Siria a la luz de Libia

¿Valió la pena la intervención internacional en Libia, donde cayó el régimen despótico de Gadafi pero también murieron entre 10.000 y 30.000 libios y los excesos de algunos países socavaron el principio de la responsabilidad de proteger? Con unos 7.500 sirios muertos y en un contexto regional muy frágil, ¿qué criterio debe guiar ahora la decisión de una posible intervención internacional en Siria?

Son preguntas de difícil respuesta. Pero merecen una reflexión seria y están íntimamente relacionadas. El hecho de que Hillary Clinton haya dicho que comparar Libia y Siria supone una “falsa analogía” demuestra hasta qué punto la experiencia de la intervención en Libia está condicionando el debate sobre Siria.

Aunque las principales razones para no intervenir militarmente en Siria son otras que el precedente libio —la relativa fuerza del régimen, las divisiones entre la oposición y el miedo a prolongar una lucha étnica y sectaria con actores interpuestos en pleno Oriente Próximo— este está siendo usado por diferentes actores como argumento a favor o en contra de una intervención internacional en Siria.

China y especialmente Rusia son los más importantes, al suponer sus vetos el principal obstáculo a una respuesta más contundente de la comunidad internacional en Siria. Aunque las razones reales por las que Moscú frena hoy una respuesta más contundente al régimen de Bachar el Asad también incluyen preservar su único aliado en la región y la base naval de Tartus, Putin proclama: “A nadie se le puede permitir que intente implementar el escenario libio en Siria”. Para Rusia y China, su abstención en el Consejo de Seguridad de la ONU dio luz verde a una intervención en Libia de la OTAN que violó el mandato acordado.

El mandato para la intervención en Libia —que aprobó “todas las medidas necesarias” para proteger a la población civil salvo “una fuerza de ocupación extranjera” basándose en una zona de prohibición de vuelos y un embargo de armas— nació como un éxito para el principio de la responsabilidad de proteger.

Pero la escalada militar por parte de la OTAN, cuando una matanza en Bengasi ya había sido prevenida, y especialmente el suministro de armas a los rebeldes por parte de Francia y de Catar, causó la indignación de muchos otros países desde India y Brasil (que como Rusia y China también se abstuvieron en el Consejo de Seguridad) hasta Turquía y Noruega (que participaron en la misión). Incluso el entonces secretario general de la Liga Árabe Amr Moussa, que había pedido una intervención, se quejó de los métodos de esta.

En EE UU la intervención en Libia despertó divisiones entre la Administración y la opinión pública. Aunque el Departamento de Defensa intentó frenar una intervención por los peligros de apoyar a unos rebeldes de credenciales democráticas dudosas, finalmente un Obama cauto optó por una intervención estadounidense limitada al mandato de la ONU.

No obstante, los excesos de algunos países dieron argumentos de peso a los escépticos que consideraban que siempre fue una misión dirigida a cambiar un régimen impulsado por intereses económicos. Pero en Libia lo que pareció predominar fueron las ansias de Sarkozy y Cameron de resarcirse del dudoso papel que habían jugado hasta entonces sus países en las revueltas de Túnez y Egipto. Y el brutal régimen de Gadafi, responsable de la muerte de inocentes y falto de amigos, era un objetivo fácil.

A diferencia de la Siria actual (donde la ONU calcula que ha habido 7.500 muertos comparados con los 250 que estimaba Human Rights Watch en Libia antes de la intervención), no había obstáculos estratégicos o geopolíticos aparentes a una operación. Pocos Estados se oponían a la caída de Gadafi y había un territorio controlado por los rebeldes que proteger. De este modo, ante la pregunta de por qué intervenir en Libia y no en Siria se podría razonar que en Libia se respetaba el principio que una intervención que no debía producir un mal mayor. Y mejor una intervención que proteja a civiles que ninguna.

Pero dada la forma en que transcurrió la intervención, y a pesar de la caída de Gadafi, la responsabilidad de proteger quedó mal herida. En la London Review of Books el arabista Hugh Roberts recuerda que el conflicto en Libia “no era étnico ni racial sino político, entre defensores y opositores al régimen de Gadafi” y que no se dio una oportunidad seria a encontrar una salida negociada al conflicto. Gareth Evans, exministro de Asuntos Exteriores de Australia y uno de los principales impulsores de esta salida, reconoce que al extenderse un mandato limitado para la protección de civiles a otro “realmente ilimitado para el cambio de régimen”, Libia dañó la imagen de la responsabilidad de proteger como principio de acción entre muchos países a favor de los más débiles.

Con la muerte de Gadafi, Sarkozy, Cameron y los medios de comunicación no dudaron en declarar la misión como un éxito. Pero unos tres meses más tarde, el aniversario del comienzo de la revolución libia ha servido para que los mismos medios presentasen un balance sombrío: un país donde milicias armadas enfrentadas ignoran al Gobierno de transición y cometen terribles violaciones de derechos humanos ante una sociedad indefensa.

Tras una visita a Libia en noviembre pasado pude comprobar que la realidad está, como casi siempre, en ese enorme terreno gris entre el blanco y el negro de una y otra versión. Es verdad que las milicias armadas nacidas del conflicto se resisten a entregar sus armas, pero también que la mayoría actúa responsablemente. Aunque siguen existiendo centros de detención ilegales sobrepoblados por africanos subsaharianos inocentes, poco a poco estos empiezan a ser controlados. Y aunque muchos libios se manifiestan por la lentitud del Gobierno de transición, se avanza en un proceso democrático que debería llevar a unas primeras elecciones antes de junio.

Un mensaje inequívoco traslució de todos los testimonios personales que pude escuchar en Libia: tras más de ocho meses de un sangriento conflicto y 42 años de un régimen despótico, los libios entienden que deben superar sus diferencias para construir una nueva Libia. No será fácil llenar el vacío institucional existente y afrontar la reconciliación nacional pendiente, pero a su favor tienen una población étnicamente homogénea, pese a las diferencias tribales, y las mayores reservas de petróleo en África.

Después de la visita a Libia, tiendo a pensar que sí valió la pena porque confío en que de la caída del deplorable régimen de Gadafi surgirá un país mejor. ¿Pero quién se atreve a juzgar cuántas muertes justifican o no la caída de un régimen? ¿Y quién sabe hasta qué punto los excesos de la intervención en Libia pueden servir para frenar futuras intervenciones bajo la responsabilidad de proteger?

Con estas consideraciones en mente, una intervención militar en Siria, que ni siquiera ven clara muchos sirios y países de la región, parece acertadamente descartada por el mal mayor que podría producir. Aparte de las sanciones, ahora se barajan otras formas de intervención internacional como la creación de corredores humanitarios o zonas seguras. Estos podrían ayudar pero la prioridad debe ser conseguir un alto al fuego. Con unas 7.500 personas muertas es un imperativo moral frenar la sangría.

Si el régimen de Bachar el Assad no responde, nos podemos ver en una coyuntura muy difícil. A la hora de actuar militarmente, la experiencia en Libia aconseja una estrategia que busque la protección de los sirios pero sin olvidar que cómo se consiga este fin redundará más allá del conflicto en cuestión, tanto en el escenario posconflicto como en otros casos. La clave es actuar cuando se considera que globalmente se puede hacer más bien que mal. Lo difícil es saber cómo hacerlo.

Por Juan Garrigues, investigador principal en el CIDOB.

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