Sir Winston y míster Dawson

Lo que creíamos imposible hasta hace no tanto, ha sucedido: los bárbaros ya no están a las puertas, sino que han penetrado hasta el corazón mismo de la ciudad sitiada. Pero no nos fustiguemos demasiado porque razones había para esa creencia. Midamos el arrojo de los sacristanes de los fundamentalismos vasco y catalán, la sofisticación intelectual de los albaceas de ETA y la brillantez estratégica de los comunistas Hare Krishna de Podemos: ellos jamás lo habrían logrado solos.

Pero lo que nadie podía prever es que el PSOE, uno de los grandes protagonistas de estos últimos cuarenta años de convivencia democrática, fuese el Don Julián que terminase entregando las llaves del régimen constitucional del 78 a sus enemigos. A los enemigos declarados de la Transición, que es tanto como decir a los enemigos declarados de lo que los españoles un día, juntos, decidimos ser: no sólo una nación antigua creada por una gloriosa historia común, sino además (y por encima de todo, para muchos) una nación constitucional de ciudadanos unidos voluntariamente por el anhelo común de preservar su libertad, tanto tiempo arrebatada.

El retrato de Pedro Sánchez y sus aliados no alimenta la esperanza: la ambición del brazo del totalitarismo comunista y el supremacismo independentista. Ya se trate de un fin en sí mismo o de un mero instrumento para alcanzar el poder, el objetivo común de destruir la nación constitucional española vuelve a hacer extraños compañeros de cama: la intemporal muchachada revolucionaria de Podemos en fraternal cohabitación con la burguesía reaccionaria de Neguri y Pedralbes.

Todos unidos con el adhesivo de Pedro Sánchez, en una alianza construida sobre la mentira, la frivolidad y el autoengaño. La mentira del presidente Sánchez, que ganó las elecciones prometiendo a los votantes socialistas justo lo contrario de lo que ha hecho tras ellas: anunciar su disposición a regatear los principios básicos del “candado del 78” (Podemos dixit). Y la frivolidad y el autoengaño de muchos votantes nacionalistas y populistas, que una vez más no han dudado en malvender el oro de su libertad a cambio de unas baratijas inconcebibles en pleno siglo XXI, ya se trate de la romántica reivindicación de la pequeña patria sojuzgada o del regreso prometido a los ideales del póster de la adolescencia.

Y siempre apartando la vista para no ver el monstruo que habita detrás: el tribalismo insolidario y racista más rancio, que exhiben sin pudor las obras de Sabino Arana o Pompeu Gener; o el totalitarismo uniformizador y alienante de toda la vida, perfecta maquinaria destinada a despojar a los hombres de su condición de ciudadanos para transformarlos en “gente”, término tan del gusto de los que aspiran a reeducarla y mandarla.

Poco importa ya que la razón de Pedro Sánchez haya sido una ambición cortoplacista de alargar su disfrute de los privilegios del poder, un poco más y a cualquier precio (incluso el de la ofensa a sus muertos); o un plan más ambicioso de cambio de régimen, sustituyendo una sociedad solidaria y libre por unos reinos de taifas esculpidos a golpe de trincheras ideológicas, privilegios territoriales e ingeniera social. Y no importan las razones de Pedro Sánchez porque la que al final prevalecerá será la de su socio Podemos, que es esta última.

Que nadie lo dude porque, como Izquierda Unida antes, el PSOE ya se ha suicidado, aunque no se haya enterado todavía. El viejo partido de Besteiro y Redondo ha pasado a ser una muesca más en el revolver de Pablo Iglesias, que al final se quedará como único líder de la banda.

En estos tiempos de zozobra, con media España preguntándose, entre boquiabierta y alarmada, si realmente tiene algo que ver con la otra media, tal vez convendría volver a ver el Dunkerque de Christopher Nolan, antes de recurrir a la solución más drástica del exilio. Dos escenas merecen traerse a colación.

