Siria necesita algo más que bombas

En Deir el Ahmar no van a distinguir por el ruido si los aviones son británicos, franceses o de la coalición internacional. Deir el Ahmar es un pueblito del noreste del Valle de la Bekáa, una localidad libanesa situada a pocos kilómetros de la frontera con Siria. A menudo se escucha desde sus calles el fuego de mortero de los yihadistas, del Ejército regular, de Hezbola… es difícil distinguir quién dispara.

Este pueblito de casas blancas, casas de piedra que se confunden con el paisaje rocoso, lleva meses recibiendo desplazados. Son los pobres, los que salen de casa con lo puesto y se echan a andar. Aprovechan un trozo de frontera poco vigilado y se instalan donde caen. Si son musulmanes en el primer campo al que llegan, y si son cristianos en algún garaje o rincón con techo. No hay campos de refugiados al uso. Hay asentamientos desperdigados, tiendas construidas con cualquier cosa que se levantan sin organizar. Debajo de los plásticos, algunas alfombras. No hay agua corriente. El retrete es un agujero en el suelo, compartido por muchos. Los jóvenes no hacen nada durante meses. Los niños, la inmensa mayoría musulmanes, no siempre van a la escuela improvisada que regenta sor Micheline, una monja maronita. «Los poderosos tendrían que venir a ver estas tiendas», me aseguraba hace unas semanas la religiosa.

Holland anuncia vuelos de reconocimiento. La crisis de los refugiados que pueden viajar ha reabierto el debate de cómo parar la guerra. Hace un año que la coalición internacional, liderada por Estados Unidos, bombardea posiciones del Daesh (Estado Islámico) sin que se hayan conseguido avances significativos. La vida en Alepo es quizá la mejor ilustración de un país martirizado. El padre Ibrahim Alsabagh, franciscano y párroco de los latinos en la ciudad, me contaba hace unos días en Rimini (Italia) que se combate a cincuenta metros de su convento. «Faltan medicinas, falta comida y es como si estuviéramos viviendo el libro del Apocalipsis», me decía. Falta, sobre todo, el agua. Los yihadistas la tiran al río para tomar los barrios por asedio. «Nuestro pozo se ha convertido en un oasis, vienen cristianos y musulmanes a beber y hay paz», añadía. Un oasis en un país en el que se puede matar por un vaso de agua y en el que ni siquiera está claro quién combate contra quién. A veces más parece una guerra civil entre suníes que una lucha contra el régimen de Bachar el Asad. La relación entre Al Nusra (filial de Al Qaida) y el Daesh cambia por minutos. La mitad del territorio en manos de los yihadistas, la otra mitad en manos del régimen. Las fuerzas, extenuadas.

¿Se necesitan más bombas? Los mejores diplomáticos del mundo saben a estas alturas tres cosas. La guerra no se podrá ganar sin una intervención exterior. La intervención exterior no tendrá éxito si no incluye operaciones en tierra. No hay futuro sin una operación política, diplomática y económica a gran escala. Los errores cometidos por Europa y Estados Unidos en Oriente Próximo y en el norte de África (Irak, Libia) están muy frescos en la memoria. Conviene no repetirlos.

Hay que cambiar el orden de los factores. Primero la política, luego los ataques. «Cuando veo los bombardeos sobre Siria me da la sensación de que están bromeando. No se gana la guerra de ese modo», me decía hace unas semanas Habib Afram, presidente de la Liga Siria.

Fuentes muy cercanas al Ejército Libre te reconocen que mantienen contactos con los responsables del régimen de Bachar el Asad. Esas conversaciones se deben convertir en un acuerdo nacional entre Gobierno y oposición. La comunidad internacional puede «invitar» a las fuerzas de la oposición a dar un paso más respecto a lo hablado en la reunión de El Cairo del pasado mes de junio. El tirano es cruel e inhumano. Pero, como repiten los cristianos de la zona, hay que ser realista. No se puede ganar en todos los frentes, contra todos los enemigos, al mismo tiempo. Asad mantiene en pie un Estado. Desmantelarlo supondría cometer el mismo error de 2004 en Irak. Rusia puede y debe jugar un papel esencial. El acuerdo de 2013 contra las armas químicas puede servir de modelo. Implicar a Putin sería una decisión inteligente y muy rentable. Conviene hacer lo mismo con Irán, cuidando de no empujar a los suníes al radicalismo.

No se ganará esta guerra sin secar las fuentes de financiación del Daesh y sin frenar el tráfico de armas. Para lograrlo Occidente tiene que intervenir sobre el mercado negro del petróleo y ponerse muy serio con Arabia Saudí y Qatar. «Los suníes tienen que abandonar la idea de que el Daesh puede favorecerles para frenar a los chíes», me decía el patriarca maronita Boutros Rai.

Hacen falta más que bombas para devolver a sus casas a los que viven en las tiendas de Deir el Ahmar.

Fernando de Haro, director del documental Nasarah.

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