Sin el menor sentido peyorativo

Hay palabras que se utilizan para insultar y palabras que se usan para definir. También las hay que sirven para ambas cosas. A estas, cuando lo que se pretende es insultar, se les suele añadir una muletilla, en la más exacta acepción del término, consistente en la advertencia de que deben ser entendidas en su sentido más peyorativo.

En algunas otras ocasiones, dado el contexto, es suficiente con la afirmación escueta; en este segundo caso, por ejemplo, cuando a la señora Díez le preguntan qué le parece el señor Rajoy, responde: «Es gallego». En el primero, propuesto más arriba, recuérdese la respuesta de la misma señora, al ser interrogada sobre el presidente Zapatero: «Es gallego en el sentido más peyorativo del término». Con dudas en el primer caso, pero sin ninguna en el segundo, lo que ha pretendido esta dama ha sido insultar. A mí, dado que soy gallego de nación, se me puede definir así. Sé que es cierto. Soy gallego. Es un hecho. Pero en el caso de que la señora Díez se refiriese a mí tendría que preguntarle: ¿pasa algo? En el de la generalidad de la gente, no. Bastaría con la constatación del hecho y con que, acto seguido, cada quien obtuviese las pertinentes o impertinentes deducciones. Unas y otras nos irían calificando a todos.
Sin embargo, si algún mal nacido, por no mentar directamente a la autora de sus días, decidiese añadir a tal definición la coletilla de «dicho sea en su sentido más peyorativo del término», lo primero que me preguntaría, que no lo segundo, habría de ser si, dado su afán de insultar, habría conocido a su padre. Utilizar patronímicos, gentilicios, despreciar a un individuo en razón de su confesión religiosa o de su ideología política, de su condición física y aun mental, («Pujol, enano, habla castellano» ¿recuerdan?) es propio de gente que no necesita, para ser definida en su integridad, que nadie que pretenda calificarla tenga que hacer uso de la muletilla citada.
Describir pormenorizadamente el aspecto físico de la señora Díez, pues el intelectual podría producir cierta impudicia, o intentar lo mismo con la capacidad intelectual del señor Espada, partiendo de su artículo titulado Poco gallego todo, publicado que fue en el diario El Mundo, el pasado día 13, requeriría muy pocos aportes peyorativos, escasas descalificaciones y se diría que muy escuetas definiciones. Ambos los dos, con sus escritos, con sus valoraciones y sus actos, suelen definirse con bastante frecuencia y precisión. No es peyorativo señalar que quien echa mano de término tal para poder insultar, sin correr el riesgo de hacerlo de forma abierta, se califica a sí mismo sin que nadie se sienta obligado a hacerlo. Calificados quedan y, si no es a contento de todos, cada uno puede calificarlos como estime más exacto.
Dicho esto, regresemos al artículo citado. En él, su autor estima que el bilingüismo no es una riqueza. «¡Riqueza! –exclama–. El bilingüismo será una condición con la que una comunidad haya de lidiar. Un dato inexorable de lo real, como los 35 bajo cero de Finlandia (…) un inconveniente humano y un obstáculo de progreso»; es decir, si bien se entiende que la pluralidad y la diversidad son un inconveniente humano y un obstáculo de progreso, mientras que la uniformidad es conveniente y propiciadora de él. Atreviéndome a decirlo sin el sarcasmo de escribir que «el gallego es un castellano mal pronunciado»: ¡manda carallo na Habana!
El bilingüismo, según tan sarcástico ciudadano, es algo que hay que llevar con resignación, tratando de limitar sus efectos pues, al parecer, se trata de un inconveniente humano, obstáculo de progreso, y lo deseable, también al parecer, es disponer todos de un único idioma, de temperatura media, por ejemplo, olvidándonos de que el planeta es lo que es y permite la vida, precisamente, por su diversidad climática; que no podría ser el mismo sin las frías corrientes marinas que bajan de los casquetes polares o las cálidas que ascienden desde el ecuador, diversificando climas y vegetaciones, suscitando diversas formas de vida, diversidad de cultivos y alimentos, haciéndonos a todos únicos y diferentes, al tiempo que complementarios, iguales en nuestra diversidad, distante todo ello de la igualitaria desertización que él proclama; algo así como lo conseguido por la católica corona al uniformizar el interior de España, concediendo privilegios a los nobles propietarios de los inmensos rebaños de ovejas que la llevaron a cabo.

Por ese camino fue por el que se logró agostar un interior, antaño lleno de tantos árboles como para que una ardilla pudiese ir de Gibraltar a los Pirineos, sin tocar el suelo, circulando por territorios en los que diversas culturas producían en sus lenguas respectivas textos como los que nos dejaron Ramon Lull, los poetas de la lírica medieval gallega y el anónimo autor del romance de Mío Cid; es decir, textos escritos en las mismas lenguas que lo han hecho Espriu, Cunqueiro (¿en ese «castellano mal hablado»?, so zote) o el recientemente fallecido Miguel Delibes. Entendido sea sin el menor sentido peyorativo, pero daría la impresión de que, no disfrutándola él, este señor Espada nos pretendiese a todos una condición ovina.

Alfredo Conde, escritor.