Sin reset a la vista: el conflicto UE-Rusia en la era Trump

La ruptura entre la Unión Europea y Rusia es profunda. Bastante más de lo que intuyen quienes desde la UE, por convicción ideológica o por intereses económicos, defienden una rápida normalización de las relaciones con Moscú. Y aunque no es probable que esto suceda en 2017, conviene no perder de vista qué entraña desde el punto de vista político y estratégico. Lo que está en juego no es –o, al menos, no exclusivamente- la relación bilateral sino el futuro de la propia UE y el de Rusia.

Moscú espera que la falta de respaldo desde Washington, junto con un nuevo reparto de fuerzas dentro de la UE, termine por quebrar la posición firme de Bruselas con relación a Ucrania y el frágil consenso en torno a las sanciones. Su levantamiento es el principal objetivo inmediato de Rusia. Pero a la UE y los estados miembros deben preocuparles, sobre todo, posibles objetivos de mayor calado estratégico como son la propia supervivencia del proyecto europeo y la fortaleza del vínculo transatlántico y su expresión más tangible, la OTAN. Si algo ha sabido explotar Moscú en tiempos recientes son las vulnerabilidades y contradicciones euroatlánticas. Y el momento de crisis y confusión que viven Europa y Estados Unidos parece especialmente propicio para que el Kremlin –que afronta una situación doméstica cada vez más complicada– apueste por una huida hacia delante audaz y ambiciosa.

¿Dónde estamos? La incógnita Trump y los dilemas para Moscú 

Los cien primeros días del Gobierno Trump no han despejado demasiadas incógnitas. Persiste la incertidumbre sobre las líneas maestras de la política exterior que impulsará la nueva Administración. No existen precedentes de una presidencia como la suya. Quienes le comparan con Reagan, o bien no recuerdan su figura con la suficiente nitidez o bien no vislumbran la ruptura que puede suponer el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Trump cuestiona algunos de los, hasta ahora, considerados pilares de la hegemonía global de EEUU como son el orden liberal internacional, el libre comercio o la atracción de talento de todos los rincones del planeta.

Con relación a la UE, la Casa Blanca emite mensajes contradictorios. Parte de su equipo apuesta por el mantenimiento de un vínculo transatlántico fuerte y el respaldo estratégico a Bruselas. Sin embargo, el propio Trump ha saludado el Brexit y dado muestras de evidente hostilidad hacia el proyecto europeo, el liderazgo alemán, y ha tildado a la OTAN de “obsoleta”. Por consiguiente, su llegada al despacho oval deja a la UE en una situación muy incómoda. Guste o no, Bruselas mantiene una considerable dependencia estratégica y militar respecto a Washington. El tiempo dirá si Trump se convierte en un revulsivo para esta UE anquilosada o, por el contrario, precipita su debilitamiento. Las opciones están abiertas, pero la falta de liderazgo en la UE no invita al optimismo.

Al menos, lo que sí parece haberse desvanecido en estas primeras semanas de mandato es la posibilidad de un reacercamiento rápido entre Washington y Moscú, a costa de Bruselas. La victoria de Trump en noviembre de 2016 generó una ola de euforia en las principales cadenas de televisión rusas que se ha evaporado casi con la misma rapidez con la que llegó. El 13 de febrero, apenas 23 días después de su nombramiento como Consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn fue destituido a resultas de sus conversaciones con el embajador ruso en EEUU y los pagos de origen ruso recibidos. La caída de Flynn marca el punto de inflexión. Desde entonces, estos mismos medios oficialistas rusos han recuperado una narrativa de tono conspirativo sobre la fortaleza del “Estado profundo” (deep state) en EEUU en manos de una supuesta elite “globalista y rusófoba”.

Aparte de Flynn, los vínculos de otros miembros del equipo de campaña y el propio Trump se encuentran bajo escrutinio. El verdadero alcance de la injerencia e influencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2016 está aún por determinar. En el momento de escribir estas líneas, los Comités de Inteligencia del Senado y el Congreso indagan sobre el asunto. Hasta la fecha, consta la combinación de una cierta injerencia –medidas activas en forma de ataques informáticos contra los servidores del Partido Demócrata- con un empeño por tener la máxima influencia: filtración a través del portal Wikileaks de correos comprometedores de Hillary Clinton, campañas intensivas de desinformación y empleo de miles de trolls y bots en las redes sociales-. Por supuesto, el Kremlin rechaza de plano que haya jugado ningún papel. Pero se da un raro, por infrecuente, consenso al respecto en la comunidad de inteligencia de EEUU y en los círculos de expertos sobre la actividad rusa alrededor de estas elecciones.

Existen, no obstante, diferentes puntos de vista sobre el alcance y objetivos de estas actividades. En mi opinión, el Kremlin trabajaba -como el resto del mundo- con la hipótesis de una victoria de Hillary Clinton y buscaba, fundamentalmente, erosionar la credibilidad del sistema electoral estadounidense. La victoria de Hillary, según repetían machaconamente las cadenas de televisión rusas, había sido decidida por el establishment y la voluntad de la gente, simplemente, era irrelevante. Es decir, cuando todas las encuestas, incluso las internas elaboradas por cada uno de los dos grandes partidos norteamericanos, daban por seguro el triunfo demócrata, los medios rusos preparaban el terreno fijando una narrativa que cuestionaba su legitimidad. Y en este empeño contaban, nada menos, que con el propio candidato republicano que durante la campaña advertía del fraude que, según él mismo, se estaba preparando. Era fácil intuir que, si el triunfo de Hillary era ajustado, el propio Trump llevaría la voz cantante y eso deslegitimaría el sistema electoral y tensionaría el panorama político estadounidense.

Más que entusiasmo por Trump, a pesar de los elogios mutuos que se habían dedicado él y Putin durante la campaña, lo que resultaba evidente era la animadversión profunda del Kremlin hacia Clinton. Su etapa como secretaria de Estado, está vinculada con dos sucesos fundamentales para entender la evolución del régimen de Putin y el contexto bilateral actual: el derribo del régimen de Gadafi y la oleada de protestas en Moscú, ambos en el año 2011. Con relación a Libia –que, a su vez, explica el enfoque ruso sobre la cuestión de Siria–, el Kremlin insiste, y no sin razón en este punto, en que Francia y el Reino Unido abusaron del mandato del Consejo de Seguridad (Resolución 1973) y fueron mucho más allá del establecimiento de una zona de exclusión aérea en virtud de la aplicación del principio de “responsabilidad para proteger”, para acabar contribuyendo decisivamente en la caída de Gadafi actuando como fuerza aérea de uno de los bandos del conflicto. Con respecto a las protestas de 2011 –que juegan un papel central en la reconfiguración institucional e ideológica del régimen de Putin– a Moscú le irritó profundamente el respaldo explícito a estas que mostró la entonces secretaria de Estado. En la percepción del Kremlin, todo ello formaba parte de un gran plan orquestado por Washington que no persigue otra cosa que un «Maidán en la Plaza Roja» y la “demolición del poder ruso” en palabras del propio Putin, lo que a su vez explica también la reacción de Moscú ante los sucesos en Kíev desde finales de 2013. De esta manera, tal y como apunta el analista ruso Fyodor Lukyanov, desde la perspectiva del Kremlin, Putin está dando a probar a Estados Unidos su propia medicina.

Para los medios rusos, la victoria demócrata era tan inevitable como la guerra contra Rusia que desataría Hillary Clinton al aterrizar en la Casa Blanca. Es de suponer, por ello, que parte de la audiencia doméstica rusa respirara aliviada con el triunfo de Trump. Sin embargo, tanto el Kremlin como la comunidad de analistas y expertos rusos se han mostrado prudentes y, en algunos casos, escépticos ante un posible acercamiento rápido. Trump es impredecible para todos. Por no mencionar que su retórica agresiva con China e Irán pueden plantear dificultades a Rusia. Con Beijing, Moscú está forjando una asociación estratégica plagada de contradicciones y del lado ruso temores, pero cimentada en su rechazo compartido frente a la hegemonía estadounidense. En cuanto a Irán, pese a algunos desacuerdos, Moscú combate en Siria codo con codo con Teherán. Así que, toda tensión entre Irán y EEUU puede tener un impacto en Rusia y su despliegue sirio. Y aquí cabe mencionar a un Israel con ascendiente sobre Trump y que muestra inquietud ante lo que considera una alianza de facto entre Rusia y Hezbollah y el suministro a éste de armamento ruso avanzado.

No obstante, más allá de estos dilemas, Trump ofrece también algunas oportunidades potenciales que Moscú, indudablemente, querrá explorar: el fin de la promoción de una agenda exterior basada en valores; la aceptación de un área exclusiva de influencia rusa en el este de Europa, el Cáucaso  y Asia Central; el socavamiento del vínculo transatlántico y, con ello, un intento por aprovechar el aturdimiento europeo para redefinir la arquitectura de seguridad continental en los términos que desea Moscú.

La búsqueda de un nuevo paradigma en la relación UE-Rusia 

Bruselas y Moscú ya no se conciben mutuamente como socios estratégicos -si es que alguna vez lo fueron más allá de la retórica- y no lo harán en un futuro previsible. La desconfianza y el choque de percepciones lastrarán cualquier iniciativa en un contexto en que las bases y los principios que deben regir la geopolítica europea están en disputa. No obstante, seguirán siendo de importancia estratégica mutua. La evolución de cada uno tendrá un impacto directo y significativo en el otro. Además, el Kremlin muestra una creciente determinación por rivalizar estratégicamente con Bruselas en dos ámbitos sensibles: el vecindario compartido -aunque ésta es una fórmula que no es del agrado de Moscú- y la dimensión ideológica.

El choque de percepciones y los aspectos simbólicos juegan un papel central en la disputa geopolítica entre Bruselas y Moscú y constituyen un primer factor a tener muy en cuenta. Desde la óptica europea, el dilema es cómo contener la agresividad rusa y estar seguro, al mismo tiempo, de cuáles son sus objetivos y hasta dónde está dispuesto a llegar el Kremlin. Es decir, Bruselas considera que reacciona frente a las incertidumbres que genera una Rusia amenazante. Por su parte, Moscú concibe sus movimientos, tanto en Ucrania como en Siria, como defensivos y con vistas a “restaurar” un equilibrio previamente violado por Occidente. El origen de estos malentendidos puede trazarse hasta las postrimerías de la Unión Soviética y las expectativas rusas frustradas con respecto a su lugar en el orden de la post-Guerra Fría.

Constatar esta frustración rusa no debe conducir, como sucede en no pocas ocasiones, a asumir acríticamente la narrativa victimista de Moscú sobre estos últimos veinticinco años y que puede resumirse en la idea de que la culpa es de Occidente por aprovecharse de la debilidad rusa en los años noventa sin ninguna generosidad ni visión de futuro. De igual manera, también conviene evitar algunas de las fórmulas retóricas que emplea el Kremlin y que contribuyen, sobre todo, a emponzoñar las discusiones y enquistar el conflicto. Entre éstas cabe citar algunas como “la indivisibilidad de la seguridad europea”; “los legítimos intereses rusos en el espacio postsoviético”; “el lugar que por derecho le corresponde a Rusia”, etc. Es decir, formulaciones que, desde un supuesto realismo geopolítico, enmascaran el nudo gordiano del asunto, que no es otro que la relación de Rusia con el resto de repúblicas ex soviéticas. Ésa es la cuestión central y, mientras Moscú no tenga voluntad o capacidad para redefinir la relación con sus vecinos sobre la base del reconocimiento real, no sólo formal, de su plena soberanía e independencia, las tensiones y conflictos persistirán.

La centralidad que cabe conferir a las narrativas y las percepciones no es óbice para no confrontarlas con los hechos y las realidades geográficas. La insistencia del Kremlin, por ejemplo, en la idea de un supuesto intento de cercar y aislar a Rusia resiste mal frente a un análisis factual y algunas realidades geográficas. Asimismo, desde el inicio de la crisis ucraniana, Moscú insiste en la necesidad de defenderse frente a la amenaza que supuestamente representa la OTAN. Resulta por ello interesante comparar las docenas de maniobras agresivas y violaciones del espacio aéreo europeo por parte de aviones militares rusos frente a ninguna acción similar por parte de la OTAN o algún Estado miembro. Esta asimetría refleja el deseo del Kremlin por elevar la tensión, testar los límites de la reacción europea y situar la crisis en el ámbito militar. Es decir, allá donde Moscú se siente cómodo y con ventajas operativas y políticas frente a los estados europeos. Más allá de los discursos que trata de inocular en su opinión pública, Rusia sabe que los países europeos hace mucho que se han desentendido de los asuntos de defensa y confían en el paraguas proporcionado por Estados Unidos.

Por otra parte, resulta incongruente que en los  debates en la UE, y más tras el triunfo de Trump, se asuma que los europeos deben hacer esfuerzos creíbles en materia de defensa, pero cuando el debate es sobre Rusia se acepte su victimismo frente a una amenaza militar inexistente. La OTAN, por cierto, es una comunidad de defensa colectiva cuya fortaleza radica en el Artículo 5 de su Tratado fundacional sobre la respuesta solidaria frente a un ataque armado. De igual forma, Moscú sabe que tanto los líderes europeos como sus respectivas opiniones públicas no contemplan en ningún caso la escalada militar. Es decir, en esta disputa en el continente europeo, el Kremlin siempre conoce las intenciones de la UE y hasta dónde está dispuesta a llegar. A la inversa, en cambio, domina una enorme incertidumbre sobre los objetivos y límites que contempla Moscú. Infravalorar el peligro militar que puede representar Rusia, basándose en el tamaño del PIB ruso o la comparación con el presupuesto de defensa estadounidense, es un grave error. Por un lado, se obvia que a escala europea, tomando como referencia las cifras de SIPRI, Rusia ostenta el mayor gasto en defensa (66.000 millones de dólares) por encima del Reino Unido (55.000), Francia (50.000) o Alemania (40.000). Por otro lado, y más relevante aún, se pierde de vista que la voluntad política por usar el brazo militar cuenta tanto o más que el volumen del presupuesto.

Indudablemente, los sesgos cognitivos juegan un papel central en este asunto e impulsan a Moscú a asumir su propia narrativa de fortaleza asediada frente a ese Occidente perverso que no busca otra cosa que “demoler y usurpar el poder ruso”. Pero aquí conviene señalar que la percepción de peligro para el Kremlin tiene que ver con la sostenibilidad del régimen de Putin y no, como insiste la narrativa oficial, con la dimensión militar. No existe mejor garantía para el mantenimiento de la paz en el continente europeo que la UE. Por no mencionar que, sea cual sea su percepción sobre Rusia, existe un consenso implícito entre los estados miembros en cuanto a que una Rusia estable y próspera es de su interés estratégico. Ésa es la lógica que subyace en las políticas hacia Rusia implementadas por la UE en las dos últimas décadas y que buscan su modernización estructural. Por consiguiente, aunque el régimen putinista juegue a confundir su destino con el del país e insinúe que “sin Putin no hay Rusia”, sus intereses no son necesariamente coincidentes.

Ucrania ocupa el primer lugar en la agenda bilateral de Bruselas y Moscú. Al contrario de lo que suele creerse, es más una consecuencia que una causa de la ruptura entre ambas. Pero, en el contexto actual, es un asunto que no puede obviarse y seguir adelante con otros, porque están en cuestión los fundamentos mismos del orden de seguridad europeo. De forma un tanto inesperada, Bruselas ha mantenido una posición firme frente a Moscú con relación a Ucrania. Firmeza que no puede explicarse sin el liderazgo de la canciller alemana, Angela Merkel. No obstante, la UE sigue aferrada a los acuerdos de Minsk como vía de resolución del conflicto. Y, tal como apuntaba ya en febrero de 2015, “sólo un exceso de voluntarismo, de desconocimiento o las ganas de pasar página en el conflicto ucraniano permite considerar Minsk II como el principio del fin o las bases para una paz duradera entre Rusia y Ucrania”.

No es solo que, desde la firma de ambos protocolos, la cifra de víctimas se ha multiplicado, es que las interpretaciones de Kíev y Moscú sobre lo que entraña su cumplimiento íntegro son absolutamente divergentes. Y, en el contexto actual, el Kremlin parece confiar en que una combinación de presión bélica junto con las disputas en el seno de la oligarquía ucraniana genere la suficiente inestabilidad como para provocar el descarrilamiento de la agenda reformista en Kíev y hacer más receptiva a la UE a su visión de Ucrania “como un Estado fallido” –otro de los mantras de la propaganda y desinformación rusas–.

Y a la crisis ucraniana se le pueden sumar otras en Belarús o alguno de los países Bálticos. En este último caso, el escenario que genera más inquietud no es una invasión rusa a gran escala, sino algo parecido a lo sucedido en el este de Ucrania. Es decir, una intervención que Moscú niegue, pero lo suficientemente grave como para desestabilizar un país y testar la credibilidad del mencionado Artículo 5. Ante la posibilidad de un escenario de este tipo, que podría potencialmente erosionar gravemente la solidez de la OTAN –y de ahí el reciente despliegue de cuatro batallones multinacionales en las repúblicas bálticas y Polonia como medida disuasoria– algunas voces arguyen en favor de un rápido acuerdo con Moscú. Pero no queda claro qué puede ofrecer Rusia, más allá de lo que se supone que ya existe, al menos sobre el papel: respeto por la integridad y existencia de países como Ucrania o las repúblicas bálticas.

A corto y medio plazo, la falta de confianza mutua se mantendrá como el principal escollo en la relación entre Bruselas y Moscú. El régimen de Putin percibe a la UE y sus valores como una potencial amenaza existencial. Mientras, la UE constata, para su sorpresa, que Moscú alienta, y en algunos casos respalda activamente, a todas las fuerzas europeas con una agenda anti-UE. De esta manera, ya no se trata únicamente de la incompatibilidad de sus enfoques geopolíticos: el área de influencia (léase control) que reclama Moscú frente a la progresiva integración europea que inspira la acción exterior de Bruselas. Ahora, a ello se le suma la voluntad del Kremlin por presentarse como un potencial modelo político alternativo que, por caminos distintos, seduce, sobre todo a la derecha xenófoba en la UE, pero también a la izquierda populista. Todo lo cual entraña que el paradigma de la modernización rusa y su progresiva integración en un espacio común europeo que ha guiado la relación UE-Rusia en los últimos veinticinco años, está obsoleto. Y, por consiguiente, es necesario construir uno sobre nuevos fundamentos.

Nicolás de Pedro, investigador principal, CIDOB.

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