¿Sin proyecto y a la deriva?

Aunque el pasado 11 de septiembre se registraron en Madrid algunas escaramuzas fascistoides de signo anticatalán, no cabe duda de que la mayoría de los madrileños miraban ese día a Cataluña con envidia (quizá no del todo sana). Y no lo digo sólo porque las Olimpiadas, que para Madrid son un sueño imposible repetidamente negado que huye de la ciudad hacia un porvenir cada vez más incierto y lejano, en Barcelona están ya consolidadas en su pasado reciente como el punto de arranque histórico del imparable prestigio de la marca internacional de la ciudad. Lo digo sobre todo porque Cataluña tiene eso mismo que el COI le ha quitado hace poco a Madrid, un proyecto (en una célebre entrevista, el president Mas aseguraba que los catalanes son los únicos en España que tienen en este momento tal cosa), un objetivo de futuro. Madrid —y lo pongo en cursiva para que el lector cuelgue de este nombre propio toda la carga ideológica asociada a la capitalidad político-administrativa del Estado—, como casi todo el resto del país, tiene únicamente obligaciones negativas: bajar el desempleo, reducir el déficit, combatir la corrupción en los partidos políticos, adelgazar la administración, disminuir los salarios, pauperizar los servicios públicos, sanear las instituciones crediticias… Pero nadie sabe, en caso de que se alcancen tan loables propósitos y, como tantas veces se dice, “vuelva a fluir el crédito”, cuál es el proyecto político positivo que tienen pensado impulsar el partido gobernante o sus principales opositores en el Congreso cuando España vuelva a crecer.

En estas condiciones, se reconocerá que unos buenos Juegos Olímpicos se habían perfilado en el horizonte, como tantas veces escuchamos a los defensores de la candidatura, como un “proyecto ilusionante” capaz de “cohesionar” a los atomizados ciudadanos madrileños —y, en suma, a todos los españoles de bien— en torno a una empresa colectiva entusiástica y gloriosa, ya que la nueva Mahagonny con la que el magnate Adelson y sus esperanzados concesionarios madrileños amenazan con emular las hazañas de Las Vegas en el extrarradio de la capital no acaba de cuajar del todo como factor de reunificación de las voluntades dispersas, ni siquiera entre las recalcitrantes filas de los fumadores inveterados.

Tras la olímpica desilusión, las desoladas calles de la capital de España amanecieron otra vez sucias, desnortadas y sin complejos urbanísticos en ciernes, tristes, humilladas, desencantadas y paletas, con su Madrid-Arena clausurado y vacante de grandes empeños; y los paseantes cabizbajos que las recorrían deprimidos y silenciosos se enfrentaban inermes y desaliñados a lo cotidiano: los recortes en sanidad y educación, las inagotables novedades del caso Bárcenas y las casquivanas cucarachas que durante la canícula transitan indiferentes por las bocas de las alcantarillas del Paseo de la Castellana. Compárese este cuadro con el de una Cataluña eufórica en su fiesta nacional, tapizada de flores y atravesada por luminosas banderas, colmada de música y cánticos patrióticos, de pechos henchidos de orgullo y ya exultantes ante una victoria segura y, en definitiva, llena hasta rebosar de proyecto, un proyecto que, como una corriente de aire fresco y nuevo, barrió de un plumazo las miserias de las cuentas suizas, los palacios impagados, los sumarios vergonzantes o los ERES fraudulentos como si fueran cosa de otro tiempo y de otro lugar; compárese, digo, y se comprenderá el desconsuelo compartido por los abatidos madrileños, salvo por los pocos antiespañoles de siempre que decían, por suerte muy bajito, que a lo mejor la decisión del Comité Olímpico había sido una suerte de astucia de la razón (pues sería sin duda muy arriesgado suponer un súbito ataque de sentido común en semejante institución) para que la alcaldesa de Madrid renunciase al lenguaje de las infraestructuras, al que tanta afición tienen quienes dirigen los ayuntamientos, y ordenase de una vez limpiar las calles de su ciudad con un poco más de ahínco. Xavier Trías lo dijo con valentía: Barcelona habría vuelto a ganar los Juegos Olímpicos si se hubiera presentado. De hecho, va a ganar esta Olimpiada Nacional en la que compite con la gris España, incapaz ya de enarbolar siquiera la charanga y la pandereta.

