Sobre el futuro de nuestra democracia

Un nuevo fantasma recorre Europa: lo llaman populismo aunque será mejor llamarlo por su verdadero nombre, nacionalismo. No es al pueblo contra la oligarquía a quien más se invoca, sino a la nación contra el otro, el extranjero, el emigrante, o contra el traidor a la patria, única y verdadera. Cierto, este resurgir de los nacionalismos, que tratan de construir muros o levantar fronteras, llega cargado de populismo, como siempre, puesto que no hay nación que construir sin pueblo que mitificar. Es evidente, en todo caso, que el sistema político nacido durante la posguerra y sostenido en el gran pacto entre izquierda y derecha, ha quedado herido por el nuevo/viejo fantasma sin que nadie pueda aventurar cómo y hacia dónde saldrá Europa de esta crisis política, agudizada por los nacionalistas ingleses, que hablan hoy el lenguaje propio de ese estadio superior del nacionalismo que es de siempre el fascismo.

En España, con una historia de liberalismo temprano y democracia tardía, esmaltada por guerras civiles y dictaduras, lo que ha quedado herido es el sistema de la política consolidado por los partidos socialista y popular en la década de 1990, que alcanzó su cénit hace ahora 11 años, cuando en las elecciones de marzo de 2008 recibieron el 84,7% de los votos y acopiaron el 92% de escaños, nada menos que 323, 169 para el PSOE, 154 para el PP. Nadie podía imaginar entonces que, con la Gran Recesión, aquel triunfo acabaría por convertirse en el canto de cisne de un sistema muy presidencialista, con gobiernos de un solo partido, apoyados siempre que fue necesario por nacionalistas de Euskadi o Cataluña, dotado de gran estabilidad a costa de un claro predominio del Ejecutivo sobre el Legislativo y de la expansión de prácticas corruptas en colusión con intereses privados.

Nadie podía imaginarlo pero sucedió desde que los indignados por los efectos de la crisis salieron a la calle en marchas, mareas y acampadas proclamando “Abajo el régimen”, “No nos representan”, “Democracia real, ya”. Y si en Madrid, abajo el régimen culminó en una recusación total de la Constitución con la llamada a un asalto a los cielos protagonizado por un nuevo partido, Podemos, que convocaba a la gente contra la casta, en Barcelona, tras el sitio al Parlament y los escraches al Govern, la navegación a Ítaca que Artur Mas decidió emprender desde 2012 significó un giro radical en el catalanismo político que, desde posiciones de poder, decidía poner en marcha el proceso que había de culminar en una declaración unilateral de independencia.

Asaltar los cielos no es lo mismo que navegar a Ítaca, pero se parecen en su común recusación de la Constitución vigente y en sus estrategias de destruirla desde dentro del sistema. En Podemos, con una fulgurante y contundente incorporación a las instituciones que le permitiera alcanzar la hegemonía en el poder político y cultural desde la que propinar una buena patada al tablero de la política bipartidista y corrupta. En los nacionalistas catalanes, poniendo en marcha una revolución sin perder la sonrisa: revolució dels somriures la llamaron mientras avanzaba por las calles con movilizaciones de cientos de miles de ciudadanos y la formación de cadenas humanas que marcaban las fronteras del nuevo Estado en gestación.

Hasta aquí la semejanza; desde ahí la diferencia. Porque la llegada de Podemos a las instituciones no fue ni fulgurante ni contundente: el viejo PSOE, roto y desnortado, aguantó más allá de lo previsto y no hubo sorpasso. El asalto a los cielos quedó para mejor ocasión y Podemos comenzó a comportarse como todas las izquierdas desde que ese nombre designó a quienes irrumpen en la política esgrimiendo un programa máximo —creación del hombre nuevo en una sociedad sin clases—, pero aplicándose en la práctica a un programa mínimo: reformar lo existente, reducir la desigualdad, ampliar lo público, o sea, lo que ha intentado la socialdemocracia desde que Kautsky rompió con Lenin. Por eso, su interés en garantizar, enarbolando hoy la Constitución ayer despreciada, que el próximo Gobierno sea “progresista”, una manera algo cursi de definir lo que se llamaba coalición de izquierda o, en los viejos tiempos, frente único por la base y por arriba.

La navegación a Ítaca fue harina de otro costal, y no porque el catalanismo político no haya mantenido desde que existe ese doble programa, mínimo y máximo, sino por la prisa que entró a sus dirigentes —tenim pressa— por saltar de uno a otro, provocando una crisis política y una escisión social más profunda, y de peor salida, a las que el Gobierno del Estado no supo, no quiso o no pudo hacer frente. La situación de interinidad en la que entró el Gobierno del PP desde 2015 convenció a los nacionalistas catalanes de que a su revolución solo le quedaban els últims 100 metres de un recorrido sin obstáculos. Sonriendo, el llamado principio democrático, interpretado al gusto nacionalista, quedó consagrado como superior al principio de legalidad. Los diputados secesionistas, que en 2017 representaban al 47,61% de votantes, equivalente al 35,68% de electores, se alzaron como els legítims representants del poble de Catalunya, despreciaron a la mayoría que no les había votado, rompieron en dos la sociedad catalana y procedieron a destruir la Constitución del Estado para situar en su lugar una declaración unilateral de independencia destinada a garantizar que, culminado el proceso constituyente, todo el poder caería en sus manos.

Entre los estragos morales y políticos causados por esa acción en la convivencia ciudadana dentro de Cataluña, y en la convivencia política entre catalanes y españoles dentro del mismo Estado, no es el menor la salida a escena de un nuevo partido de ámbito estatal que ha dinamitado el marco político en que se movía la derecha española desde los años noventa. Entregados hoy sus líderes a un combate por la hegemonía en el terreno marcado por Vox —un terreno propio de la extrema derecha—, el recurso a la política de los años treinta, con la radical exclusión del adversario por felón, traidor, antipatria y rompe-España y demás lindezas por el estilo, ha sustituido la promesa de centro reformista y liberal que en su día representó Ciudadanos por unas derechas, peor que fragmentadas, enfrentadas en un cruce de reproches con un lenguaje ultranacionalista que da toda la impresión de haber venido para quedarse.

De manera que, a estas alturas de la crisis política e institucional que atraviesa el Estado español desde 2011, el futuro de nuestra democracia dependerá de la capacidad que muestre el sistema de partidos que salga de estas elecciones para revertir la huida hacia los extremos emprendida por los secesionistas catalanes y las derechas españolas. Esa capacidad no está nunca dada, ni cae de los cielos; esa capacidad se construye, y no de cualquier manera, sino por medio de la negociación y el pacto en que han de implicarse todos los poderes hoy constituidos. Que las condiciones políticas imprescindibles para iniciar ese camino brillen, en Cataluña y en el conjunto de España, por su ausencia tras la penosa confrontación electoral que acabamos de padecer, aparte de ser augurio de incertidumbre, tendría que servir de acicate para que nadie deje de depositar hoy su voto en las urnas.

Santos Juliá es historiador.

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