Simplificando a Bolívar

A mediados de diciembre, en La Habana, los presidentes Hugo Chávez, Raúl Castro, Evo Morales y Daniel Ortega llamaron, en nombre de toda la América Latina y el Caribe, a una cruzada contra el imperio. La alianza que sus gobiernos integran, la Alternativa Bolivariana de Nuestra América (ALBA), reúne, sin embargo, sólo 8 de los 33 países que conforman la región. Tres suramericanos (Venezuela, Bolivia y Ecuador), cuatro caribeños (Cuba, Dominica, Antigua y Barbuda y San Vicente y Granaditas) y uno centroamericano (Nicaragua). El nuevo Gobierno electo de Porfirio Lobo, en Honduras, cualquiera que sea su desenlace, no ratificará la pertenencia de ese país al ALBA, ya que este organismo no reconoce su legitimidad.

De modo que 25 países latinoamericanos y caribeños -tres cuartas partes del subcontinente- no se inscriben en la misma estrategia geopolítica formulada en La Habana ni comparten la misma profecía del choque entre las dos Américas. Los gobernantes "bolivarianos" no pueden aceptar el carácter local y limitado de su alianza, como sí lo hacen, por ejemplo, los líderes de Mercosur, el Grupo de Río o el TLCAN, y hacen pasar una parte -esos ocho gobiernos- por el todo: "los pueblos de Nuestra América". Esa pretensión de continentalidad está determinada por el hecho de que algunos de esos gobiernos -ni siquiera los ocho- rechazan la perspectiva interamericana de la mayoría regional y apuestan por la tensión con Estados Unidos.

Entre las múltiples formas de equilibrar la hegemonía hemisférica de Washington que existen, esos pocos gobiernos han optado por la vieja retórica antiyanqui y la perpetuación de caudillos en el poder. Chávez, Castro, Morales y Ortega hablaron como si el siglo XX y la Guerra Fría no hubieran concluido, como si la mayoría de sus propios regímenes políticos no fueran democráticos y no estuvieran reconocidos por Estados Unidos, y como si el presidente de ese país no fuera Barack Obama. El espectáculo de la cumbre del ALBA en La Habana fue como un show del socialismo real en el teatro de la postguerra fría.

Ese simulacro de continuidad es propio de líderes que se sentían más cómodos en el pasado que en el presente y que, a la vez, han descubierto las ventajas del conservadurismo de izquierda. Chávez ha heredado de su maestro, Fidel Castro, una idea muy clara sobre la rentabilidad simbólica que posee la condición de víctima de Estados Unidos. Pero a Chávez le cuesta cada vez más trabajo inventar un estado de enemistad con Washington, y su obsesiva construcción de un síndrome de plaza sitiada, similar al cubano, que justifique la mixtura entre democracia y autoritarismo, resulta cada vez más artificial.

A falta de elementos, los gobernantes "bolivarianos" apelan a dos falacias: la del "respaldo" de Washington al golpe de Estado en Honduras y la de la amenaza militar sobre América Latina que representaría la colaboración de Estados Unidos y Colombia en el combate al narcotráfico. Eso que dichos líderes llaman "Estados Unidos", es decir, el Gobierno de Barack Obama, no apoyó la deposición de Manuel Zelaya, aunque ahora demande el reconocimiento del Gobierno electo de Porfirio Lobo. Tampoco el uso de las bases colombianas por parte del Ejército norteamericano responde a una política de agresión militar de Estados Unidos contra Venezuela, Ecuador, Bolivia o Cuba.

La reinvención de la Guerra Fría por el ALBA busca ocultar la existencia de una mayoría interamericana en la región y, a la vez, salvar, por la vía ideológica, las diferencias políticas entre el régimen cubano y el resto de las izquierdas que defienden el "socialismo del siglo XXI". Unirse en la vociferación contra el imperio es la forma más fácil de proyectar una imagen de unidad, políticamente inconcebible, ya que ni en Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua, por no hablar de Dominica, Antigua y Barbuda o San Vicente y Granaditas, gobierna un partido único comunista ni el Estado controla toda la economía, ni son ilegales la oposición y los medios independientes.

La homologación política que presume el ALBA es falsa, como falsa era la homologación propuesta por Bolívar vísperas del Congreso de Panamá. Algunas nuevas repúblicas no estaban dispuestas a aceptar un régimen centralista, con presidencia vitalicia y senado hereditario, como el que impulsaban Bolívar y Sucre en los Andes, aunque todas respaldaran la necesidad de una confederación regional. Es sintomático que los líderes "bolivarianos" no reconozcan abiertamente el legado autoritario de Bolívar (reelección indefinida, control legislativo, censura), y, en cambio, atribuyan al Libertador un nacionalismo antinorteamericano, impensable en un republicano que no buscaba la confrontación, sino el equilibrio de la hegemonía hemisférica, y que llegó a invitar a representantes de Washington a la cumbre de Panamá.

La simplificación de Bolívar propuesta por los gobernantes del ALBA sigue el modelo de la instrumentación del legado intelectual y político de José Martí, aplicado, con éxito, por el totalitarismo cubano en el último medio siglo. Martí es presentado en la propaganda gubernamental de la isla como un nacionalista antiyanqui, cuando, en realidad, al igual que Bolívar, admiraba el régimen republicano, democrático y federalista de Estados Unidos -lo dejó escrito en un elogio de la Constitución de 1787- y no buscaba la enemistad con Washington, sino el respeto a la soberanía de la isla por medio del establecimiento de una república próspera, equitativa y libre.

Algunos gobiernos de esa nueva izquierda llegaron al poder bajo el reclamo de sus sociedades en contra del desinterés que las administraciones neoliberales sentían por la cultura y la historia. La tendencia que ahora se observa, en algunos de ellos, a convertir la cultura en propaganda y la historia en panfleto hace que el péndulo de la crítica se mueva una vez más. Sólo sobre un proyecto de socialización de la ignorancia se pueden crear esas caricaturas de Bolívar, San Martín, Sucre o Martí, que vulgarizan la historia hispanoamericana. Pareciera que, a falta de un sustento ideológico propio, esas izquierdas prefieren manipular la tradición republicana y liberal del siglo XIX a su favor, metamorfoseando a próceres decimonónicos en líderes socialistas.

La diversidad cultural de Hispanoamérica es uno de los argumentos centrales de esos gobiernos de izquierda. Pero, ¿acaso no forman parte de esa diversidad las múltiples corrientes ideológicas que registra la historia intelectual y política de la región en los dos últimos siglos? La retórica de la diversidad cultural que esos gobiernos manejan en el plano doméstico choca con el esencialismo de sus políticas exteriores -una estrategia que, infructuosamente, aspira a dotar el complejo mundo latinoamericano de una sola identidad ideológica, formulada desde las demandas de legitimación de los gobiernos afiliados al ALBA. Por fortuna, Bolívar no fue tan simple ni América Latina es un universo reducible a los caprichos de cuatro o cinco caudillos.

Rafael Rojas, historiador cubano y exiliado en México. Ha ganado el primer Premio de Ensayo Isabel Polanco con Repúblicas de aire.