¿Simples beneficios o grandes palabras?

Uno. Tengo por principio una prevención ya casi instintiva hacia los argumentos que se encarnizan con especial vehemencia y delectación en lanzar su cólera contra todo lo que es gratuito o se alcanza sin especial esfuerzo, porque en ellos se detecta a menudo la subrepticia mendacidad que consiste en suponer que el mero sufrimiento santifica a las cosas obtenidas por medio de él y a las personas que lo padecen, confiriendo valor a lo que de por sí no lo tiene y virtud a quien carece de ella. Hay muchas cosas buenas que, por desgracia, no pueden obtenerse sin esfuerzo, pero no es el esfuerzo lo que las hace buenas, del mismo modo que quien ha sufrido muchísimo preparando un examen de piano no merece por ello una nota más alta que quien lo ha preparado igualmente pero disfrutando de lo lindo. Así pues, a pesar del mezquino axioma de Gracián ("lo que no cuesta, no vale"), el que algo -por ejemplo, la descarga de un archivo en Internet- sea gratuito (en el caso de que en verdad lo sea) no hace de ello un hecho intrínsecamente malo ni de quien lo practica un monstruo moral. Así que, aunque sea gratis, les recomiendo que vean en Internet el cortometraje de Jordi Pereiras La máquina de copiar jamones, para eliminar algunos prejuicios innecesarios.

Dos. Obviamente, tampoco es cierto que porque algo sea tecnológicamente viable haya de convertirse de inmediato en moralmente recomendable, legalmente aceptable, culturalmente valioso o políticamente progresista. En este punto, los poderes públicos de nuestro país (independientemente de su sesgo ideológico) se encuentran presos en una paradoja. Durante años, han aceptado y difundido entusiásticamente el evangelio de que las nuevas tecnologías de la comunicación por sí mismas nos harían más libres, más sabios, más democráticos y más creativos, ya fuera porque de buena fe creían en semejante papanatismo (aunque solo hay que pensar un poco para comprender que la tecnología no es más que un instrumento, y que por sí sola no le basta a nadie para aprender física de partículas, hacer buenas películas o ejercer una opinión pública cualificada), porque querían buscar simpatías electorales en la franja social de los internautas o porque querían impulsar el desarrollo de las empresas informáticas.

El caso es que, no solo de palabra, sino de obra y de inversión de dineros públicos, se identificó la extensión del ADSL con el progreso del conocimiento y de la libertad, sin preguntarse para nada por el uso efectivo que los consumidores hacían de tal instrumento, que por supuesto es perfectamente compatible con la maldad, la estupidez, la trivialidad y la procacidad. Y aún quedan huellas de este discurso en un reciente artículo de la actual ministra de Cultura (El adversario es otro, EL PAÍS, 18 de enero de 2011) donde afirma que la Red "es un espacio autónomo de creación, libertad y democracia". Pero es la propia González Sinde la que, en el mismo artículo, se ve obligada a reconocer y a enunciar con una valentía hasta ahora desusada que Internet -tanto por el régimen jurídico de las empresas que dominan su espectro como por la utilización que de ella hacen los usuarios- pertenece esencialmente al ámbito de lo privado, hasta el punto de que alguna de esas empresas dominantes se ha excusado del cumplimiento de sentencias condenatorias amparándose en la "imposibilidad técnica" de acatarlas (una bonita justificación que hasta ahora no estaba al alcance de los ciudadanos privados de a pie), o de que el Estado se ha mostrado hasta hoy incapaz de extender la protección jurídica de las comunicaciones postales o telefónicas al conjunto de la Red.

