Sir Patrick Leigh Fermor

Gracias a no haber ido a la universidad, Patrick Leigh Fermor llegó a ser uno de los mejores escritores ingleses del siglo XX. Todo comenzó porque lo expulsaron del colegio al ser descubierto cogido de la mano con la hija del tendero de ultramarinos. Luego se empeñó en ir andando hasta Constantinopla (no quería decir Estambul) y ahí empezó a completar la nada desdeñable educación secundaria recibida. Emprendió el camino con 18 años, en 1933, y dos años después llegó a Constantinopla. Dormía en albergues de jóvenes, en un pajar o en los castillos de la nobleza centroeuropea, que brindó generosa hospitalidad y amistad —y amor en más de una ocasión— a aquel guapo y simpático muchacho inglés. Después prolongó el viaje por Grecia, donde participó en una carga de caballería contra un golpe de estado republicano y, más importante aún, conoció a la Princesa Balasha Cantacuzeno, una rumana hermosísima bastante mayor que él. Se enamoraron en el acto y pasaron dos años juntos viviendo en castillos remotos, mientras ella pintaba y él traducía libros. Hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial y Patrick Leigh Fermor volvió apresuradamente a Inglaterra para alistarse, primero en la Guardia Real y luego en el Special Operations Executive. Se había disipado para siempre el peligro de ir a la universidad y aprender a hacer auditorías o el uso del aoristo. Podía seguir aprendiendo a ver, a vivir y a escribir, sin asomo de jactancia.

Su educación fue pues verdadera y honda: enriqueció y adiestró sus ojos, su mente y su corazón. Le sedujo el mosaico de lenguas, paisajes y arquitecturas que entonces aún sobrevivían en Europa, y sus gentes, tribus y naciones. Como era generoso brindó sus recuerdos y saberes, de palabra y por escrito, a propios y extraños.

Cuando celebramos sus 85 años en Londres se pudo comprobar por el ambiente durante la cena y por la subsiguiente oratoria de manteles que la imagen que todos tenían de su viejo o nuevo amigo (las edades de los comensales oscilaban entre los cien y los treinta cinco años) coincidían en varios rasgos: su alegría y su generosidad, y también su simpatía en el sentido más hondo, etimológico de la palabra. Curiosamente dieciséis años después, en su entierro, los comentarios fueron muy parecidos. Aquella noche en Londres el primero que habló, su amigo Jellicoe, dijo de él que la virtud que en grado menos relevante lo adornaba era la castidad. El anfitrión recalcó la generosidad de Paddy (ya para entonces nadie en Inglaterra llamaba de otra manera al distinguido escritor y héroe de guerra) recordando su insólita capacidad de querer y apreciar a todos los grupos nacionales o sociales que en general se detestaban entre ellos. Paddy admiraba a griegos y turcos, magiares y rumanos, judíos y alemanes, incluso a sus propios enemigos en tiempo de guerra, como el General Kreipe al que hizo prisionero en Creta y con quien recitó la oda I.ix. Ad Thaliarchum de Horacio contemplando las nieves del Monte Ida, en latín, claro. El propio anfitrión, siempre inquieto por el riesgo de pasar la eternidad en el cielo mal colocado al lado de algún pelmazo, le advirtió a Paddy que su virtud se vería recompensada doblemente, puesto que ya en el paraíso debían de estar esperándolo tantos amigos que él cita en sus viajes y tan distintos como los turcos viejos en la isla danubiana de Ada Kaleh, o las dos muchachas campesinas en Transilvania que descubrieron a Paddy y a su amigo nadando desnudos en el río y luego retozaron felices tras un pajar, o el Hermano Peter con quien jugó a los bolos, o los rastafarios caribeños con quienes habló sobre Haile Selassie, o el sabio danubiano de Persenbeug, o Dom Gabriel Gontard, septuagésimo octavo Abad de Saint-Wandrille.

Pero quien mejor definió en aquella larga y alegre sobremesa el carácter y el estilo de Patrick Leigh Fermor fue Norwich, cantando su peculiar versión de You´re the top aplicada a Paddy, que parodiaba a la vez al popular Cole Porter y al culto Browning con versos aliterativos y de rima interna tales como You´re the bubbling bard who finds it hard to stop / which is why we murmur, Fermor, you´re the top!

Sin embargo y con ser todo esto por completo verdadero además de risueño, no era toda la verdad. Dentro de este conversador brillante, ameno y alegre había un trabajador infatigable que corregía pruebas hasta agotar a su editor. Tenía la convicción —acertada por lo demás— de que el ritmo de la prosa requería cambiar varias palabras si se cambiaba una sola, con lo cual se producían unas cascadas de longitud incalculable. Cuando se vió aquejado por esa desesperante dolencia que es la sequía de la pluma del escritor —calculo que en su caso, como en otros, eso ocurrió cuando abandonó los cigarrillos, esos mismos que lo llevaron a la tumba hace unos días— y cada vez que le preguntaban por el volumen pendiente sobre su caminata a Constantinopla se enfadaba o entristecía, y a veces se refugiaba en mentiras inocentes, como cuando algunos amigos le sugerían que no intentase, por una vez, escribir con todos los esplendores barrocos de su prosa habitual, y que fuese menos ambicioso en este su probable último libro. Pero desarmaba a todos contestando con manso y modesto orgullo: «Es que yo no sé escribir de otra manera. No puedo». No era verdad; nunca es verdad cuando un escritor viejo dice eso. Paddy escribía maravillosas cartas llenas de humor y de amor, ambos expresados con sencillez al final de su vida. Y nunca perdió la gracia, en todos los sentidos de la palabra. Por dos veces, en estos últimos y tristes días después de su muerte, una vieja y querida amiga suya que expresamente desea ser citada, Debo Devonshire, me dijo «cuando escribas sobre Paddy cuenta cuánto hemos reído ». Dicho queda, o al menos apuntado.

Eterno caminante por la Via Pulchritudinis, buscó la belleza en lo pequeño y en lo grande. El mismo adolescente que acompañaba sus primeros pasos por los caminos fríos de Alemania a principios de 1934 con una reserva cuantiosa de poesía en la memoria, recitaba a veces a Lewis Carroll y otras el Stabat Mater o el Dies Irae. Y el mismo muchacho, ochenta años después, fue despedido en un funeral de honda belleza, ordenado por él en música y textos que incluían el Protoevangelio de Santiago. El cura anglicano terminó el oficio de cuerpo presente con un «Descansa en Paz y levántate en la Gloria». En exacto paralelo —Muerte y Resurrección— un corneta de su antiguo Regimiento de la Guardia Irlandesa acompañó la inhumación con los dos toques de ordenanza, Silencio y Diana.

El entierro coincidió con un rompimiento de gloria.

Marqués de Tamarón, escritor y diplomático.

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