Sobre desayunos, cultura y estrategia

Llevamos cuatro años sometiendo a nuestro modelo constitucional a lo que los economistas llamarían un test de estrés, y nos estamos dando cuenta de que los constituyentes no hicieron tan mal su trabajo. En plena vorágine de inmediatez, es interesante recordar que hemos estado en ascuas las últimas dos jornadas porque el artículo 99 de la Constitución deja pasar 48 horas de prudencia entre la primera y la segunda votación de investidura del presidente del Gobierno. No sólo eso, a mayores, el constituyente rebajó la exigencia para entender concedida la confianza de la Cámara, ya que, de la mayoría absoluta del martes, se pasaba a una mayoría relativa dos días después. Cuarenta y ocho horas para pensar y negociar en las que las delegaciones del Partido Socialista y de Unidas Podemos intentaron arreglar lo que no fueron capaces de pactar en casi tres meses. Al final, no fue posible y se abre un verano lleno de incertidumbres, ya que hasta finales de septiembre hay tiempo para intentar armar de nuevo una investidura. En cualquier caso, los escollos que han hecho fracasar la investidura seguirán todo el verano encima de la mesa. Y seguirán porque, en realidad, nunca se fueron.

Varios son los problemas a los que se enfrentaban los negociadores de ambas partes. La primera de ellas es una dificultad estructural: ni en España tenemos hoy cultura política de gobiernos de coalición (no la tienen los partidos, es verdad, pero tampoco la tienen los votantes), ni la desconfianza recíproca entre las élites de los dos partidos aventuraba una vida larga o cómoda a ese Gobierno aún nonato. Ambos factores son importantes porque las relaciones políticas son relaciones humanas que se desarrollan en el marco de sólidos imaginarios culturales. El candidato lo dejó bien claro en su discurso cuando les recordó a los diputados de Unidas Podemos que "procedemos de dos tradiciones distintas de la izquierda". Y tan distintas, debería haber añadido. La desconfianza entre los socialistas y las fuerzas situadas a su izquierda, lideradas por los comunistas, viene de lejos y es casi tan antigua como ambas fuerzas. Ahora nos parece extraño, pero el PCE surgió de una dolorosa escisión del PSOE y sus relaciones con los socialistas fueron complicadas desde el inicio. Como recuerda Gregorio Morán, el que acabaría siendo secretario general del Partido Comunista, José Bullejos, sufrió un atentado perpetrado por militantes socialistas que lo dejó malherido en la carretera que une Ortuella con Gallarta, en Vizcaya, en el año 1922. El PCE, por su parte, fiel a las consignas que venían de Moscú, asumió a mediados de los años 20 que la socialdemocracia era "la hermana gemela del fascismo" (sesuda conclusión de la V Internacional) para empezar a utilizar a finales de la década la expresión socialfascismo para referirse a los socialistas. El mal recuerdo que dejó la Guerra Civil no favoreció el entendimiento entre ambas tradiciones, y la desconfianza entre ellos siempre ha estado ahí, aunque hayan pasado los años, aunque hayan cambiado las personas. El resultado es que, desde la llegada de la democracia, el PSOE nunca se ha fiado de sus compañeros de viaje y por eso Felipe González no quiso tenerlos en el Ejecutivo.