La primera de ellas transcurre en un pequeño puerto del sur de Inglaterra. Churchill ha dado la orden de requisar todas las embarcaciones civiles que puedan servir para recoger a los soldados británicos cercados por el ejército nazi en las playas de Dunkerque. Pero el Sr. Dawson, dueño de un pequeño bote anclado en el puerto, no cumple la orden. Acompañado de su hijo y de un amigo de éste, iza el ancla y se lanza al mar. Su destino es el Canal de la Mancha: él mismo irá a recoger a los soldados porque, como sentencia, “No tendremos casa si se produce una masacre en el canal”.

Pero lo que realmente impresiona de esta escena es que cuando el Sr. Dawson suelta las amarras, lo hace sin contar cuántos son los vecinos que le siguen y sin saber siquiera si le acompañará alguno. No se para a mirar a los lados porque lo único relevante para él es que hacerlo es su deber.

La segunda escena se encuentra ya casi al final de la película. El comandante Bolton, oficial a cargo del muelle de Dunkerque durante la evacuación, es informado de que los alemanes han logrado rebasar el perímetro de protección defendido por sus aliados franceses. Pero cuando ya está a punto de darlo todo por perdido, cree ver algo en el horizonte. Enfoca los prismáticos y sonríe: el mar está lleno de pequeñas embarcaciones. Son sus compatriotas. El pueblo inglés que acude en auxilio de sus soldados. Ahora sabemos que el Sr. Dawson no partió solo.

En ese preciso instante, el desastre militar de un ejército se transformó en la victoria moral de una nación, que como un solo hombre se lanzó al mar para defender a su país y, con él, su libertad. Pero lo verdaderamente importante de esta historia es que esa gesta fue el fruto exclusivo de las decisiones individuales de miles de señores Dawson que, sin saber unos de otros, decidieron tomar el mismo camino.

Ningún político se lo pidió ni a ningún lugar acudieron en busca de compañía para no hacer solos la travesía. Sabedores de que la supervivencia de Inglaterra dependía de rescatar a las tropas británicas atrapadas en Francia, cada uno de ellos tomó esa decisión en la soledad de su conciencia. No necesitaron más. Tan sólo someterse el dictado de su propia responsabilidad para con su país.

“¿Qué hacer?”, nos preguntamos todos después de ver la muerte en directo del consenso constitucional en la tribuna del Congreso, a manos del PSOE. Es claro que todo demócrata responsable aceptaría agradecido cualquier pacto de unión que se intentase entre los partidos constitucionalistas. Esto no se discute.

Pero, tal vez, esto ya no sea hoy suficiente. La grave crisis nacional que se ha desatado sobre España, y que sin duda empeorará, hace necesario algo más: que el protagonismo pase de los partidos políticos a los ciudadanos.

Ya no vale con delegar la solución en otros. Es la hora de que cada uno de nosotros asuma su propia responsabilidad, acudiendo en defensa de ese cuarentón tesoro de libertades que llamamos Constitución y que tanto tiempo hemos tardado en conquistar. Es la hora de que cada uno de nosotros comprenda que, en ocasiones, la preservación de la libertad exige los cuidados de los que la disfrutan.

¿Cómo? Afortunadamente, no es necesario (por ahora) el grado de coraje del Sr. Dawson. Basta con tomar conciencia de que lo que está en juego ya no es una cuestión de izquierdas o derechas, de impuestos, Concordato, toros o Trump; sino la propia supervivencia del modelo de convivencia que los españoles nos dimos en 1978. De que aquello de que un español “no vota a” un partido, sino que “es de” un partido, ha de dejarse atrás, porque hoy es la nación la que necesita de toda nuestra lealtad.

En definitiva, tomar conciencia de lo que está pasando, sin apartar la vista ni relativizar la amenaza. Ver, comprender e indignarse, y sobre todo conservar lo vivido en la memoria para luego no olvidarlo cuando las urnas nos permitan responder. Porque, aquí y hoy, nuestros particulares soldados de Dunkerque somos nosotros mismos: los españoles que, anestesiados, llevamos demasiado tiempo asistiendo impasibles al riesgo del desmoronamiento de nuestro propio modo de vida.

Si así lo hacemos, al menos habremos evitado padecer la misma sensación de naufragio moral que experimentaron muchos de nuestros abuelos durante el franquismo, cuando terminaron viéndose como traidores a la causa de su propia libertad por no haber sentido siquiera la angustia de su ausencia.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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