Sin ética no hay democracia

La vida institucional de nuestro país parece haberse acostumbrado a una dialéctica schimittiana de amigo/enemigo muy alejada del espíritu de pacto y acuerdo implícito en la dinámica parlamentaria. Junto a eso, sucede ahora lo que comentaba un conocido periodista, diciendo que, para un preocupante número de diputados, la ceremonia en la que se asume el mandato de la Nación no consiste ya en jurar nuestra Constitución, sino, más bien, en abjurar de ella. No debemos permitir que esa lógica inversa, que pretende afirmar un compromiso democrático a la vez que se reniega de las reglas de la democracia, se normalice en la política española; porque si alguna lección deberíamos tener aprendida los demócratas es que los contornos semánticos de la palabra democracia no pueden estirarse y reducirse a conveniencia. Como han advertido hasta la saciedad aquellos que han sufrido en sus carnes la arbitrariedad y la injusticia, dar a cualquier conducta el nombre de democrática equivale, simplemente, a vaciar de contenido semejante adjetivo y a convertirlo en un grotesco comodín.

La Constitución española consagra un modelo de democracia parlamentaria en el que la construcción de mayorías para gobernar permite fórmulas muy variadas, en términos ideológicos y partidistas, para el sustento y la configuración del Poder Ejecutivo. Pero es una obviedad -o al menos debería serlo- que, en la base de esa capacidad para suscribir acuerdos, ha de encontrarse el acuerdo fundamental que representa la propia Constitución; pues es precisamente la aceptación de sus principios la que legitima la acción política de los partidos, y la que les permite guiar las instituciones del Estado en buena ley -una expresión, que, con gran acierto, refiere el Diccionario de la Real Academia Española a aquello que reúne «perfectas condiciones morales o materiales»-. Y, si esas condiciones deben juzgarse a la luz de los valores expresados en el consenso constitucional ¿pueden acaso atribuírseles a partidos que abiertamente descalifican tales valores, que siembran la división entre los españoles, que burlan el Estado de Derecho y que conculcan la idea de una sociedad plural, de ciudadanos libres e iguales?

Vemos, sin embargo, que a esos partidos se les dispensa un tratamiento de socios preferentes, a los que se pretende confiar, sin ningún reparo, la tarea que todo político debería entender como verdadera y propia de su oficio: la de cuidar las libertades y derechos de todos los ciudadanos. La amenaza que esos socios representan para España, para su convivencia y su unidad, no ha merecido nunca, del presidente del Gobierno en -eternas- funciones, ningún cordón sanitario; y, después de todo, tampoco lo ha merecido demasiado aquel partido adversario del Estado de las Autonomías que supuestamente se encuentra en las antípodas de su credo político, pero que siempre puede resultarle útil cuando se trata de dividir y de crispar.

Max Weber distinguió en el ejercicio de la política una ética de la convicción y una ética de la responsabilidad, y cabe preguntarse si Pedro Sánchez ha renunciado a esta última cuando ni siquiera ha respondido a la llamada de Pablo Casado tras las elecciones del 10 de noviembre. Pero aún más debería preocuparnos que para justificar esa renuncia se apelase a la convicción, si es ella la que autoriza a ofrecer un pacto de Gobierno a un partido como Podemos -que llegaría así al Ejecutivo siendo la cuarta fuerza política-, y si la viabilidad de ese pacto depende del visto bueno de Esquerra Republicana. Por otra parte, el mismo Weber se refiere a políticos que no actúan, a fin de cuentas, ni por convicción ni por responsabilidad, sino por móviles mucho más prosaicos: la mera vanidad, en muchos casos.

Lo cierto es que, si Sánchez y el PSOE quisieran demostrar un compromiso auténtico con los valores de nuestra Constitución, no podrían menos que anteponer, a cualquier otro interés, aquella prioridad a la que apelaba en las navidades pasadas Su Majestad el Rey: «Es imprescindible que aseguremos en todo momento nuestra convivencia. Una convivencia que se basa en la consideración y en el respeto a las personas, a las ideas y a los derechos de los demás; que requiere que cuidemos y reforcemos los profundos vínculos que nos unen y que siempre nos deben unir a todos los españoles; que es incompatible con el rencor y el resentimiento, porque estas actitudes forman parte de nuestra peor historia y no debemos permitir que renazcan».

Olvidar esa realidad en nombre de una ambición política, y socavar las bases éticas de nuestro consenso constitucional, es burlar la buena fe de nuestro sistema democrático. España y los españoles merecen, sin ninguna duda, contar pronto con un Gobierno, pero no a cualquier precio: porque no hay nada por lo que deba exponerse nuestro país a la división, a la ruptura y al enfrentamiento; mientras que, en cambio, cualquier esfuerzo se quedará corto para privilegiar un camino por el que podamos orientarnos definitivamente a la estabilidad, al progreso y al fortalecimiento de todos aquellos logros sociales, políticos y económicos que hemos conseguido al amparo de la Constitución.

Ana Pastor Julián es Vicepresidenta Segunda del Congreso de los Diputados.

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