Siria después de Westfalia

Soy consciente de lo aparentemente estrambótico del título. Y por lo tanto me apresuro a justificarlo. Los Tratados (y la Paz) de Westfalia se firmaron en 1648, siendo Rey de España Felipe IV, después de la Guerra de los Treinta Años y otros conflictos europeos de raíz religiosa, derivados de la Reforma protestante, y que fueron especialmente sangrientos y devastadores. Y que implicaron, para la monarquía española de los Habsburgo, la independencia de Portugal, formalizada posteriormente por el Tratado de Lisboa en 1688, así como de Flandes y los Países Bajos, y como la pérdida del Rosellón y de parte de la Cerdaña, después del intento fallido de Secesión y posterior vasallaje a Francia, por parte de Cataluña.

Pero supusieron un salto cualitativo en la diplomacia europea: consagraron, por primera vez, el concepto de soberanía de los Estados y, sobre todo, la integridad territorial de los Estados basada en la misma. Y eso debía prevalecer sobre identidades étnicas, lingüísticas o religiosas. Una especie de preservación del statu quo resultante de la guerra, pero que si no se cuestionaba, podía preservar la paz.

Y hemos estado viviendo en un mundo “westfaliano” durante siglos. Y de hecho, su cuestionamiento, por parte de Hitler, desembocó en la Segunda Guerra Mundial.

En cualquier caso, esta aproximación “westfaliana” se proyectó en la época colonial y postcolonial en el siglo XX, particularmente después de la Primera Guerra Mundial. Y al que se opuso en su día, por razones “morales”, por cierto, el “idealismo wilsoniano”, desde EEUU, que impulsaba los derechos de autodeterminación basados en identidades nacionales, muchas veces de carácter étnico, lingüístico o religioso, y que ponían en cuestión las fronteras preexistentes.

Además, la Primera Guerra Mundial supuso, entre otras muchas cosas, todas demoledoras para el anterior orden europeo, la desaparición de nada menos que cuatro imperios: el alemán, el austrohúngaro, el ruso y el otomano. Un auténtico terremoto geoestratégico. Y el aprovechamiento oportunista del mismo por parte de las potencias europeas vencedoras –el Reino Unido y Francia– para sus intereses coloniales. Y la máxima expresión de ello son los acuerdos secretos Sykes-Picot, firmados en 1916, anticipando la victoria sobre los imperios centrales, el imperio otomano y Rusia, para dividirse los territorios de Oriente Medio. Y lo hicieron sobre bases “westfalianas”, creando Estados “artificiales” y repartiéndose zonas de influencia. Y que, más allá de los procesos de descolonización e independencia generados a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, han perdurado hasta hoy. Nada menos que un siglo.

Y todo ello es lo que está en cuestión ahora y que tiene su máximo exponente en el conflicto sirio. De ahí el título de este artículo.

Cabe decir, en cualquier caso, que el detonante que hace explosionar el mundo westfaliano en Oriente Medio es la invasión de Irak por parte de la coalición británico-norteamericana para derrocar a Saddam Hussein. El hundimiento de su régimen, sin prever su sustitución en términos “westfalianos”, abre una dinámica incontrolable, que ha generado otro brutal terremoto geoestratégico en la región. Destruir una estructura estatal en toda la extensión del término es relativamente fácil para el ejército más poderoso del mundo. Construir un nuevo Estado no es tan fácil, como se ha podido comprobar con toda claridad. Y hemos constatado, además, que es más importante preparar el escenario post-conflicto que el desarrollo del propio conflicto.

Pero, vayamos por partes, para intentar desmenuzar el problema para poder analizarlo con más precisión.

