Sin justicia no hay paz

En las protestas raciales desencadenadas en Estados Unidos, uno de los lemas que reflejan la indignación de la población de color que se siente maltratada por las autoridades es «Sin justicia no hay paz». Aquí en España, una petición tan elemental, tan consustancial con el anhelo universal de la Humanidad de vivir en sociedades en las que impere la justicia, no es considerada, ni exigida, ni puesta en práctica si quienes la invocan son las víctimas del terrorismo o la propia sociedad ultrajada por manifiestas injusticias cometidas desde ámbitos políticos y judiciales.

Aquí en España, el planteamiento es exactamente el contrario, si queremos «paz» ha de haber injusticia. Aquí se ha decidido que terminar con el terrorismo implica necesariamente otorgar la más injusta de las impunidades a los causantes de un dolor colectivo inmenso, y hacerlo con subterfugios y mentiras lacerantes, cediendo cobardemente a intolerables exigencias cuya consecuencia es que los asesinos y sus amigos -a los que se ha consentido que ocupen relevantes puestos políticos- se pasean sonrientes y satisfechos por las calles de los pueblos en los que mataron a tantos inocentes.

«Los muertos no pueden llorar pidiendo justicia, es deber de los vivos hacerlo por ellos» es otro de los lemas que portaban en una pancarta los manifestantes que clamaban su rebelión por las calles de Nueva York. Así es. Qué honda verdad, qué carga de profundidad encierran los mensajes que estos días lanzan esos ciudadanos que se reconocen heridos en su dignidad, sometidos a la arbitrariedad, y que se sublevan contra ello. Aquí, en España, hemos reclamado justicia y hemos dado la batalla valientemente contra el terrorismo durante largas décadas de sufrimiento. Lo hemos hecho por ellos, porque era y es nuestro deber honrar su memoria y tomar su testigo. Ahora, sin embargo, nos vemos inermes ante el abandono de las autoridades e instituciones que han optado por una paz injusta, entreguista e indigna que abandona el legado de los héroes de la democracia para que los que tan salvajemente nos han atacado tomen el control político allí donde les interesa y reciban honores y reconocimientos en agradecimiento a las matanzas que cometieron.

«Los vuestros en el hoyo y los nuestros en casa», espetaban en el País Vasco hace menos de un año a las víctimas del terrorismo que homenajeaban a los caídos en los lugares en que fueron asesinados. Ese es el gran final que los poderes fácticos nos han preparado. Y aunque le echen la culpa a Europa, a los jueces o a quien se les ocurra, nosotros sabemos quién no está cumpliendo con el deber de los vivos de dar justicia a los muertos, como tan acertadamente reclaman los negros indignados en EEUU y como la intrínseca necesidad humana de que el bien prevalezca sobre el mal, demanda. En España, para nuestra vergüenza y dolor, han preferido una paz ignominiosa, rastrera y sin justicia.

Ana Velasco Vidal-Abarca es hija de Jesús Velasco, asesinado por ETA en 1980, y de Ana María Vidal-Abarca, fundadora de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT).

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