Sobre el arte de opinar

En estos días geopolíticos ha circulado una infografía que, mediante una serie de círculos de diverso diámetro y coloración, inventariaba distintas cadenas causales a partir del inicio de la invasión rusa. Tonalidad y tamaño transmitían información sobre la probabilidad (segura, alta, media y baja) de que un acontecimiento desembocara en el siguiente. Así, por citar uno entre tantos hilos, al estallido de la guerra le seguía el caos de la economía ucraniana, la caída de sus exportaciones, el hundimiento de la agricultura, el aumento de los precios de los alimentos y diversas presiones inflacionarias en el mundo entero. La cartografía se complicaba –o matizaba– aún más porque muchos círculos estaban en el origen de varias tramas causales diferentes: las restricciones al gas ruso en Europa tenían consecuencias económicas, pero también en políticas ambientales que favorecían al Partido Republicano en Estados Unidos. Aún más, en muchos casos, las secuencias se interferían y amplificaban. En total, cerca de un centenar de círculos que, si se considera la trama de interacciones, daría pie a varios miles de historias posibles del mundo.

Sobre el arte de opinarEn fin, ya se hacen ustedes una composición. La imagen –un rudimentario diagrama causal– era interesante. Entre otras cosas, nos recordaba que una sucesión de varios eslabones, cada uno medianamente plausible, no asegura la plausibilidad del acontecimiento final. Cuanto más larga, menos probable. Estadística elemental: la probabilidad de la historia completa es el producto de las probabilidades de cada uno de los sucesos. Una serie de seis episodios independientes, cada uno de ellos muy razonable (con frecuencia de 0,75), tiene una probabilidad miserable de recalar en el cuento final del relato (0,178). Y ya no les cuento si en medio se cuela un suceso con probabilidad del 0,3%. Si están vinculados, la cosa cambia un poco, pero la enseñanza fundamental se mantiene: cuanto más laberíntica la historia, menos seguro el resultado. Y no es mala cosa: alguno de los hilos desembocaba en una guerra nuclear; otro, con pocos pasos intermedios y altas probabilidades, termina en hambrunas planetarias. También es cierto que una de ellas desembocaba en un nuevo orden mundial, más justo y libre. La comunión de los ángeles.

La infografía proporciona otras enseñanzas de carácter epistemológico y que creo de provecho para quienes terciamos en los periódicos. Una, fundamental: la facilidad con la que se pueden armar los relatos. Una mina para los comentaristas. Cada uno de los hilos puede servir como esqueleto de una explicación. Y hasta de varias explicaciones que, bien pensadas, resultaban incompatibles. Todas, en principio, muy plausibles. Nada que, si se piensa bien, deba sorprendernos a los lectores de artículos de geopolítica, tan frecuentes en estos tiempos. Todos ellos fascinantes, todos convincentes. Sin ir más lejos, yo he cambiado de opinión casi a diario. Cada comentarista encontraba en el baúl sin fondo de los acontecimientos los convenientes para apuntalar su relato. Y todos parecían igualmente buenos. Pensé que en estos asuntos me sucedía lo mismo que a un grandísimo amigo, tocayo y compañero de diversas fatigas, que cierto día me confesó: «Debo de ser un pésimo filósofo porque el último que leo siempre me convence». En su caso, su diagnóstico era errado: mi amigo es un magnífico filósofo, y precisamente por eso se dejaba vencer por los mejores argumentos. Una coquetería de las suyas.

La enseñanza tiene un reverso pesimista: la dificultad del artículo de opinión o, por mejor decir, de la argumentación en el artículo de opinión. La dificultad o, visto de otro modo, su falta de dificultad, porque, precisamente, a la vista de lo anterior, se confirma que se puede transitar desde cualquier punto de partida a cualquier conclusión. Para evitar esa tentación de ir como al buen tuntún, según los particulares prejuicios, se requiere un elemental compromiso lógico que, en el fondo, es un compromiso moral.