Los regímenes, brutalmente represivos, del mundo árabe, basados en la laicidad y en economías intervenidas y socializantes (que los pusieron en la órbita soviética, durante el período de la Guerra Fría), surgidos a raíz de la independencia de los poderes coloniales, han permitido, sin embargo y durante décadas, estabilidad política y equilibrios étnicos y religiosos, pero que han dejado larvados conflictos muy profundos, y que ahora resurgen. Es el caso del Norte de África, con Argelia, Túnez, Libia y Egipto, y de Oriente Medio, con Siria e Irak y, por supuesto, Líbano. Y las llamadas “primaveras árabes” son la expresión de la rebelión de una parte significativa de sus poblaciones, en demanda de dignidad y de libertad. Pero estos movimientos, a la postre minoritarios –salvo en Túnez, única experiencia de democratización real y que merece todo el apoyo de Occidente, y que han provocado intervenciones militares, con anterioridad en Argelia y luego en Egipto– han desencadenado unas dinámicas profundamente disolventes del orden establecido, y que están siendo aprovechadas por quienes plantean una auténtica “enmienda a la totalidad” del mundo westfaliano preexistente: el islamismo radical, por una parte; las apetencias de raíz imperial, basadas en la historia y en la geografía, por otra; y, finalmente, la pugna por la hegemonía dentro del propio mundo islámico. Y, al final, como siempre, la historia siempre vuelve y la geografía siempre está.

Y por muy repugnantes que sean los regímenes que hemos conocido en Libia, y en Siria e Irak, lo cierto es que garantizaban estabilidad y una cierta protección de las minorías o de los equilibrios tribales “pre westfalianos”.

Es el caso de Siria, una minoría alauí (los Assad) gobernaba contra la mayoría sunní, con el apoyo de otras minorías como los chiíes, los judíos y los cristianos. Un caso opuesto al de Irak, donde una minoría sunní (liderada por Saddam Hussein), con apoyo cristiano y judío, se imponía a la mayoría chií. Sin hablar de los complejísimos equilibrios que han caracterizado Líbano, no sin enormes costes expresados a través de guerras civiles absolutamente insufribles.

Caso aparte es Libia. De hecho, la creación de Libia respondió en su día a la lógica westfaliana, poniendo en común regiones (ya los romanos distinguían entre Tripolitania y Cirenaica) y tribus que históricamente han estado enfrentadas (con bases en dichas regiones y que son de mayoría árabe, aunque subsisten bereberes, tuaregs y tubus) y que han prevalecido con toda su fuerza, a pesar del carácter represivo de las estructuras del Estado, postcolonial, sobre todo después del derrocamiento del Rey Idris, por un golpe de Estado encabezado por el coronel Gaddafi. Y en el contexto de las “primaveras árabes” se produjo una guerra civil en 2011, que terminó con la intervención extranjera desde el aire (Francia y el Reino Unido, con apoyo de Italia) y con la muerte del coronel. A partir de ahí, al cabo de poco tiempo, empieza una nueva guerra civil que aún dura a pesar de los esfuerzos de la Comunidad Internacional para llegar a un gran acuerdo sobre un único gobierno de unidad nacional y un único parlamento. Y es cierto que se han producido avances recientemente, pero los intereses creados y las diferencias étnicas, tribales y religiosas nos hacen ser muy escépticos de cara al futuro. Y, además, el caos existente ha permitido la implantación en zonas del país de grupos afines a al-Qaeda o por parte, incluso, del propio Daesh.

Y así, hemos vuelto a la lógica, a veces con resultados perversos, de la realidad “wilsoniana”: las fronteras se ponen en cuestión y la guerra parece ser la única consecuencia, ya que los elementos aglutinadores vuelven a ser los de carácter religioso, lingüístico o étnico. Y esto es lo que, lamentablemente, está sucediendo y es lo que debemos interpretar correctamente para intentar encontrar eventuales soluciones.

Y ahí aparece un rompecabezas difícilmente comprensible. Porque son muchos los actores en presencia. Y muchos conflictos que se entrecruzan en una geometría variable llena de conjuntos plagados de intersecciones.

Primero, el conflicto “post westfaliano” al que nos hemos referido y que se entrecruza con la contraposición, dentro del mundo musulmán, entre regímenes políticos “laicos” y regímenes basados en la primacía de la religión sobre la política y, por lo tanto, de la confusión entre Iglesia y Estado.

