Singulares

El acuerdo alcanzado entre el Gobierno y el PNV para la transferencia de las políticas activas de empleo a Euskadi, incluidas las bonificaciones a las empresas, suscitó durante la pasada semana reacciones que reflejaron el desconcierto con el que se vive la España autonómica. Algunas de las comunidades que han reformado sus estatutos se aprestaron a reivindicar el traspaso o a mostrarse favorables al mismo, mientras que otras dijeron sentirse injustamente relegadas. Aunque gracias al cortafuegos habilitado por el PP, con la sospecha o acusación de que el acuerdo "rompe la caja única de la Seguridad Social", la demanda de tal competencia no se convirtió en un clamor. Era lógico pensar que durante la negociación con el PNV el Gobierno barajara la posibilidad de generalizar tal cesión competencial. Extremo que se encargó de negar la vicepresidenta Fernández de la Vega, mostrándose abierta a estudiar las solicitudes que le lleguen al Ejecutivo.

El poder central ha dado un trato diferencial a una comunidad histórica no porque ésta sea acreedora a dicho título, sino porque ello garantiza la mayoría parlamentaria precisa para tramitar los presupuestos y dar continuidad a la legislatura. Algo parecido ocurrió hace un año, cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero obtuvo el favor del PNV a cambio del llamado blindaje del concierto económico. Resulta significativo que el desarrollo del autogobierno previsto en un Estatuto, su reforma o su perfeccionamiento jurídico precisen siempre de un gobierno central necesitado de apoyos. Pero la misma arbitrariedad que convierte un acuerdo en histórico sencillamente porque la transferencia ha estado pendiente durante tres décadas resta argumentos a la singularización autonómica. Como resultaría incongruente que el Gobierno central recurra a modificaciones en la legislación básica para contrarrestar políticamente el recorte del Estatut por parte del TC, y se niegue a la extensión de la transferencia pactada con el PNV a otras autonomías. Desde el momento en que el interés político más inmediato ha ido formando parte del diseño autonómico, nadie puede apelar a la coherencia jurídico-constitucional o a la fidelidad hacia sus particulares principios ideológicos para contener o conceder en exclusiva las demandas de autogobierno. Del mismo modo, a estas alturas nadie puede dárselas de consecuente para reivindicar la singularidad de su comunidad hasta el punto de negar a las demás un marco competencial análogo, o subir sistemáticamente más peldaños de autogobierno a medida que las otras autonomías se le acerquen.

La dialéctica del café para todos frente a las nacionalidades históricas, y la de éstas frente a las autonomías de segunda se ha ido diluyendo con el paso del tiempo y con la utilización política y partidaria del hecho autonómico. Hasta el punto de que ni siquiera el Constitucional tiene la última palabra cuando los ejecutivos y los legislativos se aprestan a sortearla mediante nuevos ingenios legales. No les falta razón a quienes alegan que el Alto Tribunal se ha convertido en una instancia legisladora en materia autonómica. Pero ello se debe en gran medida a la desidia con la que las formaciones que ocupan los escaños parlamentarios han abordado el desarrollo autonómico, derivando las cuestiones más polémicas al TC.

En este estado de cosas decae el argumento de que el concierto y el convenio económicos deben ser para siempre privativos de Euskadi y de Navarra. "La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales", pero aunque su disposición adicional primera sirviera de percha para el afianzamiento de una autonomía financiera y fiscal tan singular, el pasado no puede convertirse en causa para negar el acceso a tal prerrogativa a las demás comunidades autónomas. El problema es que la eventual extensión del sistema de concierto o convenio y cupo, tal cual es aplicado en el caso vasco y navarro, subrayaría de tal forma las diferencias territoriales que impediría los mínimos de cohesión social en que se basa el Estado constitucional. Dicho con otras palabras, vendría a demostrar que la situación de Euskadi y de Navarra es privilegiada, y estas dos comunidades no participan en los flujos de solidaridad que tienden  a igualar a todas las demás. Algo que sólo podría mantenerse mediante un sistema de concierto y cupo generalizado tan corregido que tendría poco que ver con el actual modelo de financiación vasco o navarro. En este sentido, cabría concluir que el posible acceso de Catalunya a un régimen de concierto dependería de que Euskadi y Navarra estuvieran dispuestas a compensar su privilegiada posición con una mayor aportación a la solidaridad.

Kepa Aulestia