Tema: El “efecto dominó” ha llegado a Siria. Los manifestantes exigen más libertades y el fin del Estado autoritario. El régimen sirio ha decidido blindarse considerando que las reformas no deben realizarse bajo presión popular.
Resumen: Siria se encuentra en el ojo del huracán. La revuelta que se inició en Deraa ya ha tenido réplicas en buena parte del territorio (incluida la periferia de Damasco), aunque por ahora las manifestaciones distan de ser multitudinarias y el régimen no considera amenazada su supervivencia. En su discurso ante el Parlamento, Bashar al-Asad denunció una conspiración extranjera destinada a provocar una guerra sectaria y destruir al último bastión del arabismo. Pese a descartar realizar reformas baja la presión de la calle, el presidente ha adoptado varias medidas bien recibidas por la población, entre ellas el aumento del sueldo de los funcionarios, la liberación de algunos presos políticos, la formación de una comisión para suprimir las leyes marciales, la limitación del servicio militar obligatorio y la concesión de la ciudadanía a 250.000 kurdos del Hasake. Está por ver si estos guiños consiguen desactivar por sí solos las protestas.
Análisis
El movimiento del 18 de marzo
Tras la caída de Ben Ali, los dirigentes árabes se apresuraron a destacar las especificidades de cada uno de sus países para alejar la hipótesis de un efecto contagio. Mubarak consideró que Egipto no era Túnez y que las movilizaciones populares no derribarían su régimen. Otro tanto ocurrió en Siria, que consideraba que otros países como Libia, Yemen o Bahréin eran mucho más vulnerables a la ola democratizadora árabe.
Los males que aquejan al mundo árabe tienen un mismo diagnóstico: el malestar popular por el deterioro de la situación económica y la perpetuación de regímenes autocráticos. Según el PNUD, una tercera parte de los 22 millones de sirios vive bajo el umbral de la pobreza. El 65% de la población siria tiene menos de 35 años y el 40% menos de 15. Cada año tratan de incorporarse al mercado laboral 200.000 personas y el sector público tan sólo es capaz de absorber a una tercera parte de ellos. Los jóvenes, además, deben hacer el servicio militar obligatorio debido al estado de guerra todavía vigente (aunque su duración se ha limitado notablemente, pasando de dos años y medio a un año y medio en los últimos 10 años).
Casi cinco décadas después del golpe de 1963, el Baaz sigue siendo el partido único. El régimen sirio no sólo es represivo (se estima que hay unos 2.500 presos políticos), sino que además ha intensificado su deriva autoritaria desde la llegada de Bashar al-Asad. Al abrigo de la liberalización económica, los prohombres del régimen han acumulado inmensas fortunas. La “mafia gobernante”, como suele denominarse popularmente la alianza clánico-familiar que rige los destinos del país, actúa con absoluta impunidad debido a su control de los principales resortes del Estado.
La convocatoria de un “Día de la Ira” para el 18 de marzo por parte de la desconocida plataforma Revolución Siria contra Bashar al-Asad movilizó a miles de sirios en buena parte del país. La ciudad sureña de Deraa asumió desde un principio el protagonismo y las manifestaciones fueron reprimidas con extrema dureza por las fuerzas de seguridad. Si bien es cierto que el motivo inicial de la protesta fue la detención de unos escolares que habían hecho pintadas antigubernamentales, también lo es que la crisis económica, acentuada por una sequía que se prolonga desde hace cuatro años, ha tenido efectos devastadores sobre la agricultura, principal fuente de riqueza de la región sureña de Hawran, multiplicando el descontento entre su población.
La mayor parte de las 121 víctimas contabilizadas hasta el momento proceden de Deraa. Otras ciudades se han sumado a la contestación, entre ellas Homs, Alepo, Hama y Qamishle, aunque es en Latakia (una zona predominantemente alawí) y en Duma (un suburbio de Damasco) donde la represión ha sido más cruenta. Las manifestaciones, que apenas han movilizado a unos pocos miles de personas, representan un desafío sin precedentes para el régimen sirio. Las sedes del Baaz, las comisarias y las tiendas de de la compañía Syriatel han sufrido la ira de los manifestantes que demandan mayores libertades y critican la corrupción endémica del régimen.
En un primer momento, el gobierno acusó de la violencia a islamistas foráneos que buscaban desestabilizar el país. La televisión estatal llegó a mostrar un arsenal de armas supuestamente hallado en el interior de la mezquita de Omari en Deraa. Según la versión oficial, los disturbios formaban parte de la guerra que el régimen libraba contra elementos yihadistas vinculados a los grupos Fatah al-Islam o Yund Allah, a los que se responsabiliza de una serie de acciones terroristas como el ataque a la embajada estadounidense de Damasco (2006) y el coche bomba contra una sede de los servicios de inteligencia en Sayda Zaynab (2008). El hecho de que previamente Ben Ali, Mubarak y Gadafi también hubieran descrito las movilizaciones populares como obra de al-Qaeda restó credibilidad a este argumento.
