Simples retoques en el Tratado de Lisboa

Los acontecimientos del pasado 18 de octubre no llamaron especialmente la atención del público, que prestó poco interés al acuerdo logrado en Lisboa, en el seno del Consejo Europeo, con la aprobación de un nuevo tratado institucional.

Y, sin embargo, a muchos europeos, molestos por el rechazo al Tratado Constitucional del funesto referéndum de franceses y holandeses, les gustaría entender el desarrollo de los acontecimientos. Intentaré responder a la pregunta que se formulan: ¿En qué difiere el Tratado de Lisboa del proyecto de Tratado Constitucional?

La diferencia estriba más en el método que en el contenido. El Tratado Constitucional procedía de una voluntad política expresada en la declaración de Laeken, aprobada por unanimidad por los miembros del Consejo Europeo. Se trataba, entonces, de simplificar las instituciones europeas, que se habían tornado ineficaces a causa de las últimas ampliaciones, al tiempo que se insuflaba una mayor democracia y transparencia a la Unión Europea, mientras se abría «la vía hacia una Constitución para los ciudadanos europeos».

Este objetivo se reflejaba en la composición de la Convención, que agrupaba a representantes del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales, de los gobiernos de los Estados miembros y de la Comisión Europea. Y, sobre todo, sus debates eran públicos y todos los textos se publicaban inmediatamente en internet. De ahí que todo el mundo pudiese sopesar los pros y los contras. El proyecto de Tratado Constitucional era un texto nuevo, inspirado en la voluntad política, que sustituía a todos los tratados anteriores.

En el caso del Tratado de Lisboa, el procedimiento ha sido bien diferente. Fueron los juristas del Consejo los que se encargaron de redactar el texto. Y lo hicieron con precisión y competencia, respetando el mandato que les había sido conferido por el Consejo Europeo del pasado día 22 de junio. De hecho, los juristas retomaron la vía clásica seguida por las instituciones de la UE, que consiste en modificar los tratados anteriores a través de enmiendas. De ahí que el Tratado de Lisboa se sitúe exactamente en la misma línea de los tratados de Amsterdam y de Niza, ignorados por el gran público.

Los juristas del Consejo no propusieron innovaciones. Partieron del texto del Tratado Constitucional, cuyos elementos subrayaron uno a uno, remitiéndolos a través de las enmiendas a los dos tratados existentes: el de Roma (1957) y el de Maastricht (1992).

Así pues, el Tratado de Lisboa se presenta como un catálogo de enmiendas a los tratados anteriores. Es, por otra parte, un tratado ilegible para los ciudadanos, que tienen que remitirse constantemente a los tratados de Roma y de Maastricht, a los que se aplican las citadas enmiendas. Esto en cuanto a la forma.

Por lo que se refiere al fondo, el resultado es que las propuestas institucionales del Tratado Cconstitucional -las únicas que contaban para los miembros de la Convención- se encuentran íntegras en el Tratado de Lisboa, aunque en un orden diferente y repartidas por los tratados anteriores.

Me contentaré con señalar dos ejemplos. El primero es el de la designación de un presidente estable de la Unión Europea, uno de los aspectos más prometedores del proyecto. Tal designación figuraba en el Tratado constitucional en el apartado de las instituciones y de los órganos de la Unión. El artículo 22 indicaba: «El Consejo Europeo elige a su presidente por mayoría cualificada para una duración de dos años y medio, renovable una vez». Y el artículo proseguía describiendo el papel de dicho presidente.

Si buscamos esta disposición en el Tratado de Lisboa, la encontramos en la enmienda 16 al Título III del Tratado de Maastricht, en el artículo 9B añadido y titulado El Consejo Europeo y su presidente. El párrafo cinco reza así: «El Consejo europeo elige a su presidente por mayoría cualificada para una duración de dos años y medio, renovable una vez». Y el párrafo continúa describiendo el papel del presidente.

El otro ejemplo hace referencia al papel y elección del Parlamento Europeo. El artículo 9A del Tratado de Lisboa reproduce literalmente el artículo 20 del proyecto de Tratado Constitucional.

La conclusión fluye por sí sola. En el Tratado de Lisboa, redactado exclusivamente a partir del Tratado Constitucional, las herramientas son exactamente las mismas. Sólo cambia el orden y la colocación de las herramientas en la caja. Por otra parte, la caja misma se volvió a decorar, utilizando un antiguo modelo que consta de tres cajones, en los que hay que hurgar para encontrar lo que se está buscando.

Sin embargo, hay algunas diferencias. Tres de ellas merecen ser subrayadas. En primer lugar, la palabra Constitución y el adjetivo constitucional están excluidos del texto, como si fuesen palabras que describiesen realidades inconfesables. Y eso que la categoría había sido introducida por los propios gobiernos en la declaración de Laeken (aprobada, en aquel entonces, por Tony Blair y por Jacques Chirac).