Segundo, el conflicto religioso dentro del mundo musulmán, entre las dos grandes sectas –sunníes y chiíes–, aunque no sólo, ya que el tema es más complejo, y que nos retrotrae a las grandes guerras religiosas en Europa, durante la Edad Moderna, entre católicos romanos y las diferentes iglesias y sectas protestantes. Y que lleva a profundizar en el papel de Arabia Saudí (y de Egipto), el de Turquía y, por supuesto, el de Irán. Volvemos sobre ello más adelante.

Tercero, el conflicto étnico que nos obliga a diferenciar entre árabes, turcos, persas y kurdos, u otros musulmanes (en Afganistán, Pakistán, la propia India y la propia China, y en Indonesia –el país musulmán más grande del mundo–, Malasia, Bangladesh, etc., en el Sudeste asiático, y el mundo musulmán no árabe en el Sahel y en el Golfo de Guinea) para no confundirnos a la hora del análisis. Y demasiado a menudo nos dejamos llevar por una estéril simplificación.

Cuarto, el conflicto histórico entre potencias, que hunde sus raíces en la historia, y que trasciende el ámbito regional de Oriente Medio y que nos debe llevar a analizar el papel de Rusia, Turquía, EEUU y las potencias europeas.

Quinto, y no menos importante, el conflicto interno, dentro del mundo sunní, sobre la interpretación de la “yihad”. Porque, históricamente y más recientemente, la “yihad” ha tenido un contenido “defensivo” (“expulsar” a los infieles y a los herejes de un territorio que consideran propio, como es el caso de los palestinos y los talibán) u “ofensivo”, como así fue en los orígenes del islam (extender la “fe verdadera” en territorios de infieles o herejes). Y esa concepción ha tenido un componente de dominio territorial (los califatos) o extraterritorial (al-Qaeda). Y ambos están pugnando por la hegemonía en el mundo islamista radical. Y están entrecruzando sus propias doctrinas.

Al-Qaeda, que siempre ha buscado base territorial únicamente para consolidarse en su proyección terrorista internacional (el Afganistán de los talibán es el mejor ejemplo), busca ahora establecerse como poder en el Sahel, por poner un ejemplo claro. Y el Daesh, que basa su poder en el terror ejercido en territorios dominados sobre una base estatal (no en vano, se autodenomina “Estado Islámico”), ha proyectado, por primera vez, sus métodos terroristas (al estilo al-Qaeda) fuera de su ámbito, como se ha visto en los trágicos atentados de París. Y, por cierto, la respuesta a la reacción de Francia, bombardeando Racca, con un atentado en Mali, no ha sido del Daesh sino de una franquicia de al-Qaeda. Compiten por el liderazgo en el mundo islámico radical. Y conviene no mezclarlo con la ofensiva de los talibán en Afganistán que, utilizando métodos terroristas análogos, responde a otra lógica. Por ello, conviene incorporar a nuestro análisis la hipótesis de una confluencia entre diferentes islamismos radicales y que sería especialmente preocupante. Pero en absoluto descartable. Habrá que seguir este tema muy de cerca y debe ser prioridad absoluta de los diferentes servicios de inteligencia.

A partir de todo ello, para interpretarlo correctamente es evidente que la situación actual en Siria requiere de un análisis complejo que va mucho más allá de las habituales simplificaciones. De nuevo, vayamos por partes. Y por los diferentes protagonistas.

