El príncipe de Gales visita oficialmente España esta semana. ¿Cómo ven los británicos el país que encontrará? ¿Hasta qué punto se ha transformado la imagen de España en el imaginario colectivo de Reino Unido en los últimos años? La mayoría de los ciudadanos británicos nos ven con una simpatía mayor de lo que nosotros solemos pensar. La palabra puede sorprender, pero es la justa. Nos ven con la misma simpatía que se siente por un compañero de escuela con el que uno se peleó a menudo y con el que, al reencontrarse al cabo de los años, superadas las viejas rivalidades, descubre que tiene mucho en común, un amigo que no plantea problemas y con el que siempre se puede pasar un rato agradable charlando y bromeando.
El británico medio es un hombre bien informado. Vive con la mente abierta al mundo y dispone de unos medios de comunicación de altísima calidad. Sabe que entre nuestros dos países hay cientos de vuelos diarios -hay días que puede haber más de 700- y que cada año visitan España 14 o 15 millones de británicos en busca de cielos despejados, alegría de vivir y hospitalidad a precios razonables. Pero ya no nos ve únicamente como un proveedor de sun and fun, de sol y diversión, como un país con el que se pueden intercambiar turistas por inmigrantes, o en el que se pueden instalar cientos de miles de jubilados a pasar plácidamente la mayor parte del año y en el que se pueden reclutar futbolistas tan queridos como Cesc Fábregas o Fernando Torres.
Nos ve también como un país que ha sabido coger el paso de la globalización, capaz de aprovechar -como las aprovechan ellos, magistralmente por cierto- las ventajas de contar con una lengua verdaderamente internacional, con empresas punteras en sectores que nada tienen que ver con el turismo o la exportación de productos básicos. Con uno de los primeros bancos del mundo, el Santander, cuyo nombre, visible hoy en tantas calles de Reino Unido, es la viva imagen de la seriedad y de la solvencia. Con un gigante de las comunicaciones como Telefónica que, sin ninguna ostentación, tiene a través del sello O2 la primera posición en la telefonía móvil en Reino Unido. Con una empresa como Ferrovial, que acabará demostrando que es capaz de hacer funcionar con eficacia este aeropuerto inmanejable que es desde hace muchos años Heathrow, el mayor de Europa por número de pasajeros. Con una eléctrica como Iberdrola que ha tenido la sagacidad de integrar a Scottish Power sin que deje de ser, a todos los efectos, una de las primeras empresas escocesas. Con una línea aérea de bandera como Iberia que se está fusionando en pie de igualdad con British Airways con la ambición de convertirse en una de las mayores aerolíneas del mundo.
Contra lo que algunos piensan en España, los ciudadanos británicos no nos tienen inquina por este desembarco masivo de grandes empresas españolas. Saben que el precio a pagar para que Londres continúe siendo uno de los primeros centros económicos del mundo es abrirse a las inversiones extranjeras, convertirse en una especie de Wimbledon de las finanzas y los servicios -no importa quién gane, lo importante es que el partido se juegue en suelo británico-, y las empresas españolas son tan bienvenidas como las de cualquier otra parte. Este desembarco les produce -eso sí- curiosidad y asombro, y lo siguen con el espíritu crítico que rara vez les abandona, del que su acerada prensa es siempre un buen ejemplo.
Hace 70 años llegaban a Reino Unido exiliados españoles. Hace 50, inmigrantes. Hoy España es un socio de la Unión Europea -a la que el ciudadano británico no entiende por qué tenemos tanta devoción- y un aliado en la OTAN, y los españoles que se instalan en Reino Unido son jóvenes profesionales que se abren camino codo a codo con jóvenes de muchas otras nacionalidades. Algunos fueron a estudiar, atraídos por el rigor y la solvencia de las universidades británicas, y se quedaron. Otros llegaron después, en busca de su primer empleo, o de mayores posibilidades de promoción. No pocos son commuters que trabajan de lunes a viernes en la sede británica de empresas multinacionales y que pasan los fines de semana en España. Esta transformación de la colonia española es muy visible en el instituto Cañada Blanch, el colegio español de Londres, otrora centro educativo para hijos de inmigrantes y hoy un instituto bilingüe de creciente calidad.
Al ciudadano británico no se le oculta que tenemos un pasado complicado y problemas económicos graves. Conoce bien la historia europea contemporánea, incluido el capítulo de la Guerra Civil española, al que insignes historiadores británicos como Hugh Thomas, Paul Preston y Antony Beevor han dedicado libros imprescindibles, y sigue de cerca la marcha de la economía en los países de más peso del continente, de modo que sabe que tenemos más de cuatro millones de parados y se pregunta cómo es posible que no se rompa la convivencia. Pero admira la sensatez con la que hemos dejado atrás nuestras divisiones seculares y la entereza y determinación con que estamos aguantando los estragos de la crisis y adoptando medidas para atajarla.
Los ciudadanos británicos no ignoran que las viviendas que poseen algunos de sus compatriotas en zonas turísticas españolas están sometidas, por problemas burocráticos incomprensibles o por haber sido construidas ilegalmente por promotores con pocos escrúpulos, a la posibilidad, ciertamente remota, de una demolición. Pero saben que los que se encuentran en esta lamentable situación, en la que se hallan también ciudadanos españoles y de otras nacionalidades, son relativamente pocos y confían en que todo acabe bien y pronto.
Tampoco ignoran que Gibraltar sigue constituyendo un punto de fricción permanente entre nuestros dos países. Pero el Peñón raramente es noticia en Reino Unido, por lo que presumen -erróneamente- que tampoco debe de serlo con demasiada frecuencia en España.
El ciudadano británico dedica a los grandes deportistas una parte de la admiración que en otros países -Francia, por ejemplo- se consagra a los artistas e intelectuales. No cree que la excelencia en el deporte sea inferior en mérito a la del arte o la ciencia, y ve a los que la alcanzan como personas que se han ganado el reconocimiento social gracias a su disciplina y espíritu de sacrificio. Y España, con La Roja, con el Barça, el Real Madrid, Rafa Nadal, Fernando Alonso y muchos otros deportistas cuyas proezas son conocidas en todos los hogares británicos, es admirada hoy como una superpotencia deportiva indiscutible.
Al ciudadano británico le atrae nuestra enorme capacidad de sorprender, una capacidad que se manifiesta por igual en las películas de Pedro Almodóvar, aplaudidas aquí tanto o más que en cualquier otro lugar de Europa, y en el consenso para la reforma del sistema de pensiones, en la creatividad de Ferrán Adrià y Juan María Arzak y en la legión de pequeñas y medianas empresas que hoy se están abriendo paso en los mercados mundiales, en la pujanza de imperios de la moda como Zara o Mango y en un sentido del humor que no es tan fino como el suyo pero que, a cambio, es siempre alegre e imprevisible, en la calidad de nuestros vinos y en los flamantes trenes de alta velocidad que hoy surcan la Península.
Los viejos clichés no han desaparecido: se han transformado. Los ciudadanos británicos siguen viendo España como un país simpático en el que el sol raramente deja de lucir. Pero nos ven también como un país serio, en el que se puede confiar.
Por Carles Casajuana.