Es cierto que la inscripción en el Tratado Constitucional de la parte 3, en la que se describen las políticas de la Unión, no tenía razón de ser. Porque se podía pensar que se trataba de dotarlas de un valor constitucional, cuando el objetivo era solamente reunir todos los tratados en uno solo.

También se suprimen en el Tratado de Lisboa la mención a los símbolos de la Unión: la bandera europea, que luce en todas partes, y el himno europeo que se tomó prestado de una composición de Beethoven.

A pesar de ser ridículas y destinadas a que no puedan aplicarse, estas decisiones son menos insignificantes de lo que pueden parecer a primera vista. Porque tratan de eliminar cualquier indicación tendente a evocar la posibilidad de que Europa se dote, algún día, de una estructura política. Se trata de un signo importante de la involución de la ambición política europea.

Por lo que se refiere a las respuestas dadas a las demandas formuladas en Francia por ciertos adversarios del Tratado Constitucional, hay que constatar que se han quedado en muestras de cortesía más que en modificaciones reales y substanciales. Así, la expresión «competencia libre y no falseada», que figuraba en el artículo 2 del proyecto se retiró a petición del presidente Sarkozy, pero es retomada a instancias de los británicos, en un protocolo anexo al Tratado, que estipula que «el mercado interior, tal y como es definido en el artículo 3 del Tratado, comprende un sistema que garantiza que la competencia no sea falseada».

Y lo mismo sucede con el principio de la superioridad del Derecho comunitario sobre el Derecho nacional. También ocurre lo mismo con una declaración de intenciones loable pero sin contenido concreto sobre los servicios de interés económico general, cuyo texto de referencia sigue inalterado en el Tratado. En cambio, Francia va a poder aumentar en más de un tercio sus derechos de voto en el Consejo, gracias a la doble mayoría introducida por el proyecto de Tratado Constitucional.

Por último, son mucho más importantes las concesiones hechas a los ingleses. La carta de los derechos fundamentales -una especie de versión mejorada y actualizada de la Carta de los Derechos Humanos- se retiró del proyecto y formará parte de un texto separado, lo que permitirá a Gran Bretaña no sentirse vinculada por ella. Y en el ámbito de la armonización y de la cooperación judiciales, a Gran Bretaña se le reconocen derechos múltiples de salida y de vuelta al sistema.

En definitiva, tras haber conseguido debilitar las propuestas tendentes a reforzar la integración europea (como su rechazo al apartado del ministro de Asuntos Exteriores de la UE), el Reino Unido se coloca en una situación privilegiada en relación con las disposiciones que no le agradan.

Se constata, pues, como vengo diciendo, que el texto de los artículos del Tratado Constitucional permanece prácticamente inalterado, pero que se encuentra disperso en forma de enmiendas a los Tratados anteriores, a su vez revisados. Y no se trata de simplificaciones por nuestra parte. Basta consultar el índice de materias de los tres tratados para comprobarlo. ¿Qué se pretende con esta sutil maniobra? En primer lugar y ante todo, sortear la obligación del recurso al referéndum, gracias a la dispersión de los artículos y a la renuncia al vocabulario constitucional.

Pero, al mismo tiempo, se trata de una forma hábil de retomar el timón por parte de las instituciones de Bruselas, tras las injerencias de los parlamentarios y de los políticos, plasmadas, a su juicio, en los trabajos de la Convención europea. Las instituciones de Bruselas imponen, de esta forma, el retorno al lenguaje que ellas dominan, a los procedimientos que controlan y, por esta vía, dan un paso más que les aleja de los ciudadanos.

La fase siguiente será la de las ratificaciones. Una fase que no debería toparse con grandes dificultades -excepto en Gran Bretaña, donde un referéndum se saldaría claramente en el triunfo del no-, porque la complicación del texto y el abandono que hace de las grandes ambiciones son suficientes para suavizar sus contornos más difíciles de aceptar.

Pero abramos la caja de herramientas y miremos dentro. Las herramientas están ahí, tal y como las había colocado cuidadosamente la Convención europea. Herramientas innovadoras y con futuro: el presidente estable, la Comisión reducida, el Parlamento con capacidad de legislar, el ministro de Asuntos Exteriores, la toma de decisiones por mayoría doble (de los Estados y de los ciudadanos), y la Carta de los Derechos Humanos más avanzada de nuestro planeta.

El día en que las mujeres y los hombres, animados por grandes ambiciones hacia Europa, decidan utilizarlas, podrán avivar, bajo las cenizas que las recubren hoy, el sueño ardiente de una Europa unida.

Valéry Giscard d'Estaing, político. Fue presidente de la República Francesa entre 1974 y 1981 y presidente de la Convención Europea que elaboró el proyecto de Constitución.