Empecemos por Siria y por Bashar el-Assad, quien prosigue con el régimen laico y socializante de su padre, basado en la represión y en una alianza anti suní, con el apoyo del Irán chií, del Egipto laico y de Turquía (por la represión a los kurdos), y con la oposición de Arabia Saudí. Aunque, en su día, el régimen sirio recibió el apoyo de la Unión Soviética y hoy lo recibe de Rusia. Cabe añadir ahí el apoyo implícito de Israel, contrario, por definición, a cualquier “redentorismo” islamista que desestabilice su posición en la región (mejor tener “enemigos” previsibles...). Todo evidentemente bastante “sólido”, hasta que se resquebraja por el apoyo occidental a los “rebeldes” identificados con las “primaveras árabes” y por lo tanto a las aspiraciones de democratización. Y que lleva a proclamar la necesidad política y moral de acabar con Bashar. Conviene recordar en este punto que Rusia se opone frontalmente y consigue que EEUU primero y las potencias europeas después desistan de su objetivo de derrocar a Bashar, porque acaban entendiendo que es una pieza esencial para contrarrestar el avance del Daesh y evitar la ruptura definitiva del orden “westfaliano”. Y que obliga a redefinir alianzas y el concepto de amigos/enemigos. Y que el conflicto no está entre democracia y dictadura, sino entre estabilidad o caos en manos y en provecho de los radicales. Y Bashar es una pieza imprescindible, por repugnante que resulte. Como dicen los anglosajones, foreign policy is not nice.

Sigamos ahora con Turquía. En su tradición otomana, busca reimplantar su hegemonía histórica sobre el mundo árabe. Pero choca con Arabia Saudí, que ambiciona liderar el mundo árabe suní, y con Egipto, de nuevo laico, pero con un peso específico, por población, indiscutible en el mundo árabe suní. Difícil equilibrio; y que se complica aún más si añadimos el conflicto kurdo; y que choca –la historia siempre vuelve y la geografía siempre está– con Rusia y con su permanente lucha por el Mar Negro y, por ende, por los Estados del Cáucaso por una parte y por el Bósforo y los Dardanelos por otra; y por su pugna interna entre la voluntad europeísta y laicista de los herederos políticos de Ataturk y la pulsión musulmana de Erdogan; y por su pertenencia a la OTAN y su política exterior que la aleja, en la práctica, de los principios de la Alianza; y eso lleva a bombardear a los kurdos y no al Daesh. Otra cosa es que los atentados en territorio turco les lleven a una nueva disyuntiva; y que se planteen que su enemigo común es también el Daesh.

Esto nos lleva a analizar el papel de Rusia. Porque siempre ha querido controlar el estrecho y penetrar en Oriente Medio para debilitar a Turquía; y por ello, su principal enemigo ahora son los rebeldes sirios anti Assad, apoyados por Turquía y por Occidente; y por ello les bombardea y no al Daesh –otra cosa es que el derribo del avión ruso en el Sinaí haya puesto a Rusia, de nuevo, ante la real disyuntiva–; y que el derribo del caza ruso por los turcos haya devuelto a la actualidad el enfrentamiento geoestratégico secular entre ambos países. Otra vez la historia.

Pero eso no nos debe impedir, de nuevo, identificar al enemigo común: el Daesh.

Pero sigamos, de momento, con nuestro análisis: porque Arabia Saudí juega en este terreno un papel esencial. Representa la ambición hegemónica en el mundo sunní, y algunas fuerzas internas han apoyado de forma implícita al Daesh y, antes, a al-Qaeda. Ya no, puesto que saben que ese apoyo es una bomba de relojería en su propio régimen. Y algo parecido, aunque requiere de un análisis muchísimo más complejo, vale para las otras “petromonarquías” del Golfo (el papel de Qatar o de los EAU requiere de un análisis específico, con políticas exteriores confrontadas, como se ha visto en la guerra civil libia). Dejémoslo, de momento, ahí. Pero, en cualquier caso, Arabia Saudí es una pieza indispensable.

