Sin esperanza ni miedo

Uno de los juristas españoles más sobresalientes del siglo XX dejó escrito: “El Estado de Derecho es necesariamente un Estado de Justicia, en el sentido explícito de justicia judicial y no en cualquier otro más etéreo o evanescente, frente a la cual el poder público, o más precisamente aún sus ocasionales y justamente porque son ocasionales titulares, no pueden pretender ninguna impunidad”.

Se me ocurre si estas palabras de Eduardo García de Enterría, que, por cierto, fue el primer juez español del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, no habría que tenerlas muy presentes en la víspera del comienzo del juicio oral que se celebrará durante tres meses en el Tribunal Supremo y que tendrá como acusados a quienes, con el antiguo presidente de la Generalitat Carles Puigdemont a la cabeza, de forma irresponsable y con violación de las garantías constitucionales, amenazaron con destruir la unidad de España y hasta la democracia a sabiendas de que, con arreglo al artículo 2 de la Constitución, en España sólo hay una nación que es la española, patria común e indivisible de todos los españoles.

Para empezar, los hechos son claros y han estado a la vista de quien haya querido verlos. Lo que los independentistas acusados pretendieron fue derogar la Constitución y el Estatuto y sustituir una y otro por leyes sediciosas votadas a su manera y hacerlo con violencia. Ahí están los evidentes actos de fuerza, la destrucción de vehículos policiales, la ocupación ilegal de carreteras, la obstaculización de vías férreas, las amenazas e intimidaciones contra personas, partidos y asociaciones rivales. En síntesis: la violación sistemática de la ley para imponer a la ciudadanía, desde la calle y desde las instituciones, una secesión unilateral, ilegal y obligatoria.

Como Enrique Gimbernat, un “hombre de ley” en todos los sentidos, escribió en su tribuna de EL MUNDO del jueves 29 de noviembre de 2018, lo sucedido en Cataluña fue que una trama organizada en su día por el Govern, la presidenta del Parlament y algunos miembros de la mesa de aquél, actuando todos ellos de común acuerdo, promovieron e hicieron posible, malversando fondos públicos, el referéndum ilegal de 1-O, en el que, a pesar de cumplir órdenes judiciales, miembros de la Guardia Civil y de la Policía Nacional fueron repelidos violentamente mediante murallas humanas que se habían formado siguiendo los llamamientos de los brazos civiles del Govern, ANC y Òmnium Cultural, y concluir que “estamos ante un delito de rebelión del artículo 475.5º. del Código Penal, el cual no tipifica como rebelión la declaración de independencia mediante un alzamiento violento y público, sino que basta con que tal alzamiento vaya dirigido al fin de declararla, que es precisamente lo acontecido el 1-O, porque las acciones violentas que ese día se desarrollaron en Cataluña tenían como fin, en efecto, no votar afirmativamente al referéndum por el referéndum mismo, sino declarar la independencia, para lo cual era requisito imprescindible que previamente triunfara en la consulta la opción secesionista (…)”.

O sea, que a quienes piensan que lo ocurrido carece de relevancia penal habría que recordarles que en los meses de septiembre y octubre de 2017, Cataluña vivió una pesadilla y se bordeó el enfrentamiento civil. También que fue el 27 de octubre, después de ese referéndum fraudulento y la declaración unilateral de independencia del Parlamento catalán cuando el Gobierno de España aplicó el artículo 155 de la Constitución que es clónico del artículo 37 de la Constitución alemana o Ley Fundamental para la República Federal de Alemania. Los políticos pueden cambiar las leyes como expresión de la voluntad popular, pero violarla, no. Para ser libres necesitamos ser siervos de la ley o, en palabras de Locke, “donde no hay ley no hay libertad”.

De este juicio, calificado por muchos de “histórico”, hay un particular al que, a renglón seguido, quisiera aplicarme. Me refiero al propósito de algunos, políticos y no políticos, aunque, eso sí, todos independentistas, de convertir las sesiones de la vista oral en una causa contra el tribunal que juzgará los hechos y a sus autores y, de paso o al mismo tiempo, contra el sistema judicial del “Estado español”, al que llaman opresor, incluidas las amenazas y los insultos a los magistrados, como las que sufrió el señor Llarena, instructor del sumario. “Merda de justícia” se ha podido leer en carteles colocados, junto a paladas de estiércol, en las puertas de algunos juzgados de Cataluña. Lo que se busca es un espectáculo parecido a los que organizaban los partidarios de ETA en los alrededores de la Audiencia Nacional, amplificado por movilizaciones que tanto gustan a quienes hacen de la agitación su modo de vida.

