Sobre el mitin y la novena

Bien saben a estas alturas que siempre intento evitarlo. Sobre todo por soslayar posibles molestias de unos u otros. Pero me resulta imposible. Cada vez que nos toca vivir un proceso, más o menos dilatado, de campaña electoral, viene a mi mente la comparación con otros dos menesteres en principio bien diferentes y, por supuesto, ambos ajenos a la democrática obligación de luchar por el voto. En primer lugar y con todos los reparos pensables, la comparación con las novenas, antaño tan afamadas en el mundo religioso. En la novena, cercana a alguna festividad local, el predicador, normalmente venido de fuera y con fama de bien hablar, se esfuerza con insistencia (¡a fin de cuentas es el «invitado especial») en convencer a... un público ya previamente convencido. Por eso se ha venido a la cita. Normalmente gente ya mayorcita y, sobre todo, fervientes creyentes: ¡qué bien habla este padre! Debería volver también el año próximo. En la novena no están los incrédulos, ni los obreros, ni la gente joven, sectores que por muchas razones se han ido apartando de la práctica religiosa. ¿Y qué otra cosa es el mitin electoral? El líder venido de fuera para apoyar a los candidatos locales y repetir, una y cien veces, la postura del partido. Y todo ello también ante un público ya adicto o simpatizante, una cuidada puesta en escena y total ausencia de los no creyentes, es decir de quienes ya tienen decidido su voto a otro partido. El mitin se convierte en multitudinaria exaltación del líder, con loas y aplausos previamente garantizados. No hay mucha diferencia con la novena: el resultado es el mismo.

Y, en segundo lugar, mi mente camina hacia una tómbola. Aquí el vendedor ofrece una y otra cosa a quien compre una papeleta (es decir, a quien entregue su voto). Sin reparar en nada. Sin detenerse a pensar si lo que ofrece es posible y es lo que en verdad necesita el asistente, ahora ya medio sordo por obra de los altavoces. En vez de muñecas o empalagosos bastones de caramelo, en este caso es la construcción de autovías, trenes de alta velocidad y hasta aeropuertos a granel. Y como alguna ventaja uno tiene que otorgar al evento, vaya la gremial satisfacción de que la increíble oferta de lo citado haya sustituido a la rifa de creación de universidades tan frecuente años atrás: ¡y es que ahora lo que hay que hacer es cerrarlas por el escaso número de alumnos! Por lo demás, una especie de Reyes Magos dispuestos a prometer lo que sea a cambio del voto. Sin escrúpulo. A fin de cuentas ya existió quien cínicamente aclaró que los programas electorales están precisamente para luego no ser cumplidos. ¡Y así llegó a alcalde de Madrid!

Aclaradas estas dos equiparaciones, me parece que es difícil negar el carácter de anticuado que el mitin refleja. Causa cierta extrañeza que en las campañas no haya entrado todavía y con fuerza todo lo que puede obtenerse del moderno mundo de la informática. Con medios más eficaces y, sobre todo, más económicos. No se olvide que estas exaltaciones para convencidos las pagamos todos los ciudadanos. Y creo que no está el país para eso. Sobre todo cuando, muy previamente, ya se sabe qué va a decir cada uno, salvo algún repentino gesto de intromisión en la vida privada que debiera estar rigurosamente prohibido, dentro y fuera de los mítines. De igual forma, a estas alturas de nuestra democracia, en la que han abundado los procesos electorales en distintos niveles, uno sigue echando de menos los debates televisivos cara a cara. Con los dos máximos líderes sentados uno frente a otro. Aquí sí que hay bastante de positivo, como se ha demostrado reiteradas veces en Estados Unidos o como recientemente hemos podido contemplar en la cercana Francia. Son muchos los casos en que se pierde o se gana una elección por obra de estos enfrentamientos. Sin preguntas amañadas. Sin guiones previos. Aquí es donde uno se crece y otro se hunde. O, de igual forma, el debate del candidato con una serie de periodistas absolutamente objetivos. Para saber o no saber las respuestas sobre temas que realmente interesen a los ciudadanos. Sin alusiones al pasado que debe estar asumido y sin adivinanzas sobre un futro imprevisible. Un socialista debe saber lo que cuesta un billete de metro y un conservador tener muy claro cuanto se derive de un sistema de economía de libre mercado. Y siempre con la referencia al aquí y al ahora.

Nuestros partidos debieran ya haber culminado algunos procesos que directamente le afectan. Hay que recordar, ante todo, el carácter de su propio nacimiento. No son meras máquinas electorales como ocurre en sociedades que no poseen grandes cleavages o escisiones. Valga el ejemplo de los contextos anglosajones. Alguien apuntó hace tiempo que, en EEUU, a la clase trabajadora se les tenía que haber enseñado marxismo y lucha de clases. No eran cosas por ella sentida. Los enfrentamientos tenían allí otros orígenes y otras causas. Y por ello nunca ha cuajado el socialismo en dichos lares. Por el contrario, en la actual Europa los partidos eran herederos de fuertes escisiones de distinto porte: clase, religión, nacionalismo. El caso de nuestra Segunda República resulta el ejemplo más evidente. Y ocurre que es aquí, en este cercano contexto, en el que estos partidos han tenido que pasar de ser fuertemente ideológicos a lo que actualmente se denominan «partidos cógelo-todo». El trasfondo ideológico se diluye y los programas van dirigidos a l conjunto de los posibles votantes: pensiones, empleo, sanidad, etc. Lo percibió el PSOE en su renuncia expresa al marxismo («somos socialistas antes que marxistas»), y la derecha también se apresuró a predicar «el centrismo». Pero siendo esto tendencia general, tengo para mí que al actual electorado español le complacería que, de vez en vez y de alguna forma, la orientación ideológica hiciera su aparición. En los programas o en la práctica. Una única pregunta: ¿puede estar igual de tranquila la banca con un partido de izquierda o de derecha? Si unos y otros prometen lo mismo y al mismo electorado, las campañas electorales pueden dejar de tener sentido. Y hasta puede aparecer una dosis de indiferencia a la hora del voto. Creo que acertar en la presencia de ambos factores (teoría y práctica) es tema entre nosotros pendiente.

Como lo es el asumir otra moderna corriente: la de sacrificar mucho o todo ante las llamadas «decisiones de amplio alcance». Las que van más allá de una legislatura y hasta de varias generaciones. Aquí se impone el acuerdo y no es suficiente la efímera mayoría parlamentaria. No cabe un modelo de Universidad cada vez que cambia un gobierno. Es el gran dislate que padecemos en los claustros. Como no debió caber la repentina supresión del servicio militar obligatorio, como la realidad actual está poniendo de manifiesto. Sí: viene el final. Como es absolutamente necesaria una política común, estudiada y consensuada y se diga lo que se diga, a la hora de hacer frente a la penosa lacra del terrorismo. En todos estos casos es cuando más urgente resulta que los partidos renuncien a «ser partes» y miren a un todo definido desde siempre con una expresión ahora caída en cierto desuso en nuestros mítines y novenas: el bien común de la Nación.

Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político.