Nimby, según el diccionario Cambridge, es la abreviatura de Not In My Back Yard y se aplica a «una persona que no quiere algo desagradable pero necesario que sea construido o hecho cerca de donde vive». Es la expresión con la que se identifican, desde los años 80 del siglo pasado, ciertos movimientos de motivación ecológica que se oponen a que se ejecuten, en la proximidad de sus vecindarios, unas instalaciones o infraestructuras, a pesar de que les reconocen sus efectos positivos. El nimbysmo está presente en muchos ámbitos de la vida: cuando a lo positivo, reconocido, se le contrapone una valoración magnificada de los perjuicios para rechazarlo, porque no se podrá reconocer ningún beneficio que los pudiera compensar.
La repatriación de los menores marroquíes (los denominados mena) es un ejemplo de nimbysmo. Desde el viernes 13 de agosto, la Delegación del Gobierno en la Ciudad Autónoma de Ceuta la está llevando a cabo. Entre tanta opacidad, hemos conocido que la Ciudad Autónoma de Ceuta remitió a la Delegación del Gobierno una solicitud para que se procediese a la repatriación. Y así se llevó a cabo tras la orden dada por el Ministerio del Interior en forma de «nota» de 10 de agosto. El fundamento jurídico, según se dice en la nota, es lo dispuesto en el artículo 5 del acuerdo entre el Reino de España y el Reino de Marruecos sobre la cooperación en materia de prevención de la emigración ilegal de menores no acompañados, su protección y su vuelta concertada, hecho «ad referendum» en Rabat el 6 de marzo de 2007 (BOE núm. 70, 22 de marzo de 2013).
Ahora bien, en el indicado artículo se puede leer que «las autoridades competentes españolas [las delegaciones del Gobierno]... resolverán acerca del retorno a su país de origen, con observancia estricta de la legislación española, las normas y principios del Derecho internacional y de lo establecido en la Convención sobre los Derechos del Niño».
La «observancia estricta de la legislación española» no parece apreciarse. Porque el retorno de los menores se tiene que llevar a cabo conforme a lo dispuesto en el artículo 35 de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y el procedimiento detallado en el reglamento que desarrolla dicha ley orgánica (arts. 189 y siguientes).
La legislación española responde a varios principios esenciales. El primero y más importante: la protección del menor, sus derechos e intereses («cuando se considere que el interés superior del menor se satisface con la reagrupación con su familia o su puesta a disposición de los servicios de protección de su país de origen»: art. 192.1). No puede ser devuelto sin ser oído, y a aquellos que protegen sus derechos, como es la Fiscalía. El segundo, consecuente con el anterior: los procedimientos son individuales porque ha de atenderse a las circunstancias de cada caso. El tercero, que a la vista de las circunstancias, de los derechos del menor y de los informes de todos aquellos que han de valorar unas y otros, se habrá de resolver. Y la resolución corresponde a la Administración General del Estado, a través de las Delegaciones del Gobierno (art. 191). Porque, en cuarto lugar, el único que puede abrir la puerta de salida es el Gobierno de España. Es el que controla la frontera. Y, por último, es la comunidad o ciudad autónoma la responsable de velar por el bienestar de los menores; es a la que le corresponde la competencia de los servicios de protección de menores.
Por lo que sabemos, se han incumplido las reglas comentadas. Un Juzgado de Ceuta ha paralizado las repatriaciones. Y el Auto de la Audiencia Nacional que rechaza adoptar las medidas cautelarísimas solicitadas, siembra de dudas todo lo sucedido. Nos encontramos ante otro escándalo político y social mayúsculo que no tiene, ni tendrá las consecuencias correspondientes, aún cuando afecta al corazón mismo de la democracia: el de sus valores.
La democracia no sólo es un conjunto de reglas, las del Estado democrático de Derecho, sino también unos valores, a los que, precisamente, sirven aquellas reglas. Nuestra Constitución lo expresa cuando afirma que «la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político» son los «valores superiores de su ordenamiento jurídico» (art. 1.1). O, también, el Tratado de la Unión Europea cuando dispone, en el artículo 2, que «la Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías». Son los valores de la democracia liberal; el alma de la democracia.
El populismo pretende separar la democracia de su alma; desnuda, liberada de cualquier restricción, se entrega a la mayoría. La otredad, esencial en la democracia, queda tapada por el miedo. La repatriación de los menores, la crisis de Afganistán o la olvidada de Haití nos coloca ante el espejo de que no es suficiente el andamiaje institucional. Falta algo.
Cuando V. Orbán, el primer ministro húngaro, disertó en el año 2014 sobre la «democracia iliberal», popularizando el término acuñado por Fareed Zakaria en el año 1997, defendió que era una democracia cuya «esencia es la protección de la libertad cristiana», porque la nación es cristiana. Primero se es nación y, sólo después, democracia. Todos los que no encajan (los extranjeros y los no cristianos, así como las élites y los traidores), sobran. La democracia es la de la mayoría; el demos convertido en tirano. No es fruto del azar el que Orbán acabe de anunciar la convocatoria de un referéndum sobre la ley que veta los contenidos LGTBI a los menores para, especifica, «combatir la presión» de la UE, que ha abierto un expediente por su legislación homófoba.
Es el terror que está presente en las primeras reflexiones de los fundadores de la democracia moderna. Hamilton alertaba en 1788 de que la organización de la República debía afrontarlo. Tocqueville sentenciaba en 1835 que no se había conseguido; que en Estados Unidos se practicaba la tiranía. Tocqueville afirmaba: «Creo a la libertad en peligro cuando ese poder [social superior] no encuentra ante él ningún obstáculo que pueda contener su marcha y conferirle tiempo para moderarse a sí mismo». Y añade Hamilton: «En una república no sólo es de gran importancia asegurar a la sociedad contra la opresión de sus gobernantes, sino proteger a una parte de la sociedad contra las injusticias de la otra parte».
Una democracia sin valores se entrega a la mayoría para tiranizar a la minoría, a cualquier minoría, a todo aquél que no es como los demás. La solidaridad con el que no es igual desaparece arrastrada por el miedo. Los menores repatriados son extranjeros y, además, adornados por los peores títulos, por aquellos que los convierten en amenazas. Unos son expulsados (menores marroquíes) y otros son recibidos (afganos). Todo depende del color de la etiqueta que se les coloque. Frente a los peligros que adornan a unos, los otros son víctimas de la persecución, además, por encarnar los valores que nos dan sentido como democracia; hasta que esa etiqueta caiga y sea sustituida por otra. ¿Estamos viviendo la versión afgana del momento barco Aquarius?
La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea proclama que «la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y el Estado de derecho». Y, sin embargo, se actúa de otra manera. Orbán deshumaniza la democracia, le arrebata los valores que los países de la Unión Europea proclaman. Pero éstos los desautorizan con su comportamiento. Los países de la Unión están trabajando en cómo evitar la llegada masiva de refugiados afganos. No nos puede extrañar ni el descrédito, por hipócrita, de la democracia liberal; ni que en España se violenten la ley, los principios y los valores, expulsando a menores. En el fondo, nimbysmo y solo nimbysmo. Se les quiere ayudar, pero bien lejos. Se proclama la defensa de la libertad, la igualdad y la solidaridad, pero siempre y cuando no tenga costes. Gratis total, sin cargas que soportar, como si la libertad no incluyese la responsabilidad respecto del otro, del que necesita de nuestra solidaridad. Esa es hoy, más que nunca, la otra cara de la libertad. Soy libre si soy solidario. Es el valor de la libertad.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo.