Sin tristeza no hay salida

Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima.

Nuria Labari

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