Sin reforma eléctrica no habrá transición energética

Manifestación en Valencia en junio 2021 en protesta por el precio de la luz.JUAN CARLOS CARDENAS / EFE
Manifestación en Valencia en junio 2021 en protesta por el precio de la luz.JUAN CARLOS CARDENAS / EFE

En junio, el precio medio de la electricidad en el mercado mayorista español ha alcanzado los 84€/MWh, casi duplicando la media de los últimos diez años. El mayor beneficiario han sido las empresas eléctricas, que han visto cómo el encarecimiento de la generación eléctrica con gas inflaba los márgenes de beneficio de la gran mayoría de las centrales porque sus costes no han aumentado.

El Gobierno, consciente del impacto social y económico de la subida de la electricidad, ha aprobado este mes una rebaja temporal del IVA de la electricidad para los consumidores domésticos —que ha pasado del 21% al 10%— y ha suspendido el impuesto del 7% sobre el valor de la producción eléctrica. Pero el problema no es el impuesto, sino la base sobre la que se aplica. En tramitación parlamentaria hay dos medidas que pretenden atajar el precio elevado de la luz. La primera es un anteproyecto de ley que evitará que los consumidores paguen cerca de mil millones de más por el CO2 no emitido en las centrales nucleares e hidroeléctricas. La segunda medida es la creación del Fondo Nacional de Sostenibilidad del Sistema Eléctrico, que repartirá una parte del coste del sistema eléctrico entre todos los sectores energéticos. Si logran aprobarse, estas medidas irán paulatinamente reduciendo la factura hasta un 15%, pero previsiblemente no entrarán en vigor antes de 2022.

La razón de por qué la electricidad es cara hay que buscarla en la regulación eléctrica, que confía en un único precio, —principalmente el que ofertan las centrales de gas en el mercado— para remunerar a la mayoría de las centrales eléctricas, aunque estas tengan costes muy dispares y, en su mayor parte, inferiores a los precios ofertados por las centrales de gas.

¿Qué hacer? Existe un amplio consenso sobre los grandes objetivos que la reforma estructural del sistema energético, en la que ya trabaja el Gobierno, debería perseguir. Por una parte, la nueva regulación debería retribuir de forma adecuada y estable los costes del suministro eléctrico, tanto de los activos existentes, como de las nuevas inversiones necesarias para transitar hacia un sistema eléctrico descarbonizado. Por otro lado, debería favorecer que los consumidores paguen los precios de un mercado adecuadamente diseñado, capaz de revelar los verdaderos costes de la electricidad. El debate radica en cómo traducir esto en medidas concretas.

La nueva regulación podría vertebrarse en torno a dos mercados: de corto y de largo plazo. El mercado a corto plazo aseguraría que la producción se llevara a cabo en todo momento con las fuentes de generación más eficientes, y que la demanda, en la medida de lo posible, contribuyera a alcanzar los equilibrios del sistema. A su vez, los mecanismos a largo plazo servirían para ajustar la retribución de las centrales de generación eléctrica a sus propios costes, asegurando que los consumidores no paguen por la electricidad más de lo que cuesta.

Para las nuevas centrales de energías renovables, el regulador, en representación del sistema eléctrico, debería celebrar subastas de contratos a largo plazo (como el pasado mes de enero). La competencia entre los inversores permitiría a todos los consumidores beneficiarse de los costes cada vez menores de las renovables, al remunerar su producción al precio de la subasta (que reflejará sus costes medios) y no al precio volátil e incierto que los mercados a corto plazo fijan hora a hora. En todo caso, las inversiones en renovables habrán de hacerse evitando posibles impactos adversos y aportando beneficios económicos y sociales en los territorios donde se ubiquen. Se trata de involucrar a los ciudadanos y a las administraciones locales en el cambio del modelo energético. La apuesta por el autoconsumo individual y compartido también contribuirá a ello.

Para las centrales eléctricas existentes, y en concreto, para las anteriores a la Ley del Sistema Eléctrico de 1997, difícilmente se podrá recurrir a mecanismos competitivos para corregir una sobre retribución fruto de un contexto en el que la competencia ha estado y está ausente. Pero se podría recurrir a una auditoría regulatoria que identifique un precio razonable para su producción, teniendo en cuenta sus costes variables y los de inversión que no hubieran sido recuperados a través de los pagos regulados y márgenes de beneficio que han percibido desde entonces. Y ello, naturalmente, con independencia de lo que reflejen las cuentas de las empresas propietarias, que no son producto de la realidad económica, sino de sus prácticas contables. No olvidemos que el marco regulatorio vigente antes de 1997 les garantizaba generosamente la recuperación de sus costes, pero no el exceso retributivo del que gozan.

Sin una reforma de esta naturaleza no será posible avanzar en la transición energética. Los elevados precios de la electricidad desincentivarían la electrificación como vía principal para la descarbonización de la economía, y la sociedad se opondría a las políticas medioambientales si se traducen —injustificadamente— en el encarecimiento de un bien tan esencial como la electricidad. Es tarea de la regulación que los costes y beneficios de la transición energética se repartan de forma equitativa.

Natalia Fabra es Catedrática de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid.

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