Como lo es, por supuesto, Irán. Después de décadas de aislamiento internacional, Irán se ha convertido en una pieza absolutamente imprescindible para resolver el embrollo. Potencia hegemónica en el mundo chií y con voluntad expansionista en el mundo islámico, ha conseguido ampliar su influencia regional en Irak (con un gobierno “satélite”), en Yemen –con una posición clara en su guerra civil–, en Líbano –con Hizbullah–, en Gaza –con Hamas– y en el interior de Bahrein y de la propia Arabia Saudí. Y ha conseguido llegar a acuerdos con Occidente y la Comunidad internacional, incluida Rusia y China, sobre el tema nuclear a cambio de su reconocimiento como actor imprescindible en la región.

Nos queda Occidente. Primero EEUU: no quieren volver sobre el terreno, después de las experiencias desgraciadas en Afganistán y en Irak. Pero no tienen más remedio que involucrarse. Es cierto que la evolución en los mercados de hidrocarburos disminuye su interés estratégico en la región, pero no pueden desentenderse de Israel, por una parte, y de la amenaza que supone una eventual consolidación del Daesh. Probablemente habrá que esperar al nuevo presidente, pero EEUU no puede ni debe quedar al margen. De nuevo, es la potencia indispensable de la que hablaba hace 15 años Madeleine Albright.

Lo mismo le puede pasar a Europa. Debe involucrarse pero debe medir correctamente sus pasos. Y lo vemos con la respuesta, lógica y entendible, pero apresurada, de Francia, ante los atentados de París. O lo vemos con la solidaridad, encomiable, del Reino Unido. Y el acompañamiento, contenido, de España, Italia y Alemania.

En cualquier caso, lo urgente ahora es fijar adecuadamente una respuesta global (que, por cierto, debe incluir a China, la India –ambas, por cierto, con importantes minorías musulmanas– y Japón, piezas esenciales a la hora de responder al desafío islamista radical). Y eso pasa, necesariamente, por una alianza global que identifique claramente al enemigo común y aparque las diferencias que, siendo evidentes, sólo nos debilitan frente al mismo.

De la misma manera que, en la II Guerra Mundial, frente al nazismo, al fascismo y al militarismo nipón, las potencias democráticas occidentales fueron capaces de aliarse con el estalinismo soviético, ahora conviene que nos pongamos de acuerdo fuerzas aparentemente irreconciliables. Urge un acuerdo para acabar con el Daesh. Y ello exige poner de acuerdo a Rusia, EEUU, las potencias europeas (Francia y el Reino Unido, fundamentalmente, pero no sólo), Turquía, Arabia Saudí e Irán. Y lograr el apoyo de las grandes potencias asiáticas.

Y fijar los términos de ese acuerdo para encontrar una salida política para Siria. Y ver qué papel puede jugar en todo ello Bashar el-Asad. Y los demás actores en presencia, empezando por los kurdos. Todos son ahora necesarios.

Entretanto, de común acuerdo, terminar militarmente con Daesh. No cabe ningún tipo de negociación con ellos. Sólo la derrota militar sobre el terreno. Y ello sólo es posible con una amplia coalición internacional que, por encima de sus diferencias actuales y muy profundas, ponga por encima el objetivo final. Como hicieron las potencias aliadas en la II Guerra Mundial. Luego la historia seguirá, de nuevo, su curso, como lo hizo después de la victoria aliada.

Ello supone también cegar sus fuentes de financiación (petróleo, restos arqueológicos, secuestros y extorsiones, etc.), poner en común toda la información de los servicios de inteligencia, controlar y neutralizar sus antenas en los países occidentales, y preparar, en una gran coalición internacional, una intervención sobre el terreno que requiere, sin duda, de un gran protagonismo musulmán.

Si no somos capaces de ello, seguiremos retrocediendo, atemorizados ante un enemigo que no tiene límites morales y que hace del terror indiscriminado su instrumento y que lo que persigue es que cedamos, por la búsqueda de seguridad, en la disminución de nuestra libertad. Lo hemos visto hace poco en Bruselas, después de los atentados de París. Eso sería el principio de nuestra derrota. Y no nos lo podemos permitir.

Josep Piqué, exministro de Asuntos Exteriores de España y miembro del Consejo Científico del Real Instituto Elcano

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