Además de este tipo de agresiones y ofensas a la independencia judicial, hay otra vertiente respecto a la cual también es necesario defenderse. Hablo de aquellos medios de comunicación que, a través de sus editoriales, tribunas o columnas, al margen de lo que cabría denominar opinión razonable, llevan algún tiempo y a su manera, ejerciendo presiones sobre el tribunal. No quiero decir con esto que para preservar la paz y sosiego de los jueces haya que abstenerse de opinar o informar de nada que les afecte, sino de la conveniencia de pensar en mecanismos indirectos de protección de la independencia judicial en la faceta del derecho al proceso justo y que en el mundo anglosajón se dispensa merced a la figura del comptempt of court.

Lo escribí en estas mismas páginas hace ahora cosa de un año, cuando comenzaron los primeros ataques en regla contra los magistrados de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo encargados de instruir y enjuiciar el proceso seguido contra los responsables del desafío separatista catalán. Admitamos como buena la crítica. Lo que no se puede aceptar es la feroz repulsa contra los jueces a los que se ha llegado a tachar de fascistas o de ser los verdugos de una España represora. La libertad de expresión figura, por derecho propio, en uno de los primeros lugares de la nómina de elementos que hace no pocos siglos entendemos por sistema democrático. Ahora bien, con la descalificación de los jueces mediante la calumnia o la injuria, aparte de merecer un rechazo de plano, lo único que se pretende es poner a los magistrados en la picota de cierta opinión pública insensata y vociferante.

Convendría saber de una puñetera vez que la independencia judicial y el honor son conceptos que pertenecen, por igual, al patrimonio moral de los jueces y que respetarlos es obligación de todos. Hacer excepciones es propio de una concepción totalitaria de la justicia. Aun así, los magistrados saben que la función de juzgar es pasto propicio para los desahogos de justicieros y que el oficio es una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura.

Nec spe nec metu. Aunque la frase se atribuye a la renacentista Isabella d’Este, marquesa de Mantua, al parecer fue obra de Cicerón. Creo haberla leído por primera vez en un libro sobre el estoicismo y, según me contaron unos jueces londinenses, es la fórmula de juramento preferida por la judicatura inglesa. Spe se puede interpretar no como esperanza, sino como “interés”. Metu, como lo que es. Es decir, que la vida judicial ha de afrontarse sin ambición personal, pero con determinación, sin miedo. Más vale ningún anhelo que ruin afán, y valor que temor, diría yo. El buen juez, no va en pos de nada ni se asusta por nada relacionado con su oficio. He ahí el lema que estoy seguro habrá de presidir el Salón de Plenos del Tribunal Supremo donde el juicio del procés comenzará este martes. Será una prueba de dignidad para estos tiempos difíciles en los que el utilitarismo y la desconfianza todo lo contaminan. Una elocuente divisa incluso para los que han perdido la confianza en nuestra doliente Justicia.

A Kant nada le llenaba tanto su espíritu de admiración como la ley moral dentro de sí mismo. Al servicio de la conciencia y también como prueba de admiración y respeto, he escrito estás líneas que dejo atrás. No tengo costumbre de mentir ni, por tanto, de adular. Lo único que puedo afirmar es que los siete magistrados del Tribunal Supremo –para ser exacto, seis magistrados y una magistrada– llamados a juzgar a los líderes secesionistas acusados, además de su gran experiencia judicial y no menor formación jurídica, reúnen las virtudes cardinales de prudencia, justicia y fortaleza, a las que cabe añadir una cuarta, conocida por templanza. Esto es lo que se llama un sólido temperamento judicial. Por eso son perennes algunas páginas memorables como las que pueden leerse en Las Partidas (P. II, T. 4), cuando hablan de que “jueces quiere decir hombres buenos que son puestos a mandar y hacer Derecho”. O las que escribió Juan Luis Vives en el Templo de las leyes: “Han de ser los jueces personajes graves, intachables, incorruptos, severos, no impresionables por la lisonja, austeros, templados, prudentes, que ni el favor doble ni ningún temor humano intimide”.

En fin. Una vez más, hago mías las palabras de Piero Calamandrei en su obra Elogio de los jueces escrito por un abogado: “Quien tiene fe en la Justicia consigue siempre, aun a despecho de los astrólogos, hacer cambiar el curso de las estrellas”.

Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.

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