Sinfonía napoleónica

Sesenta mil volúmenes componen una notable biblioteca; mucho más, si tienen todos el mismo protagonista. Un lector que leyera un libro cada día de su vida, sin dejar uno, tardaría más de ciento sesenta años para completar esa tarea... Según Guy Sorman, en ABC, ése es el número de obras que se han escrito sobre Napoleón. Después de eso, ¿puede aportar algo al lector una nueva novela? ¡Por supuesto que sí! En arte, el tema es sólo un punto de partida, lo que importa es el tratamiento que le da un creador. «Anfitrión 38» tituló irónicamente Jean Giraudoux su enésima versión del mito clásico.

La «Sinfonía Napoleónica» de Anthony Burgess, que acaba de publicarse en España, vuelve a plantear las relaciones entre novela, música y cine. Burgess (1917-1993) cultivó todos los géneros literarios y fue también compositor. Su mayor popularidad la alcanzó gracias a la brillante y escandalosa versión que, en 1971, hizo Stanley Kubrick de «La naranja mecánica».

Napoleón ha atraído a muchos cineastas: Abel Gance (dos veces), Henry Koster, Sacha Guitry, King Vidor, Sergei Bondachurk... Lo han encarnado muchos grandes actores: Charles Boyer, Marlon Brando, Herbert Lom, Rod Steiger... No es extraño que también lo intentara el genial Kubrick. Al concluir, en 1968, «2001. Una odisea del espacio» (probablemente la película, en toda la historia, que ha hecho correr más ríos de tinta) vuelve sus ojos a Napoleón. Con su habitual modestia, quiere lograr «la mejor película que nunca se haya hecho». Y, con su obsesión por los detalles, contrata a un historiador de Oxford, Félix Markham, para que le ordene, en miles de fichas, qué es lo que hizo Napoleón, día por día, a lo largo de toda su vida: qué comió, cómo se llamaban sus criados, dónde y con quién durmió... Pero una documentación tan abrumadora no resolvía el problema del punto de vista narrativo.

Después del éxito de «La naranja mecánica», en diciembre de 1971, Kubrick le pide ayuda a Burgess. Imagina éste que la clave puede ser musical: Beethoven pensó dedicar su «Tercera Sinfonía» a Napoleón, como símbolo del ideal ilustrado de liberación de todos los seres humanos, pero luego se decepcionó, al ver cómo se proclamaba Emperador. Finalmente, la obra se tituló «Sinfonía Heroica, compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre».

¿Cómo no le iba a gustar este enfoque a Kubrick, uno de los directores de cine con mayor sensibilidad musical? (En «Barry Lyndon», por ejemplo, da un nuevo sentido dramático a un «Trío» de Schubert que, hasta entonces, se consideraba sólo como «música de salón»).

Trasladar a la literatura una estructura musical es tarea que ha tentado a varios novelistas contemporáneos: en «El acoso», de Alejo Carpentier, curiosamente, es también la «Sinfonía Heroica» de Beethoven la que proporciona el marco narrativo. Con agudísima inteligencia lo intenta Aldous Huxley, en «Contrapunto»: «Musicalizar la novela. No a la manera simbolista, subordinando el sentido a los sonidos, sino en gran escala, en la construcción. Meditar sobre Beethoven: los cambios, las transiciones abruptas...». Beethoven, una vez más.

Se pone Burgess a la tarea y, un año después, le entrega a Kubrick un relato, pero no le convence. La Fundación Burgess ha publicado hace poco la respuesta del cineasta: «No sé cómo escribir esta carta: es tan doloroso para mí redactarla como va a ser para usted leerla». Le parece un texto «obviamente excelente», pero ve problemas en la cronología, los diálogos poco realistas, la comicidad que rebaja lo heroico... Concluye: «No es una obra que pueda ayudarme a hacer un filme sobre Napoleón».

Kubrick abandona el proyecto. Ya con total libertad, Burgess escribe su «Sinfonía Napoleónica. (Una novela en cuatro movimientos)», que publica en 1974. Todavía hace una adaptación teatral, para la Royal Shakespeare, que no llegó a representarse, y una versión radiofónica, que ha estrenado hace poco la BBC.

La novela está dedicada «A mi querida esposa» y también «a Stanley J. Kubrick, maestrodi color... ». Parece agradecimiento, pero, en realidad, supone una refinada venganza. La frase italiana está tomada del «Infierno» de Dante, que la aplica a Aristóteles, pero el novelista la ha tomado de su admirado James Joyce, al referirse a un personaje «calvo y millonario»: con su dedicatoria, eso mismo le está llamando Burgess a Kubrick...

Más allá de las anécdotas, nos queda una novela grande, inteligente, pero de lectura no fácil: no aclara los antecedentes, incluye fragmentos poéticos, combina lo heroico con lo grotesco...

Como la «Tercera Sinfonía», está dividida en cuatro partes, que respetan la proporción y la tonalidad de la obra musical. El «Allegro con brio» inicial presenta al Napoleón heroico de las campañas de Italia (y al ardiente enamorado de una Josefina que lo engaña): concluye «a toda orquesta» con la ceremonia de su coronación como Emperador. Como el segundo tiempo de la «Sinfonía» es una «Marcha fúnebre», imagina Burgess a un Napoleón que sueña con su muerte pero luego «resucita», con la trágica tonalidad de la retirada de Rusia. El tercer tiempo, mucho más breve, es un «Scherzo», casi una broma: asiste el Emperador a una representación teatral de «Prometeo» (otro tema beethoveniano), se identifica con el héroe que robó el fuego a los dioses y fue castigado. El tiempo final lo presenta en Santa Elena: se ilusiona con una jovencita, recuerda a María Walewska, sufre a los médicos ingleses, dialoga con la Muerte sobre lo que es un Héroe...

Los contrapuntos son constantes: lo alto y lo bajo, lo serio y lo cómico, lo bélico y lo erótico, victorias y derrotas, los dos sentidos de lo escatológico... No ha querido Burgess emular a Tolstoi –sabe que sería una locura–, sino, a la vez, a James Joyce y los Monty Python: la grandeza de un héroe y su fracaso. Cuando tantos historiadores convierten en protagonistas a entes abstractos (el Mediterráneo, la lucha de clases o el cambio climático), el novelista sigue centrándose en los ideales, sentimientos y miserias de los seres humanos. Igual que Beethoven.

Como también era músico, Burgess podía haber compuesto un poema sinfónico, «La vida de un héroe» (ya lo había hecho Richard Strauss). No tengo duda de que la hubiera estrenado Karajan, al sentirse aludido.

En su último artículo, Burgess, nostálgico del catolicismo, escribe sobre «El arte y la belleza de Dios»: la eterna aspiración a unir verdad, belleza y bondad. Concluye así: «Un arte puede hacer bello lo más terrible». Hasta las terribles carnicerías de las batallas napoleónicas. Eso mismo creían Beethoven y Goethe: «Por el dolor, a la alegría».

Andrés Amorós es escritor y catedrático de literatura de la Universidad Complutense.

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