Silencios que matan

Como persona que nació en un país (Irán) donde la igualdad de género está aún por llegar, como profesional que he acompañado a numerosas víctimas de flagrantes injusticias por razón de sexo, y como madre de dos jóvenes nacidos en plena era de cambios, no puedo sino mirar con curiosidad y esperanza los últimos acontecimientos sociales desatados por el movimiento #MeToo.

Pocas veces en la crónica de la humanidad tantas voces se han alzado al unísono con un objetivo común. En el futuro los historiadores estudiarán el fenómeno de la equiparación de las condiciones de ambos sexos de nuestra especie como una mutación crucial en la historia de la evolución.

El aspecto más emocionante de este cambio ha sido la ruptura del silencio por parte de las masas. Jóvenes y mayores, políticos y ciudadanos de a pie, gentes de derechas o de izquierdas, creyentes y ateos, incluso en un país como el mío, claman justicia de género por igual. A todos nos han conmovido esas imágenes, dando la vuelta al mundo, de mujeres que, jugándose la vida en países con regímenes represores, se han rebelado en las calles, pañuelo en mano y no en la cabeza, contra las condiciones de dominio y opresión a las que son sometidas. Los medios y las redes sociales les han dado voz y visibilidad a todas ellas. El cambio de paradigma reside en el surgimiento de la oscuridad de tal lacra.

Pero, sin lugar a ninguna duda, el verdadero novum del momento al que asistimos reside en la participación de los propios hombres en toda esta transfiguración, por cuanto una importante parte de los demandados están personándose ahora como los propios demandantes de la exigencia. Están, poco a poco, entendiendo que no es tan solo una cuestión de equidad, sino de coherencia: en la medida en que se impida a sus congéneres femeninos realizar sus máximas aspiraciones, en esa misma medida ellos serán incapaces de alcanzar las mayores cotas de progreso que podrían ser suyas. En el pasado el mundo se ha regido por la fuerza, pero el equilibrio está alterándose; la nueva época va a ser menos masculina y más impregnada de ideales femeninos; o será una época en la que los elementos masculinos y femeninos de la civilización se equilibrarán.

Los psicólogos que atendemos a las víctimas de acosos y abusos conocemos bien la importancia de hacer público y dar a conocer el agravio como parte del tratamiento y la reparación. Está estudiado que la principal raíz del trauma de una víctima de humillación reside en haber quedado esta escondida y silenciada, por miedo o vergüenza. La perpetuación de los actos de los maltratadores y los acosadores está vinculada al silencio, por cuanto se trata de perfiles rígidos e intolerantes a cualquier tipo de discrepancia, quienes para poder aliviar su malestar interior necesitan del ejercicio de un poder autoritario. Personas lúcidas e inteligentes, en su mayor parte, que poseen plena consciencia de sus actos y son conocedoras de los móviles más profundos que les anima.

Las intenciones malas no son tan difíciles de distinguir de las buenas. Prueba explícita de la mala fe, malicia, hostilidad, celos y envidia implicados es que todos los acosadores, con posibilidad de hacerlo, tratan de comprar o forzar el silencio de sus víctimas. A menudo escucho que se trata de “enfermos”. Si por enfermos nos referimos a las personas diagnosticadas de algún tipo de trastorno mental, tengo que decir que he tenido ocasión de conocer a cientos de ellas, cada una con sus peculiaridades y rasgos. Pero no cuento entre estos la maldad. El acosador y maltratador es una persona con grandes lagunas en su carácter; nada más pero nada menos. La incapacidad de desarrollar virtudes como la empatía, la seguridad en sí mismo, la confianza en los demás o la tolerancia son solo algunas de sus asignaturas pendientes. No es un cuadro clínico sino el resultado de la impunidad de unos actos que deben inexorablemente acarrear consecuencias para convertirse en una vara objetiva de medir.

La gran novedad surgida en el último año es, justamente, eso: la más eficaz de las consecuencias posibles; la condena y ruptura del silencio por parte del conjunto de la sociedad en defensa de generaciones de maltratadas, acosadas, humilladas, violadas y abusadas. Todos han comprendido que en este asunto también rige la célebre máxima de que “quien calla, otorga”. Otorga su silencio al dominador y, por consiguiente, sutilmente lo apoya. Contribuir al mantenimiento del daño merece el mismo rechazo que el propio agravio. De igual modo, apoyar a responsables, líderes y gobernantes machistas o misóginos no es ajeno a dicho principio. Antes al contrario, es una forma perversa de prolongar e inmortalizar la desigualdad, la sumisión y la tiranía. En palabras de Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz en 1986: “Debemos siempre tomar partido. La neutralidad ayuda al opresor, nunca a la víctima. El silencio alienta al atormentador, nunca al atormentado”.

Rosa Rabbani es terapeuta, doctora en psicología social y premio Equidad de Género de la Generalitat de Catalunya.

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