¿Es posible una guerra sectaria?
En su comparecencia ante el Parlamento el 30 de marzo, Bashar al-Asad volvió a reafirmarse en la teoría conspirativa. En su discurso, el presidente denunció que Siria hacía frente a una conspiración (mu’amara) destinada a provocar una guerra sectaria (fitna), acabar con el último bastión del arabismo y obligarle a deponer su resistencia. Además de Israel, también culpó a Qatar que, a través de al-Yazira, enviaría consignas a los manifestantes.
Aunque la posibilidad de que las revueltas provoquen una lucha sectaria es difícil de imaginar, la alusión presidencial a la fitna generó desasosiego entre buena parte de la población. Debe tenerse en cuenta que Siria es un país con una gran diversidad confesional. Si bien es cierto que los musulmanes son cerca del 90% de la población, también lo es que están fuertemente segmentados. Junto a una abrumadora mayoría suní (74% de la población) existen diferentes sectas chiíes que representan otro 16% (el 12% alawíes y el resto drusos e ismailíes). A ellos deben sumarse, al menos, un 10% de cristianos, en su mayor parte greco-ortodoxos y, en menor medida, católicos.
Las minorías confesionales han sido tradicionalmente leales al proyecto secular baazista, no sólo porque representaba un muro de contención frente a quienes demandaban la instauración de un Estado islámico, sino también porque les permitía asumir un mayor protagonismo sociopolítico. En el inconsciente colectivo todavía pesa el recuerdo de la guerra a vida o muerte que el régimen libró, entre 1979 y 1982, contra los insurrectos islamistas, que tachaban al régimen de apóstata. Debe recordarse, en este punto, que los alawíes son una secta minoritaria chií que deifica al imam Ali y cree en la trasmigración de las almas, doctrinas que chocan de lleno con la ortodoxia islámica y que a menudo han sido tachadas de heréticas. Por eso nadie (ni el régimen ni tampoco la oposición) quiere volver a esa etapa donde la lucha por el control del Estado provocó miles de víctimas.
La otra idea repetida por Bashar al-Asad en su discurso parlamentario fue la existencia de una mu’amara o conspiración destinada a sembrar la inestabilidad y provocar una guerra sectaria. Detrás de esta supuesta conspiración no sólo estaría, como cabría esperar, el archienemigo israelí, sino también algunos países árabes como Qatar, cuyo emir es propietario de la cadena al-Yazira. Altos responsables del régimen acusaron a dicho canal por satélite de movilizar a la población contra el régimen y, en particular, al influyente telepredicador Yusuf al-Qaradawi (el mismo que se dirigió a centenares de miles de personas desde la plaza cairota de Tahrir tras la caída de Mubarak) de azuzar a los suníes contra los alawíes desde su programa Al-shari‘a wa-l-hayat (La sharia y la vida), que cuenta con 40 millones de telespectadores. La consejera presidencial Buzaina Shaaban llegó a decir: “Las palabras de Qaradawi representan una clara y directa invitación a la lucha sectaria”.
El blindaje del régimen
Bashar al-Asad parece haber optado por blindar al régimen al percibir que su propia supervivencia podría encontrarse en peligro. En su intervención ante el Parlamento, el presidente sirio dejó claro que las reformas no serían resultado de la presión popular y que el proceso de liberalización política no era urgente: “Nos acusan de prometer reformas y no realizarlas, pero nos hemos visto obligados a modificar nuestras prioridades a causa de las reiteradas crisis regionales y de cuatro años de sequía”.
Estas palabras parecen confirmar que Bashar no está dispuesto a presentar una enmienda a la totalidad y se conforma con reformas menores como el aumento del sueldo de los funcionarios (entre un 20% y 30%), medida destinada a ganarse el respaldo de un segmento significativo de la población dado que uno de cada tres trabajadores son empleados en el sector público. La dimisión del primer ministro Muhammad Nayi Otri y su sustitución por Adel Safar, hasta ahora titular de Agricultura, es otra reforma cosmética en esta misma dirección.