Si a lo largo de estos dos meses se consigue generar un Gobierno de coalición, la desconfianza entre ambas formaciones augura problemas a corto (con la sentencia del juicio a los líderes secesionistas en otoño) y a medio plazo, entre otras cosas por la propia configuración de nuestro sistema político. Aunque nuestro modelo es parlamentario, los años nos han permitido darnos cuenta de que se ha producido una deriva presidencialista muy fuerte en nuestro sistema político. El Congreso otorga su confianza al candidato, pero éste nombra y cesa a sus ministros con total libertad. Así que imaginemos por un momento que el Gobierno de coalición se forma y el presidente decide hacer una crisis a los pocos meses, echando a todos los ministros de Unidas Podemos del Gabinete. El partido morado se quedaría sin carteras y sin capacidad real de castigar al Gobierno (¿va a votar a Pablo Casado en una moción de censura?). A la inversa, la pesadilla de los socialistas es un escenario en el que los ministros del partido morado dimiten en bloque ante unos Presupuestos que no les gustan o ante la ausencia de un indulto a los políticos secesionistas encausados en el Tribunal Supremo. La bandera de la izquierda, la izquierda auténtica, quedaría en sus manos, y ya sabemos que en España el sentido común es de izquierdas, como gusta de decir la cúpula de Podemos, y todos respiramos en un ambiente intelectual de supremacía de las ideas progresistas.

El resultado es que las sospechas mutuas sobre falta de lealtad, lo que los alemanes llaman a nivel federal el bundestrue, iban a estar presentes en todas las actuaciones del que habría sido el primer Gobierno de coalición en España. Pero no es sólo un problema de cultura política. También es un problema de futuro, en el que subyace la competición por el caladero electoral más rico de nuestro país, el de aquéllos que se ubican entre el centro y la izquierda. El candidato Pedro Sánchez sabe que va contra sus intereses permitir que el único rival que le disputa en serio ese caladero pueda marcar agenda desde el Ejecutivo, y desarrollar así un perfil propio en materias que sean simbólicamente atractivas. Por eso desde el principio apostó por un Gobierno de cooperación y no de coalición. La visibilidad que en España sigue teniendo el Consejo de Ministros es muy alta y un ministro es capaz de generar atención mediática por sí mismo como casi ningún otro actor en nuestro país.

El problema es que la otra salida que queda disponible es mala también para los dos actores involucrados. Y es que esa misma lógica electoral dificulta la convocatoria de nuevas elecciones, en tanto que ni a socialistas ni a Unidas Podemos les interesa una nueva convocatoria electoral en otoño. Como sucede con todos los vecinos en Amanece que no es poco, los órdenes políticos son contingentes, pero todos flotan en una realidad social necesaria generada por narrativas. La que se puede imponer, en caso de comicios en noviembre, es la de un Partido Socialista que pasó de arrastrar los pies durante semanas a despreciar directamente al que era su supuesto "aliado preferente", desmovilizando así al votante ubicado más a la izquierda que había vuelto al partido en las elecciones de abril y, sobre todo, de mayo. Un perfil de votante al que se saluda con efusividad desde el balcón de Ferraz, pero que se considera una molestia cuando se le observa desde el Palacio de la Moncloa. El problema es que enfrente las cosas no están mucho mejor. Con la amenaza de una candidatura nacional de Íñigo Errejón avistándose en el horizonte, Unidas Podemos corre el riesgo de bajar de nuevo en unas elecciones generales y acabar retratados como una versión postmoderna de Izquierda Unida, y ocupando su marginal espacio electoral.

En uno de sus apotegmas más célebres, Peter Drucker nos enseñó a todos que la cultura se desayuna cada mañana a la estrategia. Se refería a las organizaciones, pero estas últimas 48 horas muchos han descubierto que los partidos políticos son organizaciones con un poso cultural muy fuerte y que, frente al adanismo, las decisiones que tomamos hoy beben de actuaciones que otros tomaron hace muchas décadas. También hemos recordado, todos, que las relaciones personales importan, ya que la política no la hacen autómatas sino personas. Seres emocionales que ven el mundo a través de marcos culturales. Harían bien los negociadores de ambos partidos en no olvidarlo durante los dos próximos meses y recordar, con tanto politólogo por ahí metido, que Hans Morgenthau nos enseñó hace años que hay que trabajar con las fuerzas básicas de la naturaleza humana, y no contra ellas.

Manuel Mostaza Barrios es politólogo y director de Asuntos Públicos de Atrevia

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *