Las generales rusas se han saldado sin sorpresas. Como se auguraba, Rusia Unida, el partido del presidente Putin, ha ganado con holgura y puede presumir, sin mayor contratiempo, de haber atraído a electores de todo el espectro político. A la hora de explicar semejante éxito no hay que ir muy lejos: al recuerdo del pasado yeltsiniano y al peso creciente del espasmo nacionalista se han sumado los éxitos económicos -bien que relativos y un tanto artificiales- de los últimos años y, también, claro, el acoso que han padecido los medios independientes y la represión de la oposición.
El único pero que puede oponerse al triunfo electoral de Rusia Unida lo aporta el nivel -alto, se diga lo que se diga- de abstención, que es lícito sugerir que refleja cómo una parte de la ciudadanía sigue sintiéndose incómoda en el orden putiniano. Quien quiera afinar mucho en el diagnóstico podrá agregar, sí, que, tal y como por lo demás se preveía, la presencia de Putin en las listas del partido que nos ocupa tampoco ha tenido un impacto notabilísimo.
Las cosas como están en Rusia, la maltrecha oposición del momento -el Partido Comunista, y con condición más nebulosa el Liberal Democrático y Rusia Justa- puede darse por satisfecha tras haber superado el oneroso listón del 7% de los votos. Victoria pírrica ésta que en modo alguno acierta a ocultar lo principal: a duras penas va a hacerse valer en las cámaras del Parlamento ruso ninguna contestación seria de los proyectos oficiales. Y ello aunque, naturalmente, peor le haya ido a los dos pequeños partidos liberales -Yábloko y la Unión de Fuerzas de Derecha-, cuya situación empieza a ser crítica.
Poco consuelo parece para la oposición la certificación de lo que por lo demás es evidente: las elecciones a duras penas se antojan limpias, y ello no tanto por las irregularidades que hayan podido hacerse valer en la jornada de voto como por lo ocurrido durante las dos semanas de campaña. No se olvide que la omnipresencia de los mensajes de Rusia Unida se ha hecho acompañar de un genuino delirio represivo -no han faltado las acusaciones de servidumbre a intereses extranjeros, que en mucho recuerdan a lo que entre nosotros se decía bajo la férula del general Franco- desplegado contra quienes disienten, tanto más incomprensible cuanto que nadie ponía en duda la holgura del triunfo del partido putiniano.
Obligados estamos a agregar, en suma, que todavía no nos hallamos en condiciones de despejar la gran incógnita que pende sobre la vida rusa desde hace varios meses: la relativa al futuro del todavía presidente Putin. Aunque todos los expertos dan por descontado que es harto improbable que éste abandone el primer plano de la política de su país, esos mismos especialistas no se ponen de acuerdo a la hora de determinar cuál será la salida precisa que nuestro hombre procurará. Limitémonos a reseñar que el resultado de estas elecciones generales da alas a la perspectiva de un Putin reconvertido en primer ministro, en el buen entendido de que ese horizonte, por lógica, reclama de algo más: un inevitable traspaso de atribuciones en provecho de esa figura y en detrimento del futuro presidente. De confirmarse este diagnóstico, el grueso del poder ejecutivo recaería en adelante sobre el primer ministro, con un nuevo presidente en función más bien representativo-ceremonial.
Cierto es que la posibilidad reseñada no deja de plantear sus problemas. Y no pensamos ahora en los estrictamente técnico-constitucionales, sino en los derivados del posible descontento que el procedimiento correspondiente podría producir en quienes, mal que bien, se vean desplazados de la primera línea de poder. En cualquier caso, triste reflejo de la realidad política rusa es que el futuro de muchas cosas parezca depender en exclusiva del designio de un solo hombre.
Carlos Taibo