En el Parlamento, el presidente al-Asad no hizo ninguna referencia a la batería de reformas anunciada previamente por Buzaina Shaaban, su principal consejera. Entre ellas se contemplaba la aprobación de leyes y mecanismos para combatir la corrupción, la inminente derogación de las leyes de emergencia vigentes desde 1963, la creación de una nueva legislación para acabar con el sistema del partido único, una nueva ley de prensa acorde con las aspiraciones de libertad y transparencia y, por último, el final de los arrestos arbitrarios y el fortalecimiento de las libertades públicas.
La puesta en marcha de una reforma tan ambiciosa pondría en peligro el control del Estado por la alianza clánico-familiar que dirige los destinos de Siria y que está cimentada en la asabiya o solidaridad tribal que une al clan alawí de los kalbiya. Debe tenerse en cuenta que cuando murió Hafez al-Asad en junio de 2000, el triángulo de acomodación integrado por las Fuerzas Armadas (incluidos los poderosos servicios de inteligencia o mujabarat), el Mando Regional del Partido Baaz y la oligarquía damascena consideró que la mejor manera de preservar sus privilegios sería precisamente elegir a Bashar como sucesor instaurando una república hereditaria.
Las Fuerzas Armadas y los Servicios de Inteligencia mantienen una posición dominante sobre los otros dos actores del triángulo de acomodación. No en vano Bashar ha designado a dos personas de su absoluta confianza y de su entorno familiar para controlar, a su vez, a dos de sus cuerpos más influyentes: su hermano Maher al-Asad es el responsable de la Guardia Republicana y su primo Hafez Majluf es el jefe de la Inteligencia Militar. Los Asad, los Majluf (hijos de los hermanos de la madre de Bashar) y los Shalish (hijos de la tía paterna del presidente) conforman la triada que dirige la vida política, militar y económica del país. Todos ellos se han enriquecido notablemente en las últimas décadas y son los principales beneficiados de la liberalización económica registrada en el país. Probablemente el caso más conocido, aunque no el único, sea el de Rami Majluf, el primo de Bashar que controla la compañía de telefonía móvil Syriatel, las tiendas libres de impuestos de los aeropuertos, un importante conglomerado de medios de comunicación y la principal cementera del país.
El Baaz, que es el “partido líder en el Estado y la sociedad” según el artículo 8 de la Constitución, ha perdido buena parte de su influencia, aunque sigue siendo la columna vertebral del Frente Nacional Progresista, el partido único en el que también tienen una presencia residual elementos comunistas y naseristas. El FNP controla dos terceras partes del Parlamento, quedando el tercio restante en manos de independientes (sobre todo hombres de negocios, pero también algunos islamistas moderados denigrados por la oposición islamista que los considera ‘ulemas de palacio’). Una nueva ley de partidos, como la prometida por Shaaban, permitiría la instauración de un sistema pluripartidista y pondría fin al anacrónico sistema monopartidista vigente en la actualidad.
Aunque tras llegar a la presidencia Bashar auspició una modernización de las estructuras administrativas y gubernamentales, reemplazando a la vieja guardia por una nueva guardia más tecnocrática y menos ideologizada, pronto dejó claro que entre sus prioridades no figuraba la de introducir reformas en el ámbito político. En su reciente discurso parlamentario, el presidente volvió a insistir en la misma cuestión: “Decimos a quienes piden reformas que nos retrasamos en su aplicación, pero pronto las comenzaremos. Las prioridades son la estabilidad y la mejora de las condiciones económicas”.
Las Fuerzas Armadas y los Servicios de Inteligencia han quedado al margen de esta renovación generacional y han conservado su tradicional función de guardianes de la revolución baazista. Por eso no nos debe extrañar que este núcleo duro del régimen haya conseguido imponer sus concepciones a la hora de sofocar las revueltas. En Siria debe descartarse por completo un escenario similar al tunecino o al egipcio en el que las tropas se negaron a reprimir las manifestaciones, hecho que precipitó la caída de Ben Ali y Mubarak. El Baaz conquistó el poder en Siria gracias a un golpe militar y, desde entonces, los militares han gobernado el país con mano de hierro. En estas cinco décadas, las Fuerzas Armadas han acumulado un poder prácticamente ilimitado al que no renunciarán fácilmente.
¿Triunfará la revolución popular siria?
Al rechazar de plano las demandas de reforma, el régimen sirio se arriesga a exacerbar el malestar popular. Por ahora la revuelta tiene tres focos –Deraa, Latakia y Duma–, pero podría extenderse al conjunto del territorio en el caso de que el régimen se niegue a hacer frente a las demandas populares y siga recurriendo a la violencia para frenar las manifestaciones.
