción por parte de la sociedad civil. Qué digo falta de reacción, ni siquiera la más mínima preocupación o signo de inquietud ante un hecho que, aunque solo fuera por lo extraordinario y anómalo, debiera disparar las campanas de alarma en cualquier sociedad democrática adulta.

A lo que parece, y según lo explicaba un diputado vasco para justificar su voto favorable a la prórroga del estado de alarma, el único interés a tener en cuenta es el general de los ciudadanos a desplazarse sin incomodidad en navidades, el derecho de todos a viajar y disfrutar de sus vacaciones. La garantía de ese derecho, según nuestros gobernantes y diputados, justificaría nada menos que privar de sus derechos fundamentales a los trabajadores del control aéreo. Una curiosa y desde luego inconstitucional forma de ponderar el valor de los respectivos derechos.

En efecto, parece que no se quiere reconocer algo que es bastante obvio: que los controladores son trabajadores civiles de una empresa mercantil sometida en sus relaciones laborales al Derecho común, y que no puede privárseles salvo declaración del estado de sitio o de excepción de sus derechos fundamentales. No es legalmente posible -salvo declaración del estado de sitio- convertir en militares sujetos a disciplina castrense a unos civiles (artículo 117-5º); no es posible -salvo declaración del estado de excepción o sitio (artículo 55)- suspender el derecho de huelga de los trabajadores.
Y, sin embargo, los controladores están privados del derecho de huelga desde el momento en que han sido convertidos en militares forzosos, pues los militares no disfrutan de ese derecho. Afirmar, como lo ha hecho el Gobierno, que los controladores «pretendían echarle un pulso al Estado», es tanto como confundir al Estado con una de sus empresas y aplicar sus poderes coactivos de defensa del orden público a la defensa de los intereses de AENA, que no son en absoluto lo mismo.

Naturalmente que la conducta de los controladores ha sido repugnante; naturalmente que a la inmensa mayoría de la sociedad española le parece muy bien que se militarice a esos sujetos y que se les prive de sus derechos; naturalmente que a todos nos interesa la garantía de poder viajar normalmente. Pero sin pasarse, por favor. Porque, precisamente cuando la inmensa mayoría es la que está de acuerdo en algo es cuando más necesarios e imprescindibles son los límites que establece el Estado de Derecho. Porque cuando todos tienen el mismo interés es cuando comienzan a peligrar los derechos de la ínfima minoría, sobre todo si es una minoría despreciable. Respetar los derechos de los muchos y de los justos no tiene mucho mérito, lo difícil es respetar los de los poquísimos y antipáticos.

Resulta en verdad una experiencia alucinatoria para quienes en tiempos de Franco combatimos la legislación penal y disciplinaria especial de los trabajadores del mar y del aire ver que, hoy en día, bajo una Constitución democrático liberal, se resucita el delito de sedición para coaccionar y acusar a unos trabajadores por una huelga ilegal. Resulta estremecedor escuchar a autoridades y fiscales afirmar con estólida arrogancia que los trabajadores que colectivamente abandonaron su puesto de trabajo (pero sin poner en riesgo la seguridad de aeronaves o personas) cometieron un delito de rebelión castigado con años de cárcel porque así lo dice una Ley de 1964 cuya sola cita debiera avergonzar en democracia.

Hablan incluso de «cabecillas» e «instigadores» de la rebelión. Nadie se para a reflexionar sobre lo insólito del caso de que el abandono ilegal de su puesto de trabajo por unos maquinistas del metro, o unos camioneros, o unos recogedores de basura, sea solo un ilícito laboral, mientras que el de unos trabajadores aéreos lo sería criminal. ¿Cómo podría suceder tan flagrante diferencia de trato o discriminación, se preguntaría cualquiera que se tome en serio el principio de igualdad de todos ante la ley? ¿Sólo porque tenemos por ahí una ley de Franco todavía no derogada? ¿Ése es todo el ponderado argumento de nuestros actuales demócratas para mandar a la cárcel a unos huelguistas?

La degeneración de nuestras democracias no vendrá -dicen los expertos- por el lado de los golpes de estado, sino por el populismo difuso. Por el avance imparable de un estado de opinión en el que el sentir ciudadano tomado en bruto, sin reflexión ni educación, se imponga a la acción de gobierno. Lo que sucede hoy es un síntoma preocupante de la bondad del pronóstico.

Por José María Ruiz Soroa, abogado.

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