El 16 de agosto de 1898, poco después del desastre colonial, Francisco Silvela --hombre inteligente y cultivado, abogado con notable bufete y distinguido político conservador que llegó a la presidencia del Gobierno-- publicó en el periódico El Tiempo --de Madrid-- un artículo titulado Sin pulso, que causó un impacto profundo en la opinión española. Tanto que --cien años después-- es fácil encontrarlo en la base documental de historia de cualquier universidad española.
Comienza Silvela con una cita del Salmo IV de Isaías: "Varones ilustres, ¿hasta cuándo seréis de cora- zón duro? ¿Por qué amáis la vanidad y vais tras la mentira?", y sigue de este modo: "Quisiéramos oír esas o parecidas palabras brotando de los labios del pueblo; pero no se oye nada: no se percibe agitación en los espíritus, ni movimiento en las gentes. (-) Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso".
¿Estamoshoy otra vez sin pulso, en una situación parecida a la descrita por Silvela? No; en absoluto. Es verdad que España está inmersa en una crisis económica gravísima, diagnosticada deliberadamente tarde y mal (comenzó antes que la crisis financiera mundial y por razones específicas: agotamiento de un modelo de crecimiento basado en la construcción y el consumo interno, y financiado por dinero extranjero que ha generado la segunda deuda exterior, por su volumen, de todos los países), y tratada hasta hoy con parches, eludiendo las reformas de fondo que la situación exige y que requerirían el consenso --como mínimo-- de los dos grandes partidos.
Es asimismo cierto que urge una reforma constitucional --también aplazada sine díe por los dos grandes partidos-- que, al desarrollar el Estado autonómico, dé paso a una estructura federal en la que los órganos de cogobierno --esencialmente el Senado-- impidan la proliferación y consolidación de relaciones bilaterales entre la Administración central y las autonomías, que --más pronto que tarde-- acabarán por descoyuntar al Estado, concebido este como un sistema jurídico al servicio de un proyecto compartido. Y está claro como el agua que la postergación deliberada --por todos los partidos-- de una reforma política (ley electoral, ley de financiación...) impide la regeneración de la política española, en manos de unas cúpulas partidarias profesionalizadas --políticos de hoja perenne--, que se renuevan por cooptación, que en ocasiones se reparten las esferas de poder, y que en otras adoptan la estrategia del disenso, para acorralar al contrario, con el objetivo --a corto plazo-- de ocupar o retener el poder. Pero todo ello no significa que el país esté sin pulso.
Al contrario, la sociedad española muestra signos de vitalidad en todos los ámbitos, desde las pequeñas y medianas empresas que con esfuerzo se hacen un hueco en el mercado global, hasta los deportistas, que han alcanzado cotas que los de mi quinta nunca imaginamos. De lo que adolece es de un déficit de decisión política a largo plazo y en función de los intereses generales, que --lentamente y desde las alturas del Gobierno-- va inficionando a todas las instancias del poder. Si quieren un ejemplo, piensen en lo que sucede estos días en las universidades: un reducido grupo de agitadores impide el normal funcionamiento de esta institución, no importa por qué razones, poniéndose el mundo por montera.
¿Quién duda de que las universidades públicas constituyen una de las pocas cartas estratégicas que tiene nuestra sociedad para avanzar hacia un modelo social y económico más justo y eficiente? ¿Quién duda de que un gobernante con visión de futuro ha de apostar por esta carta, superando para ello dinámicas corporativas --de sectores universitarios y no universitarios-- y procediendo sin moratorias a la adaptación de los planes de estudio al ámbito europeo? ¿Quién duda de que una política universitaria de futuro no puede dejarse condicionar por los altercados promovidos por una exigua minoría que no es representativa del trabajo diario de miles de estudiantes, profesores e investigadores? Pero, si todo esto es evidente, también está claro que quienes tienen responsabilidades institucionales en las universidades --en especial, sus rectores-- han de compaginar el diálogo con el ejercicio de su autoridad académica, para garantizar el derecho de estudiantes y profesores a estudiar, impartir la docencia e investigar, protegiéndoles de intimidaciones y coacciones que han de ser impedidas y --si se producen-- sancionadas. En el bien entendido de que el rector que no ejerce esta responsabilidad básica que le ha sido conferida, se deslegitima ante quienes le eligieron.
Está claro en este y en la mayoría de los casos lo que debe hacerse. Entonces ¿por qué no se hace? ¿A qué se debe este déficit atroz de decisión política? A la incapacidad de ver más allá de la búsqueda de un consenso inmediato, que garantice el mantenimiento del statu quo que se disfruta. Para superar este trance y hacer auténtica política hace falta visión larga, coraje y ánimo grande. Por eso debe concluirse bien alto y bien claro que el país no está sin pulso, sino sin política.
Juan-José López Burniol