Una de las principales incógnitas por despejar es saber quién está detrás de la revuelta y si existe un mando unificado que la dirija. Hasta el momento todo lo que rodea a las manifestaciones populares está rodeado de una densa nebulosa. Las informaciones llegan con cuentagotas y, en ocasiones, son contradictorias. La plataforma Revolución Siria contra Bashar al-Asad, radicada en el exilio, difunde informaciones, llamamientos y videos a través de la red social Facebook, a la vez que convoca días de la ira, la dignidad o los mártires cada viernes. También la cadena qatarí al-Yazira despliega una importante actividad al cubrir los acontecimientos y servir de amplificador frente a las peticiones de la oposición al régimen.
Desde que se iniciara la revuelta, la sociedad civil siria ha cobrado un especial protagonismo y, de manera particular, algunas de sus principales organizaciones como el Foro Cultural para los Derechos Humanos, el Foro Yamal al-Atassi para el Diálogo Democrático, el Comité para el Resurgimiento de la Sociedad Civil y el Foro para el Diálogo Nacional. Las reivindicaciones de la sociedad civil fueron recogidas en su día en el Manifiesto de los 99 (2000): la derogación del estado de emergencia y la ley marcial vigentes desde 1963, una amnistía general para todos los presos políticos, el retorno de los exiliados, el imperio de la ley, el pluralismo político y la libertad de asociación, de prensa y de expresión. La Declaración de Damasco (2005) reclamó, por su parte, el establecimiento de un gobierno plenamente democrático, la supresión de la ley marcial y la plena igualdad de todos los ciudadanos independientemente de su etnia (en una clara alusión a la minoría kurda). Más importante aún: unificó a las principales fuerzas opositoras (incluidos los Hermanos Musulmanes), en torno a un programa basado en la no violencia, la democracia y el cambio político.
Otro de los actores que podría desempeñar un papel central en el caso de que se sume a las protestas contra el régimen es el kurdo, aunque la decisión de naturalizar a 250.000 kurdos, adoptada el 5 de abril, podría diluir dicha posibilidad. El hecho de que una décima parte de la población de la República Árabe Siria, como oficialmente se la denomina desde 1961, sea precisamente no árabe representa una evidente paradoja. La minoría kurda en Siria cuenta con una larga historia de persecuciones y de ostracismo político, social y económico, debido a que es la única comunidad étnica no árabe que podría representar una amenaza para el proyecto panarabista baazista. Hasta ahora, 175.000 kurdos carecían de nacionalidad y, por lo tanto, eran considerados extranjeros en su propio país sin poder tener propiedades o desempeñar aquellas labores que exigieran la pertenencia a un colegio profesional (abogado, periodista, ingeniero o médico). Otros 75.000 kurdos figuraban como no registrados, por lo que no tenían siquiera acceso a la educación o a la sanidad. Ahora la situación ha cambiado. Esta primavera, por primera vez, los kurdos del Hasake han podido celebrar la llegada del año nuevo kurdo –el Niruz– sin ningún tipo de trabas (lo que contrasta con lo ocurrido en 2004 cuando más de 40 kurdos perdieron la vida por la represión policial).
Un tercer elemento a tener en cuenta es el movimiento islamista. No debe pasarse por alto que las manifestaciones se celebran los viernes, arrancan en las mezquitas y tienen como lema “Dios, Siria y libertad”. El hecho de que un país como Siria tenga presidentes alawíes desde hace más de cuatro décadas ha generado un profundo malestar entre la mayoría suní, tradicional depositaria de la autoridad desde la época omeya, y también entre los sectores islamistas, enemigos del Estado secular. De hecho, durante la insurrección islamista registrada en los 80, los alzados convocaron una yihad contra los apóstatas. El bombardeo de Hama puso fin a la presencia de los Hermanos Musulmanes en el país y, desde entonces, la militancia en dicha organización está estrictamente prohibida. La Ley 49/1980 señala: “Todo aquel que pertenezca a los Hermanos Musulmanes es considerado un criminal que recibirá como castigo la pena de muerte”. Debido a esta situación, la mayor parte de los dirigentes islamistas viven en el exilio desde hace más de tres décadas y, por lo tanto, tienen una limitada capacidad de influir en los actuales acontecimientos.
¿Quiere decir ello que los islamistas están neutralizados? No necesariamente. Como en el resto de países árabes, Siria ha experimentado un intenso proceso de islamización tanto del espacio público como del privado en las últimas décadas. Como recuerda Paulo Pinto, tras la represión de Hama se registró “un claro giro de la población suní desde un proyecto socio-político articulado, centrado en la conquista del estado, hasta la intensificación de la exposición pública de los signos individuales de piedad y religiosidad, como las visitas a la mezquita o el empleo del velo, como práctica individual”.
