Signos visibles del invisible

Hay hechos simbólicos en la vida personal y social que revelan olvidos mortales o recuerdos esenciales para nuestra existencia, porque los humanos ya no estamos sólo aposentados en el universo físico sino que habitamos otros mundos. A diferencia de los animales el hombre no sólo vive en una realidad más amplia, sino que construye un universo simbólico. Y esos paraísos o infiernos, cumbres o abismos, llanuras o laderas en las que habitamos, son los que nos crean más gozo o angustia. Ellos se entrecruzan con la realidad física de cada día, para allanarla o endurecerla. La urdimbre de la experiencia humana está tejida por los recursos e incursiones de ese universo, del que forman parte el lenguaje, el mito, el arte, la religión y la poesía.

¿Qué sentido o sinsentido tiene el hecho de que en nuestra vida pública estén desapareciendo signos y símbolos que durante siglos han acompañado la vida hispánica, trayendo a la conciencia universos de ilusión y de esperanza, con los cuales hemos tejido el imaginario personal del que nos nutrimos? Por ejemplo, los signos de la Navidad, que desde siempre han engalanado nuestras calles y fachadas, portadas y portales, y que en los últimos años han ido desapareciendo, primero vergonzantemente, como quien pide perdón por su presencia, y luego siendo drásticamente sustituidos por insulsas líneas o borrones insignificantes. Navidad remitía a una historia de alegría y de paz, a la presencia de Dios en el mundo y a la inserción del Absoluto en nuestra historia para compartir nuestro destino. Eso implicaba la dignificación suprema hasta de los más pequeños elementos de nuestra existencia: desde los pañales de un niño a la ofrenda de unos pobres y los regalos de unos Reyes. Belén, siendo originariamente un signo particular de los cristianos y expresión de un misterio divino acogido y agradecido, pasó a ser el símbolo de la vida acogida y de la infancia agradecida, ya que un niño no sólo viene con un pan bajo el brazo, sino con un futuro floreciendo.
Belén fue siempre la afirmación de la vida humana perdurable y de la maternidad siempre misteriosa. Fiesta de quien se abre a lo que nos viene de lejos, alumbra esperanzas e incita a caminar tras esas estrellas que, estando en el cielo, nos están sustraídas pero a cuya luz avanzamos en la noche. Misterio para unos, símbolo real para otros, mito para quienes no alcanzan a leerlo como don divino o signo humanizador. El símbolo y su interpretación obligada nos llevan a romper los cerrojos de lo inmediato y a quebrar la corteza del árbol de la vida para ver ascender su savia y anticipar la floración en ramas y tallos.

Si ser hombre quiere decir pensar y soñar, trascender y anticipar, atenerse a cosas y crear sentido, entonces no podemos vivir sin esa abertura a lo que nos funda y llama, a lo que en la historia ha significado una crepitación de fuego y una anticipación de vida perenne. ¿O es que la verdad es sólo la materia, la cantidad, el espesor tangible de las cosas mensurables, de lo que dominamos, poseemos y deglutimos? Tal realismo no significa una mayor ilustración con superación de fases preilustradas, sino un empobrecimiento radical de nuestra vida, dejándola confinada en lo primario y lo inmediato, en la ceguera espiritual y los solos sentidos materiales. Tal realismo no ofrece mayor verdad y sentido, ensanchamiento y profundización, en la existencia personal, sino un recorte mortal que termina llevándonos al escepticismo, cuando no al cinismo. ¿O es que en tiempo de la técnica no son necesarios poetas y cantores, niños y estrellas? ¿Ya no renacemos desde sueños y ensueños, del clamar y rememorar? Sin tales signos de trascendencia seríamos solo ciegos topos, mudas hormigas.

Los símbolos públicos vienen de lejos como jugo y zumo de la historia de un pueblo, que se ha expresado en ellos, ha dicho sus victorias y derrotas, y con ellos se ha redimido de la caducidad que el tiempo lleva consigo. Sean signos culturales o religiosos, todos dicen lo que ese pueblo ha sido y quiere ser. Un pueblo que renuncia a ellos se corta las venas de su memoria y las esperanzas que le llegan desde sus orígenes. El intento de anularlos equivale a negar su historia y cultura, a cegar los veneros por los que nos llegan las fibras de nuestra trama actual. Ellos han pervivido en un proceso de afirmación y de exclusión, de decantación y de purificación; y nunca pueden ser del todo derogados, porque ello significaría un suicidio cultural. Unos son signos de vida que convocan a la paz; otros, signos de muerte que alertan contra la violencia.

La lógica de esta actitud iconoclasta, llevada al extremo, nos conduciría a una reducción a la nada. Porque casi todos los signos y memorias del pasado son ambivalentes: de victoria para unos, y para otros de derrota. Signos de una minoría o signos de una mayoría, en cualquier caso expresión de una creación victoriosa sobre el olvido. Al eliminarlos eliminamos la historia, el tiempo y lugar anteriores, quedándonos reducidos a nuestro instante, clausurados en nuestra geografía de mortales y nacionales, es decir amputados de nuestra dimensión de universalidad y divinidad. ¿Podemos negar todo lo que fueron nuestros antecesores y sustraer a nuestros sucesores esa herencia de símbolos, como si nuestro presente fuera la suprema cumbre creativa y el tribunal definitivo de la razón?
Somos lo que somos como pueblo en la medida en que conocemos el destino e historia de todos los demás pueblos; y en cuanto mortales y finitos, lo somos en la medida en que podemos conocer y adivinar, tender y acoger al Infinito. No es ingenua la eliminación de esos signos: ella implica una clausura de la mirada, un cierre en la inmediatez, un retorno de la historia a la naturaleza, y dentro de ésta, una sumisión al poder imperante, una esclavitud frente al pensamiento único.

Los signos, por el cambio de situación política o la llegada de población inmigrante, pueden convertirse en un problema social, afectando a la convivencia, porque son siempre signos particulares de una población, de una religión, de una comprensión de la realidad. La sociedad tiene que estar regulada por dos grandes criterios: una libertad negativa que garantiza el espacio de iniciativa, de acción y de vida personal a todos los ciudadanos sin diferenta ninguna; y una libertad positiva, aquella por la que el poder social y político ofrece a los ciudadanos signos de reconocimiento de su realidad y de aceptación de su identidad. El individuo debe ser reconocido como tal ciudadano no con mera condescendencia despreciativa para su pertenencia particular, que de hecho equivaldría a un rechazo implícito, sino como miembro de un grupo en el que tenga un nombre, se identifique con una historia y se considere miembro de una familia. La libertad negativa es esencial e intocable; la positiva lo es en la misma medida. Una política que no ejerza ambas se convertirá automáticamente en gobierno despótico a pesar de que haga gala de modernidad e ilustración. No basta un liberalismo republicano, que solo cuenta individuos, sino que es necesario un reconocimiento comunitario, que vea a las personas en su dimensión de naturaleza y de historia, de pertenencia a la sociedad común y de adhesión a una comunidad propia.

Una mayoría no puede imponer sus signos a las minorías, allí donde esos signos exijan adhesión y confesión, pero un gobierno tampoco puede a petición de una minoría en clave individual-liberal anular la historia colectiva y la voluntad comunitaria que reconoce en esos signos, sean culturales o religiosos, su propia historia, y sin la cual quedaría ciega y muda. Los gobiernos tienen que actuar con aquella voluntad de concordia, y los ciudadanos, con aquella voluntad de convivencia, que miran los problemas sobre ese fondo de historia y de cultura, de real antropología y de convivencia sincera, y no desde el favor que esos signos prestan a una política determinada.

Olegario González de Cardedal