No es mucho pedir. La trama de un artículo de opinión es –o debería ser– la propia de todo proceso de argumentación. Una secuencia de afirmaciones que avalan una conclusión. Una tarea sencilla. Solo hay que vigilar que cada una de las aseveraciones sobre el mundo se corresponda con la realidad, o, más o modestamente, que no resulten incompatibles con lo que sabemos, y que el vínculo entre ellas resulte convincente, plausible.

La segunda dimensión, la calidad de las inferencias, tiene una versión idealizada difícil de cumplir: los argumentos demostrativos, estrictamente deductivos. Recuerden: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre; Sócrates es mortal». Impecable. No hay manera de que con premisas verdaderas la conclusión sea falsa. Toda la verdad de la conclusión viene garantizada por la verdad de las premisas. Dicho de una tercera manera: aunque psicológicamente podamos tener la impresión de saber más, la conclusión no contiene ninguna información que no esté contenida en las premisas.

Desafortunadamente, ese ideal inferencial solo se encuentra en las matemáticas o en aquellas disciplinas que han encontrado una formalización precisa. Algo poco común. En nuestras argumentaciones comunes y en buena parte de la ciencia, nos tenemos que contentar con razonamientos plausibles, con secuencias causales más o menos convincentes. No es lo mejor, pero resulta suficiente para ir por la vida y hasta por el camino del conocimiento: El origen de las especies, la fascinante obra de Darwin, es una narración en la que las observaciones –no especialmente sistemáticas– aparecen convenientemente para apuntalar una tesis general, la teoría de la selección natural, que, puesto a decirlo todo, no acaba de asomar con claridad en las páginas del libro.

Mimbres parecidos son los que sostienen, en el mejor de los casos, a los artículos de opinión: series de afirmaciones sobre acontecimientos. La infografía. En el detalle, se puede precisar la calidad de esas cadenas y a ello se dedican los estudiosos de la inferencia causal (una maravillosa exposición se puede encontrar en J. Pearl y D. Mackenzie, El libro del porqué, 2020). Por supuesto, tales sutilezas están más allá del alcance del artículo de opinión. Pero bueno es recordarlo, aunque solo sea para administrar nuestras incertidumbres. En el periódico, a lo sumo, podemos presentar vínculos razonables. Y, por lo dicho más arriba, no demasiado largos ni tampoco cortos, cuando son simples invocaciones: peores que las explicaciones con muchos supuestos, son las que, sin preámbulos, matices ni detalles, ante cualquier acontecimiento, siempre encuentran un conveniente deus ex machina que lo explica: el capitalismo, los comunistas, el patriarcado, los políticos, los judíos, los neoliberales, los genes o la falta de valores. O el Mal, así, con mayúsculas.

El otro pilar que sostiene un artículo de opinión es la veracidad de las afirmaciones. También aquí hay problemas. Y es que las presunciones que hay detrás de nuestros juicios son muchas; en rigor, ilimitadas. De muchas de ellas, sencillamente, ni somos conscientes: nuestro lenguaje cotidiano está plagado de ideas o teorías falsas (folk science), como sucede cuando decimos que «el sol sale por la mañana» o que «los cuerpos caen». Y de las que somos conscientes y, campanudamente, damos por buenas, la mayoría son tópicos sin aval empírico. Casi todo lo que habitualmente se da por supuesto sobre la relación entre el consumo de pornografía y el (mal)trato de las mujeres, la violencia y los videojuegos, los efectos de las redes en la polarización política, la eficacia de la propaganda en las decisiones políticas, las desigualdades entre los sexos, la personalidad de los líderes políticos; casi todo, no se corresponde con lo que muestran las investigaciones. Si a eso se añade que buena parte de lo que pasa por teoría social es falso (la crisis de replicabilidad de los experimentos, que está desnudando enteras disciplinas), y que mucho conocimiento presentado como concluyente es un cuento por su penosa solvencia estadística (los estudios sobre imágenes cerebrales que demuestran habilidades cognitivas, por ejemplo), pues es cosa de pensárselo cuando nos ponemos a generalizar fuera del café acerca de la falta de valores, la naturaleza humana o el alma de los pueblos rusos, españoles, catalanes, occidentales o leperos.

Recuerden estas cosas cuando lean un artículo de opinión. Desconfíen. También de este artículo, claro.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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