Sigue siendo 7 de octubre

El pasado 8 de octubre, en la Puerta del Sol, se convocó una concentración en apoyo a los palestinos tras la masacre perpetrada por Hamás. Habían pasado menos de 24 horas desde que el mundo entero recibió, en su teléfono móvil, los vídeos del ataque salvaje e indiscriminado contra civiles inocentes, cientos de terroristas seguían infiltrados en territorio israelí y ni siquiera se había producido una respuesta militar. En esta concentración, apoyada por dos entonces ministras, un secretario de Estado, figuras influyentes del mismo círculo (entre otros, un exvicepresidente del Gobierno y un ex-Jemad), y la hoy ministra Sira Rego, se pudo escuchar, entre otras lindezas, «que se jodan los israelitas» o del «río hasta el mar, Palestina vencerá» –del río hasta el mar, por cierto, significa matar o expulsar a los ocho millones de israelíes que viven en medio.

Unos meses antes, España se paralizó por un pico. Durante los últimos cuatro años, nos empacharon con nuevas formas de violencia contra las mujeres. El 7 de octubre ni se paralizó el país ni hubo violencia machista. Era resistencia. Y ciudadanos de España, coetáneos míos, compatriotas, desde representantes públicos hasta gente de a pie, ante el vídeo de una chica con el pantalón ensangrentado tras sufrir una violación anal múltiple, con los tobillos cortados, arrastrada del pelo cual trofeo de guerra por las calles de Gaza, pensaron que era eso, resistencia.

A partir de entonces, ciertamente, todo fue a peor. El incidente diplomático con Israel ha sido sólo un capítulo más de esta pesadilla. Aunque ya no ostento ninguna representación de los judíos españoles, puedo esbozar un testimonio del sentimiento que hemos padecido desde el 7-O hasta hoy, crisis diplomática mediante. Además, liberado de las costuras institucionales, deseo ser claro. Como judío español, estoy más que acostumbrado a que contra Israel todo valga. Huelga decir que nunca he sufrido episodios de discriminación por ser judío, acaso alguna anécdota sin relevancia; en cambio, en muchas ocasiones, me han pedido cuentas por los oprobios sufridos por los palestinos, como si yo fuera el responsable.

A lo que no estaba tan acostumbrado era a que semejante atrocidad tuviera justificación entre periodistas, intelectuales y políticos en activo, especialmente de extrema izquierda –a estos, Reagan les envió hace tiempo al basurero de la Historia. Y mucho menos estaba acostumbrado a que el presidente de mi país, mi presidente, el que me representa en el mundo, líder del partido que estableció relaciones diplomáticas con Israel, recibiera el agradecimiento del grupo de fanáticos que había torturado, violado y asesinado a más de 1.500 personas, entre ellas, dos españoles –que por ser también israelíes han pasado a un olvido fugaz e interesado, recordemos sus nombres: Maya Villalobo Sinvany e Iván Illarramendi Saizar.

Llegados a este punto es necesario explicar la conexión de los judíos de España, y de otras partes del mundo, con Israel, muchas veces distorsionada sin mala intención; fruto de no concebir que puede haber varias identidades y lealtades, compartidas y compatibles. La conexión fácil y lógica es que los judíos son extranjeros cuyo país es Israel, o que su patria generacional es Israel, como sucede con los irlandeses en los EE.UU. No es así.

Yo no soy israelí, mi único pasaporte es el español. Nací en Málaga, de padres y abuelos también españoles. De hecho, soy descendiente de judíos españoles que escaparon de Sevilla en 1391. Seguramente tengo mucho más en común con los amigos que hice en los colegios León XIII y San Estanislao de Kostka o en la facultad de Derecho, que con un hombre de mi edad que vive en el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén.

Y, sin embargo, la existencia de Israel es, para la gran mayoría de judíos de todo el mundo un fenómeno humano tan grande que, si para describirlo juntáramos al mismo tiempo la revolución americana, la francesa, la lucha por los derechos civiles, la liberación sexual y la Transición española, todos juntos, nos quedaríamos cortos. El nacimiento de Israel fue para Josep Pla «uno de los acontecimientos más extraordinarios de la historia», pero para la mayoría de los judíos, ha sido el más extraordinario de todos.

Israel es nuestro refugio y nuestro orgullo como pueblo milenario. Y, por ello, no dudamos, ni dudaremos, en acudir a su defensa cada vez que sea necesario. David Ben Gurion solía decir que la diferencia entre no tener Estado de Israel y tenerlo son unos centímetros, los mismos que median entre tener la cabeza baja o la cabeza alta. Si tocan a Israel nos tocan a todos, o a la mayoría, y esa es la verdad. Más aún si tenemos familia y amigos viviendo allí, como es mi caso.

En más ocasiones de las que me gustaría, hemos visto antisemitismo donde no lo hay. Sin embargo, lo que hemos vivido estos últimos dos meses ha materializado nuestras peores visiones. Mi amigo Rafael Bardají escribió después de la carnicería de Hamás que Israel siempre ha estado en guerra, aunque quisiéramos olvidarlo. Es cierto, tanto como que el antisemitismo sigue existiendo en las sociedades occidentales, y no se reduce a pintadas en nuestros cementerios. Convivimos con la realidad de que siempre hay gente que nos va a odiar por ser diferentes, y que van a pensar que somos todos ricos, o que controlamos el mundo. Hemos hasta normalizado que nuestros colegios, a donde acuden nuestros hijos, y nuestras sinagogas, estén protegidos por la Policía. Sabemos que una amenaza latente se cierne sobre nosotros, pero nunca pensamos que, en una democracia, pudieran jalearla representantes públicos en lugar de grupos integristas.

Y es que, mientras los cadáveres israelíes siguen calientes, cuándo aún hay rehenes en Gaza, incluyendo niños, una parte considerable de nuestros líderes políticos han justificado los ataques terroristas, han pedido que se reconozca oficialmente el Estado palestino, han pedido que se procese al primer ministro israelí por crímenes de guerra, han dado por buena cada información que ha difundido Hamás y demostrado que sólo les importan los palestinos si los mata Israel. ¿Cómo debo sentirme cuando el presidente de mi país recibe un gracias de los salvajes que han llevado a cabo una masacre bárbara y terrible contra judíos como yo? ¿Cómo no voy a sentir indignación? ¿Cómo no voy a sentir enfado, rechazo y miedo ante el nombramiento de Sira Rego como ministra de Infancia y Juventud, quien el 7 de octubre calificó de resistencia al pogromo de Hamás?

Llevamos dos meses de duelo, como si fueran todos los días 7 de octubre de 2023, sin poder seguir con normalidad nuestras vidas, siendo escoltados en nuestros centros comunitarios por fuerzas de seguridad y atentos a cómo se encuentran nuestros seres queridos en Israel. A ello le hemos sumado la rabia y la incomprensión contra los políticos que tienen mando en plaza. Pero tenemos algo claro: Israel vencerá y los judíos españoles seguiremos en nuestro país, España, aportando lo mejor de nosotros. Porque, como bien ha indicado mi admirado Cristian Campos y como atestigua la Historia, los judíos sobreviviremos a cualquier cosa. Y con la cabeza bien alta.

Elías Cohen es abogado, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Francisco de Vitoria y ex secretario general de la Federación de Comunidades Judías de España.

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