Silencio administrativo

En los últimos días este periódico ha publicado algunas informaciones sobre pobreza y ayudas sociales en España que revelan importantes carencias, en concreto, en las llamadas rentas mínimas o de inserción social. Contrariamente a lo que piensa parte de la ciudadanía, la gran mayoría de las personas que reúnen los requisitos para solicitar estas rentas no las están recibiendo. Recientemente hemos sabido también que solo el 8% de los españoles que vive bajo el umbral de la pobreza tiene acceso a ellas. ¿Puede achacarse solo a la desinformación de los posibles perceptores, a la vergüenza de pedir ayuda, a su falta de formación para realizar trámites o a la saturación de los servicios sociales? Estos factores son determinantes, sin duda, pero en mi opinión la responsabilidad máxima recae en el sistema burocrático que acompaña a estas rentas, un sistema inoperante, cuando no directamente kafkiano, que exige más a los más vulnerables.

Solicitar una renta mínima es un trámite tan largo y complejo que resulta prácticamente imposible que las personas sin recursos —es decir, aquellas para quienes están pensadas— puedan hacerlo por sí mismas. Muchos trabajadores sociales reconocen que, incluso para ellos, reunir los documentos y rellenar los distintos formularios es una tarea tan extenuante y laberíntica que puede ocupar varios meses. Después, una vez presentada la solicitud, no hay garantías de que no se haya cometido un error que conduzca a su desestimación y haya que comenzar de nuevo. En el caso de las rentas mínimas, esta intrincada burocracia ataca sobre todo a los más débiles, personas que malviven en extrema pobreza y que no cuentan con domicilio fijo —o no tienen domicilio alguno— ni teléfono de contacto ni medios materiales para ir de una oficina a otra recabando papeles —hablo, sí, de dinero para el autobús—, y que terminan desistiendo no por falta de constancia, como suele decirse, sino por pura desesperanza.

Silencio administrativoLa crueldad burocrática de este proceso presenta una multitud de variantes abrumadora: por ejemplo, pueden pedirse papeles que tardan más en conseguirse que el plazo que se concede para presentarlos, documentos que ya se facilitaron previamente o que pueden obtenerse de otras Administraciones (como certificados de escolarización de los hijos o datos fiscales), extractos de movimientos bancarios para fiscalizar los supuestos ingresos del solicitante (vulnerando de este modo su intimidad), declaraciones juradas de los ingresos obtenidos por mendicidad (para descontarlas, en su caso, del importe final, como si la mendicidad fuese un trabajo normal), convenios reguladores de separación a mujeres con hijos que desconocen el paradero de los padres o que sufrieron violencia de género, y otra larga lista de solicitudes arbitrarias o ambiguas.

Al solicitante se le exige que esté localizable, que responda con rapidez a los requerimientos, que guarde colas y haga todos los trámites pertinentes, que soporte la humillación de ser inspeccionado en la demostración de que sí, que verdaderamente es pobre y no trata de aprovecharse. Los términos del diálogo, sin embargo, son desiguales, pues la Administración se salta los plazos, no responde a las peticiones de información o lo hace de modo muy ineficaz —teléfonos que nunca se cogen, citas que se conceden meses más tarde, colas que han de formarse de madrugada para ser atendidos— y, en último extremo, aplica el silencio administrativo de tipo negativo, ocasionando la completa indefensión del solicitante.

Todo esto se entiende mejor con casos concretos que encarnan auténticos dramas pero que rara vez se dan a conocer. La historia, por ejemplo, de Carmen, que relato en Silencio administrativo, una mujer sin hogar, discapacitada y enferma, que tardó ocho meses en obtener una ayuda que, por vía de urgencia, debía haberse resuelto en diez días. La de una familia de Fuengirola con tres niños y ningún ingreso a la que supuestamente le correspondían 684 euros de renta —una miseria— y a la que, tras ocho meses de espera, se le denegó porque el padre había trabajado dos meses en verano por 800 euros mensuales. La de una mujer con dos hijas en El Ferrol, al borde del desahucio debido a que la Xunta de Galicia la sancionó seis meses sin la renta de menos de 400 euros que recibía por un error en la renovación de su tarjeta de demandante de empleo. Cuando algunos de estos casos saltan a los medios de comunicación, es posible, con suerte, que las resoluciones se revisen, pero montones de historias como estas pasan inadvertidas a pesar de afectar a menores, sin techo, enfermos, discapacitados o ancianos. Para ellos, los retrasos y errores de la Administración son letales. Al igual que se ha denunciado que las ayudas de dependencia llegan tan tarde que a menudo los beneficiarios ya han muerto, en el caso de las rentas mínimas los meses de silencio suponen un agravamiento del empobrecimiento y la precariedad que, en muchos casos, es ya irreparable.

La explicación oficial de los retrasos es que se presentan muchas solicitudes y hay poco personal, lo que demuestra que la erradicación de la pobreza en España no es una prioridad para la Administración. Pero además de la falta de recursos sociales, asociaciones de derechos humanos e incluso fuentes internas hablan de una ralentización voluntaria de la burocracia, que dificulta los trámites y pone continuas trabas para desechar solicitudes. Félix Talego, profesor de Antropología de la Universidad de Sevilla, describe la renta mínima como una carrera de obstáculos humillante, una oposición para pobres basada en una pedagogía del castigo. Las rentas no se conceden tanto porque no se puedan cubrir los costes —dado que los trámites que exigen tienen también un coste nada desdeñable— sino porque responden a una intención ejemplarizante.

Lo más grave es que los fallos de los sistemas de rentas mínimas no se refieren solo a su dificultad de acceso. Esta es la punta del iceberg de otras muchas limitaciones que tienen que ver con los insuficientes importes que se conceden —muy por debajo de los umbrales de pobreza—, las restricciones presupuestarias, la ineficacia de los programas de inserción sociolaboral que supuestamente las acompañan y la prolongación del círculo de la pobreza, ya que, al no ser compatibles con otros ingresos, fomentan la economía sumergida.

Según el informe El Estado de la pobreza 2018, el 26,6% de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión social y el 5,1% (más de 2,3 millones de personas) padecen pobreza severa, es decir, subsiste con menos de 342 euros al mes. La Fundación RAIS calcula que 31.000 personas viven en la calle, el mayor estado de desprotección posible. Sin embargo, en esta época de agitados debates políticos, con elecciones recientes y otras ya a la vuelta de la esquina, la pobreza sigue siendo invisibilizada y silenciada en la agenda política. No solo es incomprensible. Es una vergüenza.

Sara Mesa es escritora.

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