Silencio cómplice de los talibán

Por Robert D. Kaplan, periodista y escritor, y autor de Soldiers of God: With Islamic Warriors in Afghanistan and Pakistan (EL MUNDO, 28/07/06):

Cuando la coalición dirigida por los norteamericanos invadió Afganistán hace cinco años, los pesimistas advirtieron de que no pasaría mucho tiempo sin que nos encontráramos en una situación similar a la que las fuerzas soviéticas hubieron de hacer frente en los años 80. Estaban equivocados, pero sólo en cuanto al momento. La operación militar fue limpia y terminante y despachó al Gobierno talibán en apenas unas semanas. Sin embargo, ahora, cuando se cumplen dos años desde que Hamid Karzai fuera elegido primer dirigente democrático del país, la coalición se encuentra -al igual que les ocurrió a sus predecesores soviéticos- con que controla las ciudades y poblaciones más importantes pero es muy débil en las zonas rurales y que sufre el acoso de unos insurrectos difícilmente identificables que utilizan Pakistán como base de su retaguardia.

Nuestro respaldo a un Gobierno civilizado en Kabul debería colocarnos en una situación mucho más fuerte que la de los soviéticos en la lucha por reconquistar el interior del país. Sin embargo, es posible que no sea así, y no sin razón: la implicación de nuestro otro aliado en la zona, Pakistán, en la ayuda a la maquinaria bélica de los talibán es mucho más profunda de lo que habitualmente se piensa.

Estados Unidos y la OTAN no van a poder imponerse a menos que sean capaces de convencer al presidente paquistaní, Pervez Musharraf, de que colabore con ellos en mayor medida de lo que lo ha hecho hasta ahora. Desgraciadamente, a tenor de lo que destacados afganos han explicado en detalle a representantes del Gobierno norteamericano, Pakistán apoya en estos momentos a los talibán de una manera similar a como colaboró con los mujaidín afganos contra los soviéticos hace un par de décadas.

Los talibán tienen dos células de dirigentes que trabajan en el interior de Pakistán, presuntamente bajo la dirección y con el apoyo logístico de las autoridades locales. Los principales lugartenientes del mulá Muhammad Omar, el principal dirigente talibán, están cómodamente instalados en Quetta, capital de la provincia paquistaní de Beluchistán. Desde allí dirigen las operaciones militares de las provincias de Hilmand, Kandahar, Uruzgan y Zabul, en el centro y el sur de Afganistán. Entretanto, uno de los comandantes militares más inteligentes de los talibán, Jalaluddin Haqqani, y sus hijos operan desde las afueras de Miramshah, capital de la provincia de Uaziristán, al norte del país. Desde allí dirigen las operaciones en Kabul y en las regiones orientales afganas de Jost, Logar, Paktia y Paktika.

Haqqani, que hace unos años fue aliado de los norteamericanos en la campaña contra los soviéticos, ha sido sospechoso durante muchos años de haber dado amparo a Osama bin Laden. Es un guerrero curtido con un grado formidable de credibilidad en Afganistán porque, hace 20 años, en lugar de dedicarse a tomar el té con los periodistas como hacían otros cabecillas rebeldes, ponía sitio a las posiciones soviéticas.

Entretanto en la ciudad paquistaní de Peshawar y en la región de Bajur, se encuentran varias bases de Gulbuddin Hekmatyar, cuyo partido Hizb-i-Islami se alinea con los talibán. Hekmatyar, otro que fue aliado de los norteamericanos, lleva a cabo operaciones en las regiones afganas de Kapisa, Kunar, Laghman, Nangahar y Nuristán.

Todas esas bases esparcidas por el interior de Pakistán han asegurado la supervivencia de los talibán en los años transcurridos desde el establecimiento de un Gobierno democrático en Kabul. Tras haber aguantado mal que bien, han recuperado recientemente una gran parte de su poder y es posible que ahora estén ganando la guerra de las zonas rurales frente al presidente Karzai.

En la política afgana, es la zona central del país -la rural-, la que ha sido siempre el territorio fundamental, el lugar en el que en 1978, casi dos años antes de la invasión soviética, prendió la rebelión de los mujaidín contra un régimen urbano, secularizado, de influencia marxista. Mientras que la población de Irak es urbana en sus dos terceras partes, menos de una cuarta parte de los afganos vive en ciudades.

En las aldeas, Dios y la tribu son más tangibles que cualquier parlamento elegido. Lo que ocurre es que, allí donde la democracia es una abstracción, se hace acreedor de respeto cualquiera que pueda proporcionar seguridad y otras necesidades básicas. Desde que derrocaron a los talibán a finales del 2001, la coalición y los dirigentes afganos han concentrado todos sus esfuerzos en las ciudades, muchos de cuyos habitantes, conectados como están al mundo exterior, están dispuestos a apoyar la democracia en cualquier caso. La guerra en la que estamos combatiendo se ganará o se perderá en los pueblos.