Para tratar de frenar el proceso de islamización de la sociedad, el régimen baazista ha tratado de imponer un riguroso control sobre el islam oficial fomentando, al mismo tiempo, el islam popular. Bashar, como hiciera su padre, ha cooptado a las asociaciones sufíes o yama‘at, y en particular la Naqsabandiya. Aunque es cierto que esta esponsorización ha impedido la penetración del salafismo, no ha logrado detener la islamización. Al menos el régimen puede felicitarse de que los clérigos más importantes del país, entre ellos el gran muftí, Ahmad Hassun, y el imam de la mezquita de los Omeyas, Said Ramadan al-Buti, hayan condenado de manera enérgica las manifestaciones. Para tratar de apaciguar a los sectores islamistas, el régimen también ha realizado una serie de gestos en las últimas semanas entre los que destaca la derogación del decreto que prohibía el empleo del niqab o velo integral entre las profesoras y alumnas de las instituciones educativas sirias.
El gran juego sirio
La comunidad internacional se ha inclinado por esperar y ver en lugar de actuar. Debe tenerse en cuenta que Siria es un régimen hermético con escasas relaciones con los países occidentales. Las relaciones con EEUU distan de ser ejemplares y, aunque se ha registrado una ligera mejoría en el curso de los últimos años al reconocer Washington el peso específico de Damasco en la región, la Administración Obama se sigue guiando en gran medida por la Doctrina Bush recogida en la Ley de Responsabilidad Siria. Por lo que respecta a la UE es Francia, como ex potencia mandataria, la que ha marcado la política a seguir hacia Siria, decretando su aislamiento tras el asesinato de Hariri y rehabilitándola con su entrada en la Unión para el Mediterráneo.
Ni Washington ni Bruselas tienen, por lo tanto, capacidad para presionar al régimen ni tampoco pueden adoptar la estrategia del palo y la zanahoria, que tan escasos resultados les ha dado en el pasado. Además, Damasco sigue conservando la capacidad para interferir en los asuntos libaneses y, en consecuencia, desestabilizar el país vecino a través del patronazgo que ejerce sobre Hezbolá, algo que preocupa a Francia y a EEUU. En este sentido, es probablemente Teherán el actor que más capacidad tiene para influir en las decisiones del régimen debido a la alianza estratégica vigente desde hace tres décadas. Irán no es partidario de una apertura política en Siria, ya que considera que las reformas podrían alejarlo de la esfera iraní. No debería subestimarse, por último, el efecto que puedan ejercer las presiones del primer ministro turco Erdogan para que Bashar ponga en marcha reformas de calado, dado que Ankara ha multiplicado sus relaciones comerciales y económicas con Siria en el curso de la última década.
Si bien es cierto que Turquía ha ganado peso entre los sectores reformistas sirios, también lo es que Irán mantiene una relación mucho más estrecha con el núcleo duro del régimen y, de manera particular, con las Fuerzas Armadas. No debe extrañar, pues, que los consejos de Erdogan en torno a la necesidad de reformas profundas hayan caído, al menos por el momento, en saco roto. No en vano, también la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, animó a Bashar a emprender reformas, lo que generó la alarma de Irán, puesto que Siria es su principal aliado estratégico y un actor esencial para mantener su influencia sobre Líbano a través de Hezbolá. No menos paradójico es que Israel observe también con alarma las movilizaciones populares y que las considere una amenaza para sus propios intereses, dado que un cambio de régimen podría obligar a replantear las relaciones bilaterales y acabar con la situación de ni paz ni guerra vigente desde hace cuatro décadas.
Conclusión: Pese a haber aludido a la existencia de una conspiración extranjera destinada a provocar una guerra sectaria, Bashar al-Asad es plenamente consciente que debe introducir reformas de calado si quiere garantizar la supervivencia del régimen sirio. La ola democratizadora árabe, que por ahora ha tenido más éxito en los países norteafricanos árabes que en el Oriente Próximo, llegará tarde o temprano a Siria. Ante ella, el régimen sirio sólo tiene dos opciones: librar una lucha a vida o muerte contra los manifestantes o, por el contrario, tratar de reformarse desde dentro asumiendo las demandas de la población (derogación de las leyes de emergencia, fin del sistema de partido único, liberación de los presos políticos y libertad de expresión). El futuro del régimen sirio dependerá, de una parte, de quién gane el pulso que libran los sectores inmovilistas y reformistas y, de otra parte, de que surja un liderazgo capaz de canalizar el descontento popular y extender la revuelta al conjunto del territorio.
Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor de Siria contemporánea (Síntesis, 2009) y del blog Próximo Oriente.