Sin decencia

El proceso abierto por el magistrado de la Audiencia Nacional Pedro Pablo Ruz contra la dirección de la SGAE encabezada por Teddy Bautista y contra su testaferro Rodríguez Neri, gestor de lo que el juez denomina la trama empresarial parasitaria de la SGAE, saca a la luz los entresijos podridos de uno de los escándalos institucionales más esperpénticos en un país que se cree moderno. Una sociedad privada, sin apenas tutela de una administración que abdicó de sus responsabilidades en este ámbito, se dedica a recaudar para su propio beneficio derechos de autores de los cuales el 90% no tienen ni voz ni voto en ese proceso. La justicia juzgará los delitos de apropiación indebida y administración fraudulenta que se imputan a Teddy Bautista y socios. Pero el auténtico escándalo es la impunidad con la que vienen operando desde hace muchos años bajo el manto protector de gobiernos de todas las tendencias, tildados desde la SGAE como idiotas del Ministerio de Cultura de los que hay que aprovecharse, según grabaciones de la Guardia Civil.

Hay tres procedimientos que considero iniquidades. Primero, la expoliación del derecho individual de los autores a gestionar sus derechos de propiedad intelectual como cada uno quiera, incluido el hacer cesión gratuita de los mismos. Amí nadie me ha consultado nunca como autor si quiero que me represente la SGAE, algo que rechazo por razones éticas, profesionales y políticas. Segundo, la SGAE y sus cresos directivos se financian con lo que obtienen de su monopolio recaudador, por lo que se entremeten en cualquier manifestación cultural o festiva, incluyendo actos privados como bodas y bautizos, así como en cualquier uso de un producto cultural. Despachan sus agentes a invadir la privacidad de ciudadanos y comerciantes en una privatización abusiva de funciones recaudadoras públicas. Tercero, en el entorno de cultura digital el freno que tal fiscalización asfixiante supone para crear y difundir contenidos en la red llevó al disparate de la imposición en 2006 de un canon sobre todo dispositivo que pueda servir de soporte digital a la reproducción de contenidos. Es decir, se presuponía la piratería de cada usuario y se imponía una tasa indiscriminada so pretexto de compensar a los autores. El estudio econométrico del profesor Ferreira, de la Universidad Carlos III, demuestra los enormes costos de esta recaudación indiscriminada (una pérdida para la economía de 51,2 céntimos por cada euro recaudado) y para el consumidor (un 20% de sobreprecio), con un impacto particularmente negativo sobre las industrias de tecnologías de información. En 2006, el comité asesor del ministro de Industria (a la sazón José Montilla) sobre la sociedad de la información, que yo presidía junto con Jesús Banegas, presidente de la patronal electrónica, publicó un dictamen crítico sobre el canon digital. Pese a lo cual el resto del Gobierno cerró filas con la ministra de Cultura y el Parlamento votó la ley unánimemente.

¿De dónde viene ese extaordinario poder del lobby SGAE? En parte, del control sobre artistas y creadores que son prestados a los partidos políticos para amenizar sus aburridos mítines electorales a ver si la gente se anima. Y para convencer a los jóvenes de la bondad de los partidos aprovechando su celebridad. Pero también se debe a la eficacia de un pequeño grupo de profesionales de la influencia política, muy bien organizado y con una estrategia diseñada para ocupar el espacio cultural del país con las ministras de Cultura como sus valedoras en el Gobierno.

Así fue como la ministra González Sinde superó todas las cotas de sus antecesores como paladina de los derechos de autor versión SGAE. Incluso fue más lejos, encabezando la ofensiva para mezclar la protección de la propiedad intelectual en internet con la censura directa de contenidos en internet, amenazando a proveedores de servicios y intimidando a internautas. La amalgama entre la llamada ley Sinde y las posibles fechorías de la SGAE no es mía sino resultado del apoyo mutuo entre la ministra y el lobby en todos los frentes. En su comparecencia ante el Parlamento la ministra argumentará que no tiene competencias directas en la regulación de la SGAE. Lo cual no es cierto, porque el art. 159 de la Ley de Propiedad Intelectual permite al Gobierno vigilar las entidades de gestión de los derechos, cesando su actividad en caso de irregularidad, como ha argumentado el experto jurídico Carlos Sánchez Almeida.

Los abusos y prepotencia de la SGAE han provocado tal indignación entre la comunidad internauta, las empresas electrónicas y los defensores de la libertad de creación y comunicación digital que tribunales europeos y españoles han ido dando la razón a las querellas presentadas contra la alianza entre SGAE y Ministerio de Cultura, alianza bendecida por Zapatero y sólo recientemente criticada por el PP por oportunismo electoral. Y así fueron cayendo los bastiones del monopolio gremial en la administración de la cultura que encerraba la extraordinaria potencialidad de creación en un mundo digital entre las rejas de sórdidos recaudadores de sombrero y gabardina. La ley Sinde tuvo que ser rectificada ante el aluvión de críticas, la SGAE se convirtió en el imperio del mal para la mayoría de jóvenes, las manipulaciones y posibles desfalcos de sus gestores han ido quedando al descubierto y han acabado en los tribunales, mientras el maltrecho Gobierno socialista repliega velas y proyecta anular el inicuo canon, herido de muerte desde la sentencia Padowan de la Audiencia de Barcelona.

Bien haría Rubalcaba, en su inteligente contraofensiva destinada a reconectar a su partido con una sociedad civil indignada, en sugerir al presidente prescindir de una incompetente ministra cuya arrogancia proviene de su alianza con el omnipotente Teddy. La SGAE y sus acólitos aún patalearán porque un chollo así es único. Incluso podrían ofrecerle la cabeza de Bautista a la Salomé de turno. Pero este cuento se ha acabado. Y, por tanto, se plantea el construir un régimen de propiedad intelectual adaptado a la cultura digital y regulado por una administración pública liberada de lobbies sin decencia.

Manuel Castells

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