Mientras que los representantes del Gobierno de Kabul se dejan ver por las zonas rurales en visitas regulares, los talibán disponen de presencia permanente en ellas. Además, están trayendo clérigos radicales, formados en Pakistán, para que prediquen contra las autoridades de Kabul. Mientras que en sus charlas los enviados de la capital suelen caer en lugares comunes, los talibán hacen ofertas concretas para impedir que se arranquen de los campos los cultivos de adormideras.

El tráfico de drogas es un problema muy concreto porque Estados Unidos, debido a su política interior, debe adoptar una postura de firmeza contra la adormidera y el Gobierno de Kabul, que necesita mantener una imagen de integridad ante los donantes internacionales, se ve obligado a seguirla. Es así como los talibán tienen toda la libertad del mundo para utilizar nuestra moralidad en contra de unos y otros. Cuentan incluso con representantes clandestinos en zonas concretas de Afganistán mientras que sus máximos representantes viven justo al otro lado de la frontera con Pakistán. Los aldeanos afganos pasan al Estado Pakistaní para demandar ante estos personajes justicia para sus reivindicaciones de cualquier índole.

La situación es sencillamente trágica: no es posible ni acercarse precisamente a esas personas a las que habría que matar o apresar porque, efectivamente, están bajo la protección del que dice ser aliado de la coalición, Pakistán. Lo más que se puede hacer es obtener victorias dentro de las fronteras de Afganistán en batallas tácticas contra soldados rasos que son reemplazados con facilidad.

No es que el presidente Musharraf no esté haciendo nada. Ha desplegado soldados a todo lo largo de la frontera que han reducido las actividades de Haqqani. Es más, muchos de sus soldados están dedicados a sofocar una rebelión separatista en la provincia fronteriza de Beluchistán. Sin embargo, él mismo tiene la sensación de estar encima de un volcán de fundamentalismo. Musharraf es uno de los últimos militares de carrera occidentalizados, educados al estilo británico, en el ejército nacional paquistaní; detrás de él vienen los de las barbas. En el Ejército y en la sociedad paquistaníes abundan quienes no consideran que los talibán sean una amenaza: se trata de un problema de los norteamericanos y también de un problema de un Gobierno afgano hacia el que tienen sentimientos ambivalentes. Así pues, el presidente Musharraf tiene que bailar en la cuerda floja y tiene que ser tan taimado como lo es con cualquier otra facción.

Por consiguiente, la estrategia paquistaní es llevar a los talibán a un punto en el que éstos puedan instalar bases seguras para sus dirigentes en zonas remotas de Afganistán y al propio tiempo moverse a través de la frontera. Pakistán sostendrá entonces que éstos ya no son problema suyo.

Hay además dos cuestiones decisivas a las que habrá que estar especialmente atentos. La primera es el momento en que la dirección de los talibán se sienta a salvo en sus bases del interior de Afganistán y decida que puede dar el paso de infiltrarse en las ciudades y finalmente hacerlas caer. Entonces será cuando los presidentes de EEUU y de Afganistán habrán perdido. Karzai tendría que formar su propia milicia privada y quizás llegar a un acuerdo con el mulá Omar a fin de sobrevivir.

La otra cuestión decisiva se planteará cuando los dirigentes talibán en el interior de Pakistán sientan tanta presión de las autoridades locales que tengan que invertir toda su energía en sobrevivir antes que en organizar operaciones militares. Será entonces cuando Bush y Karzai habrán ganado. Desgraciadamente, este momento parece menos probable que se produzca que el primero.

No podemos frenar esta deriva y darle la vuelta sin una política más firme hacia Pakistán. Lo digo con una inquietud extraordinaria. Posiblemente el presidente Musharraf sea, por sus muchos defectos, la peor persona para gobernar este país, pero puede que quien le sustituya, sea quien sea, le haga bueno. Aun así, es necesario que le apretemos las clavijas algo más de lo que lo hemos hecho.

Las cosas han alcanzado tal punto que ha estado totalmente justificado que el embajador norteamericano en Islamabad, Ryan Crocker, declarara este mes que se debería autorizar a los ex primeros ministros exiliados Benazir Bhutto y Nawaz Sharif a que regresaran y se presentaran candidatos contra Musharraf. Por corruptos que fueran, necesitamos capacidad de influencia.

Al final, la batalla por Afganistán se ganará en los pueblos y se aplicarán las reglas de la contrainsurrección que han resistido el paso del tiempo. Los dos objetivos más importantes serán en este caso otorgarles una participación en los resultados mediante subvenciones y proyectos de desarrollo y proporcionarles seguridad mediante la presencia de soldados de la coalición mezclados con unidades del ejército afgano. Las patrullas periódicas no resultan. Si vives y duermes junto a la gente, la gente se inclina a confiar en ti. No se gana esta clase de guerras operando a partir de grandes bases cercanas a la capital.

Por último, si bien es posible que la democracia sea una abstracción en las zonas rurales de Afganistán, puede ser una poderosa arma psicológica si se vende con el lenguaje de los alicientes que ofrece en el terreno práctico. Con nuestra ayuda, los representantes del presidente Karzai en el medio rural deben articular una estrategia de esperanza y desarrollo y contrastarla con la de un conflicto interminable, que es todo lo que en última instancia están en condiciones de ofrecer los talibán.