Y si bien hay que celebrar que, aunque sea con retraso, los poderes públicos reconozcan ahora la falsedad de aquel evangelio que antes jalearon (y cuyo jaleo forma parte del bullicio que ahora tanto lamentan porque entorpece sus iniciativas parlamentarias), su legitimidad para intervenir en el terreno de lo privado depende de que todos tengamos claro que lo hacen en defensa del interés público. Y es en este último punto en el que se acusa una evidente falta de legitimación de las estrategias políticas hasta ahora desplegadas o, dicho de otra manera, en donde se ha extendido la sospecha de que se trata de defender ciertos intereses privados, sospecha que de no disiparse no dejará de ensombrecer esas iniciativas.

Tres. En aras de esta claridad convendría despejar el carácter al menos parcialmente demagógico de los discursos que justifican la restricción de las descargas en Internet apelando al interés superior del Arte, de la Cultura o de la Inteligencia. Pues el mismo papanatismo afecta a quienes esperan que la tecnología en cuanto tal nos haga ricos que a quienes temen que nos haga pobres. Puede que Cervantes escribiera la segunda parte del Quijote para combatir la piratería literaria, pero el beneficio cultural que ello trajo a nuestras letras no depende de esa intención, sino del contenido de la obra, y hasta ahora ni los defensores ni los detractores de las dichosas descargas han dado prueba de que aquello que defienden nos haya traído una tercera parte del Quijote que suponga un incremento culturalmente sensible. Porque no fueron las descargas en la Red sino una vez más los poderes públicos -y una vez más en obscena connivencia con los privados- quienes, precisamente cuando triunfaba el neoconservadurismo que reclamaba el adelgazamiento del Estado (y ante todo la supresión de los Ministerios de Cultura), se complacieron en modificar cualitativamente el estatuto de los bienes culturales (cuyo valor se consideraba hasta ese momento relativamente exento de la lógica mercantil), tendiendo a considerar la cultura como un área de negocios exactamente igual que cualquier otra, exaltando por ejemplo el "valor económico del español" como lengua instrumental (con el consiguiente detrimento académico y social de la literatura), y propiciando la reducción del sector editorial a las técnicas de gestión empresarial y de marketing.

Y esta progresiva reducción del ámbito de la cultura al de los negocios, que ha hurtado a los productores de cultura y de conocimiento los medios para evaluar autónomamente sus producciones al margen del mercado, es la que ha terminado por reducir la polémica -ahora exacerbada por el tema de las descargas- a la sola cuestión del negocio (editorial, cinematográfico o discográfico), que es la única que se discute hoy en este campo, en donde bajo las grandes palabras como el Libro, el Cine o la Cultura, de lo que se trata básicamente es de los márgenes de beneficio. Pero no hacía falta ningún cibergurú de las finanzas para decirnos que la cultura no es un buen negocio (o, más exactamente, que no puede ser únicamente un negocio, que su lógica no se reduce a la de la producción de mercancías o a las cotizaciones bursátiles, y que no por ello equivale al despilfarro), pues esa fue precisamente la razón por la cual se crearon los Ministerios de Cultura.

Cuatro. Claro que, allí donde la cultura cambia de estatuto para convertirse en negocio, no es extraño que también los ministerios del ramo tiendan a trastocar su función por la de garantes de esa conversión y, en definitiva, por la de garantes del negocio, que vienen hoy -precisamente cuando las arcas del Estado no están para invertir en cultura porque tienen otras prioridades- a declarar abiertamente que la cultura que no sea negocio no podrá sobrevivir. Es seguro que quienes así nos exhortan tienen toda la razón, como la tienen quienes nos aseguran que hemos de sacrificar las pensiones, los servicios públicos o las universidades para evitar la quiebra. Pero no pueden esperar que, manteniendo ese discurso, puedan conservar la legitimidad suficiente para hablar, actuar y legislar en el nombre de la cultura, del conocimiento o de la libertad, ni mucho menos convencernos de que las descargas en Internet son la causa de que tales cosas estén amenazadas. Mucho me temo que tendrán que ir acostumbrándose a este ruido, que emana de un malestar del cual sus políticas (o su falta de ellas) son una de las principales causas.

Por José Luis Pardo, filósofo.

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