Sobre Adam Zagajewski

Hacia 1992, en su casa de Palma, José Carlos Llop me enseñó un libro de poemas de un autor polaco que acababa de encontrar en la librería polaca de París. El nombre era muy raro, Adam Zagajewski, y la breve biografía que leí en la solapa no me decía nada: «Nacido en Lvov, actual Ucrania, en 1945, Adam Zagajewski es un poeta polaco exiliado en París y Estados Unidos». Eso era todo. Luego Llop me señaló un poema y me dijo: «Léelo». Era un poema en el que Zagajewski se preguntaba qué habría sido de Rusia si el poeta Osip Mandelstam hubiera podido hacer las leyes y Stalin sólo fuera un personaje menor de una saga georgiana. Me quedé conmocionado: era la clase de poesía que llevaba mucho tiempo soñando con leer aunque no había encontrado a nadie que la hiciera. Me asombró enseguida la capacidad de Zagajewski para reflexionar sobre la Historia y para jugar con los opuestos. ¿Qué habría pasado si Mandelstam, el poeta disidente que acabó muriendo en el Gulag siberiano, hubiera hecho las leyes en vez del criminal Stalin? Zagajewski, claro está, se callaba la respuesta.

Desde entonces he sido un lector fiel de Adam Zagajewski, que me sigue pareciendo el poeta vivo más grande de Europa. En materia de poesía, desde luego, los polacos juegan con ventaja, quizá porque no ha habido, de todas las historias de la historia, una historia más triste que la historia polaca. Cuando era muy joven, en la Rusia soviética, Joseph Brodsky aprendió polaco para poder leer en su idioma original a los poetas que más admiraba. Y años después, Brodsky escribió que la poesía polaca era la mejor poesía que se había escrito en la Europa moderna. Brodksy, como casi siempre, tenía razón: basta pensar en colosos de la poesía del siglo XX como Czeslaw Milosz, Wislawa Szymborska o Zbigniew Herbert. Sus nombres son extraños, sí, y nos resulta difícil pronunciarlos, pero la poesía que han hecho estos tres poetas polacos se ha ido introduciendo poco a poco en nuestras vidas. De hecho, la princesa Mette-Marit de Noruega felicitó una vez el cumpleaños de su hija con un poema de Szymborska. Y el papa Juan Pablo II era un lector fiel de la poesía de Milosz, al que convocaba en el Vaticano para charlar de poesía (Milosz, que era un escritor muy cristiano, pero también muy carnal y muy dado a los placeres de la vida, confesó tiempo después que aquella admiración papal le abrumaba tanto que a veces le impedía escribir: «¿Qué pensará el Papa de esto?», se preguntaba). Andando el tiempo, Milosz y Szymborska ganaron el premio Nobel, y si Herbert –el tercero en discordia– no lo ganó, fue quizá por su carácter agrio y difícil. Y justo ahora, Adam Zagajewski, el poeta de aquel libro desconocido que Llop me enseñó hace muchos años –y el poeta que aprendió a amar la poesía leyendo a Milosz y Szymborska y Herbert–, acaba de ganar el premio Princesa de Asturias de las Letras. No es descabellado pensar que dentro de unos años Zagajewski ganará también el premio Nobel.

Zagajewski es un poeta moral en el mejor sentido de la palabra: toda su poesía es reflexiva, toda su poesía es una meditación incesante sobre el peso de la conciencia en la vida que llevamos, sólo que en su caso la poesía es sencilla y luminosa y carece de todo atisbo de barroquismo y grandilocuencia. En realidad, la poesía de Zagajewski es engañosamente sencilla. Parece fácil, sosegada, serena –y lo es–, pero también está empapada de tristeza y horror. En uno de sus grandes poemas, «Lava», Zagajewski se preguntaba qué pasaría si Heráclito y Parménides –el filósofo de la movilidad perpetua y el filósofo de la inmutabilidad del ser– tuvieran razón los dos, así que existieran dos mundos antagónicos uno al lado del otro: uno, sereno; el otro, demente; uno en el que la flecha inconsciente se clavara en la carne de la víctima; otro en el que la misma flecha, indulgente, pasara de largo y le perdonara la vida a la víctima a la que iba destinada; o yendo más allá, uno en el que Mandelstam dictara las leyes y otro en el que Stalin mandara a los poetas díscolos al Gulag.

Asombrosamente, Zagajewski ha sabido escribir toda su poesía como si viviera en ese lugar imposible donde esos dos mundos antagónicos se juntan y se funden y coexisten sin problemas. Es decir, en un mundo sereno y demente a la vez. O dicho de otro modo, en un mundo en el que la dualidad del horror y de la belleza lo preside todo y al mismo tiempo lo ilumina todo y lo oscurece todo. Porque en el mundo de Zagajewski los vivos y los muertos conviven sin problemas, y un tren que avanza hacia París en una hermosa madrugada puede ser el mismo tren que muchos años atrás cruzaba Europa rumbo a Auschwitz. Y en el mundo de Zagajewski los sueños ingrávidos y las cosas tangibles tienen el mismo peso y la misma gravedad. Y lo mismo ocurre con la luz y la oscuridad. O con el ruido y el silencio. O con el éxtasis y la ironía. En algún sitio, Zagajewski ha escrito que intenta inspirarse en la música de Mahler, pero que en realidad lo que hace en su poesía es más bien free jazz. O algo que se parece mucho a los preludios de Chopin, «reducidos a la tristeza y la felicidad». Y una vez más aparecen esos dos mundos contrapuestos –la tristeza y la felicidad– que en su poesía conviven sin el menor problema porque Zagajewski sabe que Heráclito y Parménides tenían razón los dos: el mundo no puede entenderse el uno sin el otro.

Zagajewski es un poeta cristiano, pero su poesía está tan empapada de humanismo y de amor a la vida que cualquiera puede apreciarla con independencia de lo que piense o crea. En su hermosa «Canción del emigrado», Zagajewski nos habla de una iglesia ortodoxa de París, en la que «los últimos rusos blancos,/ encanecidos, rezan a Dios, varios lustros/ más joven que ellos y, como ellos,/ impotente. En ciudades ajenas/ permaneceremos, como los árboles, como las piedras».

La poesía de Zagajewski, desde luego, perdurará mientras queden árboles y queden piedras.

Eduardo Jordá, escritor.

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