Sistema electoral: ¿estabilidad o rigidez?

Tras dos años de reflexión, el PSOE y el PP han acordado promover cambios en el sistema electoral. Pero las reformas orientadas a aumentar la proporcionalidad -demandadas tanto por los partidos pequeños de ámbito estatal como sugeridas por el Consejo de Estado- se han quedado nuevamente en el tintero. El sistema electoral español es uno de los más "mayoritarios" dentro de los sistemas "proporcionales". Si bien es ampliamente reconocida la disfuncionalidad que esto genera en términos de representación, sus defensores argumentan que, como contrapartida a la desproporcionalidad, existen claros beneficios para la estabilidad y la gobernabilidad política.

En efecto, la estabilidad defendida por los grandes partidos es, a primera vista, una cualidad positiva del sistema político, pues la fragmentación del Parlamento -inducida por una mayor proporcionalidad en el reparto de escaños- tendería a dificultar la construcción de mayorías.

No obstante, la disyuntiva entre proporcionalidad y estabilidad no debe exagerarse. Esta tensión se debilita al mirarse con perspectiva temporal; la estabilidad, desde un punto de vista dinámico, puede devenir en rigidez. Un sistema con poca proporcionalidad aumenta los costes (voto/escaño) para los partidos pequeños, generando barreras a la entrada para nuevos competidores. Esto dificulta una adecuada incorporación de las preferencias de los electores, ya sea directamente a través de los nuevos partidos o indirectamente a través del movimiento de las formaciones existentes ante la amenaza de potenciales competidores.

La estabilidad no solo debe asociarse a la construcción de mayorías en el corto plazo, sino también a la capacidad del sistema de adecuarse de manera flexible a las demandas de los ciudadanos en el largo plazo. Al igual que en la física, los materiales siempre deben mantener algún grado de flexibilidad para ser resistentes; la rigidez los vuelve vulnerables.

El sesgo mayoritario del sistema electoral español ha favorecido a los dos grandes partidos en desmedro de los pequeños. El coste de votos por escaño es al menos cinco veces mayor para IU y UPyD comparado con el PSOE o el PP. Conjuntamente, estos dos partidos mayoritarios han aumentado sistemáticamente su fuerza en el Congreso durante las últimas décadas, pasando del 80% de los diputados en 1989 al 92% en 2008. No sorprende, pues, que el sistema español se defina como bipartidista junto a países como Estados Unidos o Chile. De hecho, la experiencia de estos países ilustra algunas consecuencias no deseadas del exceso de estabilidad.

El caso de Estados Unidos ha sido ampliamente discutido. El país norteamericano muestra una escasa variabilidad de políticas entre gobiernos demócratas y republicanos. Las barreras a la entrada de terceros partidos -generadas por un sistema "mayoritario"-, junto a numerosas instituciones con poderes de veto, hacen que el sistema político norteamericano sea extremadamente rígido en cuanto a las posibilidades de cambiar el statu quo.

Al mismo tiempo, la desafección electoral es notoria: la participación electoral no sobrepasa los dos tercios en las elecciones presidenciales, y difícilmente sobrepasa el 50% en las legislativas.

El caso de Chile, aunque menos conocido, es aún más extremo. Dos coaliciones, que operan en la práctica como partidos dado su alineamiento parlamentario, se han repartido el Congreso desde el regreso de la democracia. La Concertación y Alianza han ocupado exactamente los mismos escaños en el Senado desde 1993, evidenciando una escasa competencia. Este inusual reparto es el efecto de un sistema electoral "proporcional" de carácter muy "mayoritario", dado que los chilenos eligen tan solo dos diputados por distrito ("binominal"). El desinterés ciudadano por esta competencia pactada ha generado una baja sostenida del 30% en la participación y una fuerte desafección de los ciudadanos, particularmente entre los jóvenes.

La reforma al sistema electoral español debería considerar el grado de estabilidad y con ello el carácter bipartidista del actual modelo. Al respecto, las modificaciones que aumenten la magnitud de los distritos -sean estos tanto provincias como comunidades autónomas- tendrían un efecto positivo sobre la competencia y la flexibilidad del sistema de partidos. Esto se debe a que la elección de escaños es menos costosa en términos de votos, lo que beneficiaría a los partidos emergentes. No obstante, otras reformas en pos de una mejor representatividad podrían ser ambiguas en este mismo sentido. Por ejemplo, una de las propuestas de IU -disminuir el número mínimo de escaños por distrito de dos a uno-, tendría efectos contrarios en circunscripciones grandes y pequeñas. En las primeras, aumentaría el número de diputados elegidos, beneficiando la competencia. Pero en las segundas, aquellas provincias de menor población donde PP y el PSOE se reparten casi automáticamente las bancadas, disminuir el número de escaños solo contribuiría a aumentar la concentración de partidos.

Es cierto que la actual ley electoral impone estabilidad al sistema, pero dicha estabilidad no debe confundirse con rigidez. Un sistema estable garantiza la gobernabilidad, pero también debe permitir una evolución dinámica y flexible en la representación política. Un sistema rígido, por el contrario, no permite la canalización del conflicto, generando mayores inestabilidades en el largo plazo. La desafección ciudadana, sin duda, la primera de ellas.

Alejandro Corvalán, economista e investigador en la Universidad de Nueva York, y Sebastián Lavezzolo, politólogo e investigador en la Universidad de Nueva York.