Es cierto, y el Gobierno no deja de subrayarlo, que el país vuelve a poder financiarse con cierta normalidad, incluso mejor que los italianos (en mi casa ha habido gran alborozo por ello), pero, ¿qué podríamos hacer con eso? ¿Ocupar la Cibeles con fuegos de artificio para celebrar la bajada de la prima de riesgo? No se celebran las bajadas, sino las subidas, y un momentáneo apaciguamiento de los mercados no puede parangonarse con la crecida de toda una nación que resurge de los reveses de la crisis económica como el Ave Fénix renacida de las cenizas y cuyo aeropuerto principal supera al de Barajas. Todas las palabras que antes nos parecían casi blasfemas —pacto fiscal, concierto, Estado Federal— se han quedado ahora pequeñas y se han vuelto insignificantes en comparación con la grandeza y la plenitud del derecho a decidir y de la independencia. Objetará quizá el lector que la independencia de Cataluña, como proyecto político, está muy poco definido, que sus cimientos tienen la inseguridad de todo movimiento populista, que su viabilidad es dudosa y su consistencia débil. Pero, ¿es que acaso la candidatura olímpica de Madrid estaba definida, es que alguien sabía para qué quería Madrid unos Juegos o si estos iban a ser rentables para la ciudad y convenientes para sus ciudadanos? ¿Es que el fundamento de la candidatura no era también la inflación populista y patriótica? Desengañémonos: nos han vuelto a ganar los catalanes, su espíritu deportivo y su capacidad de competir son infinitamente superiores a los nuestros, porque tienen país y tienen proyecto (¿No hay una película que se llama Olimpia o el triunfo de la voluntad?). ¿Qué van a hacer con su independencia cuando el COI —al que sus lobbies sin duda convencerán— se la otorgue? Ellos no tienen por qué dar explicaciones de eso: van a ganar el derecho a decidir y, una vez que lo tengan bien ganado, ya decidirán. En cambio, el único proyecto del Gobierno del Estado español es luchar contra la crisis (y el de la oposición luchar contra las medidas anti-crisis del Gobierno), pero si algún día la crisis se supera (lo que, afortunadamente para unos y otros, no parece que vaya a suceder de aquí a mañana), ¿cuál será nuestro proyecto, si no tenemos siquiera la ilusión de construir una buena piscina olímpica para llenarla con nuestra vanidad patriótica?

Últimamente se ha oído hablar mucho sobre el Artículo 2 del Título Preliminar de la Constitución del 78, donde aparece la horrísona “unidad indisoluble” de la nación española, y también del 1.2., que deposita la soberanía nacional en el pueblo español así por las buenas, sin repartirla por coeficientes (esa maldita obsesión del café para todos); raramente se cita, sin embargo, el Artículo 1.1., que habla de un “Estado social y democrático de Derecho”, hoy convertido en quimera y antaño considerado por algunos como la más digna de las causas políticas, ya que en cierto modo es la que hace respetables a todas las demás: su sola mención suena envejecida, trasnochada y simplista, mientras que la sustitución de la política por la gestión contable o por la fiebre nacionalista, que hacen rapiña de un espacio público abandonado a su suerte, aparecen como más acordes con la “complejidad” de nuestros tiempos, tan bien representada por la sofisticada ideología deportivo-nacionalista.

Reconozcamos que al lado del chute olímpico o identitario (si es que son dos chutes distintos) una cosa así no alcanza siquiera la categoría de “proyecto”, y sus defensores son gente ya muy mayor que hace tiempo que no actualiza su perfil de Facebook y que se ha quedado extasiada intentando resolver el siguiente acertijo: ¿Son el olimpismo derrotado y cutre de Madrid y el independentismo esplendoroso y triunfalista de Cataluña dos movimientos diferentes y contrarios, o son las dos caras de la misma ilusión?¿No es posible que, tras el aparente antagonismo irreconciliable entre la pasividad de Madrid y la hiperactividad de Barcelona (o entre España y Cataluña), se oculte, como el calamar se esconde tras la nube de tinta con la que confunde al depredador, la dimisión más vergonzosa de los agentes políticos con respecto a su compromiso con los ciudadanos, e incluso la de los propios ciudadanos con respecto a sus deberes civiles? ¿No será que los sueños del Olimpo nos impiden atisbar las realidades de aquí abajo?

José Luis Pardo es filósofo.

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