Sin legalidad no hay libertad

El 9 de mayo decaerá el estado de alarma en España y volveremos al “derecho de la normalidad”. En la lucha contra la pandemia de la covid-19, los poderes públicos no podrán imponer las limitaciones del derecho a la libre circulación y otros conexos (toques de queda, cierres de municipios o provincias enteras, reducción de aforos en oficios religiosos, etc.) que al amparo del decreto de alarma han dispuesto durante los últimos meses. En nuestro ordenamiento constitucional únicamente el Derecho de crisis (estados de alarma, excepción o sitio) permite llevar a cabo ese tipo de restricciones drásticas de la libertad. Y hacerlo además con todas las garantías. El Estado de derecho no se suspende y su lógica y sus principios se proyectan sobre el Derecho de crisis. En el estado de alarma se aprueba una “legislación extraordinaria” (decreto de alarma con rango de ley) que reemplaza a la ordinaria y permite restringir derechos fundamentales. Aunque la aprueba inicialmente el Gobierno, es preceptivo el respaldo del Congreso para prorrogarla más allá de 15 días. Esa legislación debe precisar con la máxima claridad los requisitos y criterios que permiten llevar a cabo las restricciones de derechos. En ese marco, corresponde a las administraciones públicas (central y autonómicas) la ejecución del decreto y al poder judicial velar por su correcta aplicación. Lo que importa subrayar es que en el Derecho de crisis corresponde al Parlamento —a los representantes de los ciudadanos— la indelegable función de aprobar las normas restrictivas de derechos individuales. En el marco del Estado de Derecho, la Administración y el Poder Judicial —sometidos ambos al “imperio de la ley”— están llamados a aplicarlas y a velar por su cumplimiento.

El Gobierno sostiene que el derecho de la normalidad ya contiene instrumentos suficientes para limitar derechos fundamentales y hacer frente a la pandemia. Esos instrumentos serían fundamentalmente la LO 3/86 de medidas especiales en materia de salud pública; y la ley de la jurisdicción contenciosa reformada (inconstitucionalmente, a mi juicio) por la Ley 3/20. Según esa tesis, la LO 3/86 aunque solo está prevista para que la Administración pueda restringir derechos de personas concretas con la necesaria ratificación judicial podría utilizarse para aprobar medidas restrictivas de derechos con carácter general. En ese caso, según la Ley 3/20, las salas de lo contencioso de los diferentes tribunales superiores de justicia deberían autorizar las medidas. Esto supondría una subversión completa del Estado de derecho entendido como Estado en que rige el “imperio de la ley”. Por un lado, la Administración Pública podrá dictar normas generales restrictivas de derechos sin la cobertura de una ley que precise con detalle los criterios y requisitos de la restricción (la LO 3/86 no lo hace). Por otro, el poder judicial según la Ley 3/20, ejercerá una función legislativa que le es impropia; actuará como auténtico colegislador. Si para que esas normas entren en vigor es precisa la autorización del juez, se convierte —inconstitucionalmente— al juez en colegislador.

Las decisiones aprobadas de común acuerdo por las diferentes administraciones autonómicas y las respectivas salas de lo Contencioso de los tribunales superiores de justicia de las comunidades autónomas (en ejercicio de esta función normativa que contradiciendo la Constitución se les ha atribuido) serán distintas también en cada territorio y ello con independencia de la situación sanitaria en que se encuentre. La inseguridad jurídica aumentará de la misma forma que la confusión de los ciudadanos.

Podría pensarse que con el levantamiento del estado de alarma mejoramos la situación actual. Hasta ahora las restricciones de derechos dependían exclusivamente de cada Gobierno autonómico. A partir de ahora, estas tendrán que ser aprobadas por los jueces. Realmente, se trata de dos opciones radicalmente incompatibles con el Estado de derecho. Este implica que las restricciones de derechos únicamente pueden ser aprobadas por el legislador ordinario o de excepción (decretos de alarma). La Administración pública –central o autonómica– únicamente es competente para aplicar –y nunca para innovar– esas restricciones. La función de los jueces es velar porque se cumplan, pero no crearlas.

En pocas palabras, la renuncia a aprobar un decreto de declaración del estado de alarma a partir del 9 de mayo que establezca con claridad las restricciones de derechos necesarias para hacer frente a la cuarta ola de la covid-19 y los indicadores objetivos para su aplicación (número de contagios, camas hospitalarias ocupadas, etc.) dará paso a un Estado judicial, en el que habrán de ser los jueces los que, en cada caso, deban autorizar unas restricciones de derechos fundamentales llevadas a cabo por las administraciones autonómicas sin cobertura legal.

De esta forma, el levantamiento del estado de alarma no supondrá reemplazar la “legalidad extraordinaria” por la “ordinaria” sino la pura y simple desaparición de la legalidad. Y como recordaba el gran jurista italiano P. Calamandrei en una conferencia a estudiantes florentinos en el aciago año de 1940, “sin legalidad no hay libertad”.

Javier Tajadura Tejada es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

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