Desde hace décadas, los datos del Instituto Nacional de Estadística nos alertan sobre el envejecimiento de la población, consecuencia del aumento de la esperanza de vida y la falta de nacimientos en España. Los últimos datos publicados insisten una vez más en dicho envejecimiento, abriendo de nuevo el debate académico, político y social sobre las consecuencias que esta realidad tiene en nuestro sistema de pensiones. Sin embargo, algunos de los argumentos utilizados parecen estar agotados y lo que se escucha en tertulias y debates genera cierta desesperanza. Los pensionistas están preocupados, tienen miedo de perder sus pensiones; los que están próximos a la edad de jubilación dudan poder percibirlas, los más jóvenes no quieren asumir una subida de impuestos para financiar el modelo, porque creen que ellos ya no podrán cobrarlas. En fin, toda la sociedad está en jaque.
Las soluciones que se manejan se centran, casi exclusivamente, en una reducción de sus cuantías, sin abordar los problemas de fondo que están detrás de esta realidad económica y que exigen un análisis a largo plazo. Es innegable que hace falta introducir reformas en el actual modelo de pensiones, que lo hagan más eficiente, redistributivo y solidario. Por ello los cambios que habría que realizar y que muchos esperamos no deberían centrarse en recortar hoy sus cuantías para reducir el gasto público, sino en llevar a cabo reformas más profundas que permitan su sostenibilidad a largo plazo.
Cualquier reforma social necesita identificar bien el colectivo afectado, que en el caso de las pensiones de jubilación son las personas mayores y también sus familias. Ellos no son una carga social ni son responsables del aumento del déficit que este gasto provoca, son simplemente beneficiarios de unos derechos que se han ganado después de muchos años de trabajo. Pero, además, los ancianos de hoy son los jóvenes de ayer. Gracias a ellos vinieron al mundo nuevas generaciones que crecieron y se formaron; pudieron ir a la escuela; recibir asistencia sanitaria y beneficiarse de otras políticas sociales, por las cotizaciones de los que hoy son pensionistas. Esos ancianos de hoy también contribuyeron, durante décadas, a financiar las jubilaciones de sus padres y abuelos; las prestaciones de los que en ese momento estaban en paro, o necesitaban ayudas para salir de su situación de pobreza. Parece razonable que ahora los más jóvenes asuman una parte del coste de las pensiones de quienes les ayudaron a ser lo que son. Así está establecido en el contrato implícito entre generaciones que supone nuestro actual modelo de reparto.
Muchos de estos pensionistas, ahora, en su vejez, siguen facilitando a los más jóvenes su trabajo, porque cuidan a sus hijos y nietos; les ayudan cuando pierden su empleo y les acogen de nuevo en su casa cuando se ven obligados, por distintos motivos, a volver a ella. En definitiva, vuelven a ocuparse de ellos y les proporcionan el afecto y estabilidad que solo la familia puede dar. Sin este trabajo no remunerado que realizan en la familia, tanto la sociedad como nuestra economía se resentirían. Los datos recogidos en el último estudio publicado por Acción Familiar, sobre la solidaridad intergeneracional, muestran que son ellos quienes sostienen una parte importante de nuestra estructura social y económica y permiten construir una sociedad más solidaria y cohesionada.
Lejos de ser una carga y llevar a la bancarrota al Estado, nuestros mayores se han convertido en un Estado del bienestar paralelo. Forman una red familiar latente de apoyo, que estando siempre presente se activa y visibiliza más cuando las necesidades aumentan. Actúan como protectores de los más jóvenes, lo que pueden hacer gracias a los ingresos estables que reciben, esto es, las pensiones que se han ganado con su trabajo a lo largo de toda su vida, convirtiendo dichas prestaciones en un instrumento social, que en manos de las familias duplica su utilidad.
Todo ello exige que la reforma de nuestro actual modelo de pensiones, necesaria e ineludible para asegurar su sostenibilidad, se lleve a cabo con una perspectiva más amplia que el simple recorte de las mismas y tenga en cuenta, además del ahorro en las cuentas públicas que pudiera producirse, los efectos sobre el consumo de las familias, la solidaridad familiar y el crecimiento económico. Resulta necesario recuperar el espíritu del Pacto de Toledo, evitando que las citadas pensiones se conviertan en un elemento arrojadizo contra el adversario político, porque son un logro social de todos y un elemento clave para nuestra economía.
El INE también alerta de nuestras bajas tasas de natalidad, incompatibles con un modelo de pensiones de reparto, que exige para su mantenimiento un crecimiento de población que permita financiar el gasto. Pero también se necesita crear más empleo, que asegure cotizaciones suficientes para su financiación. Esto obliga a afrontar dos tareas urgentes para crear el marco necesario en el que realizar la reforma de las pensiones: la protección y apoyo a las familias que desean tener hijos y no pueden por motivos económicos o laborales; y una política de empleo que facilite la creación de puestos de trabajo compatibles con la vida familiar, para que los jóvenes, especialmente las mujeres, no tengan que renunciar a la maternidad/paternidad, porque resulte incompatible con un trabajo remunerado. La reforma del sistema de pensiones empieza por los bebés, y por tanto por la familia, y contar con ello resulta imprescindible para el futuro de las pensiones.
Continuar dejando fuera del debate a la familia no permitirá abordar correctamente el fondo del problema y solo servirá para dilatar en el tiempo las medidas necesarias para solucionarlo, mientras los más débiles –los mayores– pierden calidad de vida, y los que pueden ayudar a resolver el problema –los bebés– sigan sin nacer.
María Teresa López, directora de la Cátedra Extraordinaria de Políticas de Familia.