Sobre la delincuencia política

Por Gabriel Albendea, catedrático y escritor (LA RAZON, 18/01/04):

En este desgraciado país, llamado España, políticos y comentaristas políticos están llegando al colmo de la imbecilidad y de la irresponsabilidad. Como bien dice Luis González Seara (El esperpento está servido), «al parecer, en la política española no caben intervalos prolongados de lucidez». En cuanto se alcanza un aceptable nivel de racionalidad y bienestar se dispara un impulso destructivo como el del «nacionalismo sanchopancesco y aldeano». Pienso que ese afán destructivo puede anidar, a veces, en estómagos agradecidos o simplemente hambrientos; otras veces puede deberse a simple estupidez o analfabetismo funcional; más a menudo radica en el puro apetito de poder (antes cabeza de ratón que cola de león); con frecuencia tal afán obedece a irresposabilidad infantil, pues, a fin de cuentas, ésta es una consecuencia de la extendida imbecilidad. Quizá ese instinto de muerte, en términos freudianos, que lleva a denostar lo que ha sido ya un largo éxito se alimente de un síndrome de Estocolmo generalizado que activa con persistencia el victimismo nacionalista. Entre los columnistas, también hay quien se dedica a cuidar su jardín, sujetos apolíticos que cuando meten la nariz en el asunto dejan atónito al personal.

Así que existen políticos y articulistas de la cosa para todos lo gustos: tontos útiles, tontos inútiles, políticamente analfabetos, enteradillos, funcionarios a sueldo del partido, marcianos, intelectuales de pacotilla, intelectuales indecentes y delincuentes de la política. Hay que dar de comer aparte a los imbéciles que se creen de izquierdas sin serlo y a los cínicos que no se lo creen ni ellos, aunque pretendan aparentar lo contrario. Un poco les leyó la cartilla Bono en su carta a Boadella, aunque no lo suficiente. ¿Mira que hay eximios columnistas que pretenden hacer pedagogía política, llamando a las cosas por su nombre para acabar con las falsas historias y los cuentos de la lechera! Pero es tal la desfachatez, la manipulación del lenguaje, el engaño, el tópico acuñado y la verborrea indecente de tantos políticos y sus portavoces mediáticos que se precisa de una voluntad y optimismo sin fisuras para que esa pedagogía política no aparezca como baldía. Porque da la impresión de que por más que se repiten las mismas cosas el vocerío del chantaje al Estado y la burla a sus instituciones y representantes se incrementa.

Algunos hemos repetido hasta la saciedad, y ya sentimos hasta pudor de hacerlo, que la democracia no consiste en que cada uno piense y haga lo que quiera. Eso se ha llamado siempre anarquía. Una propiedad esencial de la democracia es la sujeción de todos por igual al imperio de la ley. En general, toda sociedad civilizada se rige por unas normas que la constituyen en Estado de Derecho sui generis, también las dictaduras. Pero hay aún articulistas y políticos que no entienden esto cuando se llenan la boca de Estado de Derecho. Parece ocioso decir que la diferencia entre ellas es su legitimación popular. Es no entender absolutamente nada reprochar a Aznar el «haber activado el delito político de la época franquista» (Justo Fernández) por haber introducido en el Código Penal un artículo que castigue el propósito secesionista de Ibarreche. No hay delito político sino delincuentes que hacen política, saltándose las normas. Afirmar lo contrario es demagogia insufrible, como el eslogan aplaudido por la oposición de «todos a la cárcel». Igualmente, un Enrique Curiel lunático y desmemoriado se pregunta si podemos imaginar a Ibarreche entrando en prisión. Por supuesto que sí. Lo mismo que hemos contemplado la entrada de Barrionuevo, Vera, Conde, el general Galindo y otros más. ¿Es que los nacionalistas tienen bula para hacer de su capa un sayo? Y se interroga todavía el político-articulista, con el lenguaje que empleó el ínclito Arzalluz, qué pasaría en las calles del País Vasco si el lendakari fuera detenido. Pues nada, señor Curiel. Como nada pasó con la entrada en chirona de la mesa nacional de HB, ni con su ilegalización.

¿Tan difícil es comprender de una vez que los políticos son los primeros obligados a cumplir la ley y a los que hay que exigirles mayor responsabilidad si no lo hacen? ¿Debe ir al talego quien roba unas gallinas y no quien desobedece al Tribunal Supremo y pone en riesgo la convivencia pacífica de una sociedad?

Con la idea repetida por todos los tontos de este país, especialmente por los nacionalistas, de que la libertad democrática permite tener las ideas que quieras, expresarlas y tratar de llevarlas a la práctica, se olvidan de que existen unas leyes que hay que respetar mientras existan. Y es que algunos políticos se han creído que se pueden conculcar las propias reglas del juego democrático en virtud de la cuales gobiernan, para más inri. No, señor lbarreche, señor Rovira y demás, querer separarse de un Estado cuya Constitución proclama su unidad indisoluble debe ser un delito, y en muchos países democráticos lo es, lo mismo que aconsejar en un libro que se pueda pegar a las mujeres sin que se note, como ha hecho un imán, contra el que el fiscal pide tres años de cárcel, nada menos.

Creo que es una absoluta aberración jurídica decir que el incumplimiento de los artículos de la Constitución es algo que pertenece a la discusión política y no puede constituir una infracción penal. Equivale a decir que las bases sustantivas de un Estado no merecen una protección jurídica mayor, ni siquiera igual que el derecho de propiedad o la no discriminación de sexo.

¿Qué historias parvularias, que pueden llegar a ser macabras si no se remedia, nos cuentan afamados catedráticos de derecho político? ¿Que «el PP está forzando una segunda lectura unitarista de la Constitución que niega la realidad de una España plural? (Javier Pérez Royo). Pero, ¿de qué habla este eximio pedante irresponsable? No hay lectura primera ni segunda ni décima. La única lectura es la del Tribunal Constitucional, que para eso está. Y no la lectura de Ibarreche, ni de Rovira, Maragall, Zapatero o Aznar. Además, nos enteramos por este emérito doctor de que una cosa que se le ocurrió a Renan, lo del plebiscito cotidiano, es algo que «los países democráticos practican» a diario. Periódicamente, a franceses, alemanes o ingleses se les pregunta si quieren seguir siendo franceses, alemanes o ingleses y si les apetece la Constitución que han votado hace poco.

Por su parte, esa eminencia que se llama López Aguilar nos ilustra sobre el feo inadmisible que supone el que Fraga recuerde a los nacionalistas un artículo de la Constitución referente al Ejército como garante de la unidad española. Tal artículo le debe parecer un adorno innecesario. En cambio, no le parece de mal gusto que su compañero de partido, Maragall, amenace con un drama si no se cumplen los caprichos ilegales de su gobierno. ¿Qué se puede esperar de un partido que tiene entre sus miembros destacados a una acémila latiniparla que compara al presidente de un gobierno democrático con Idi Amin?

Hay otro gracioso, J. L. García Martín, que normalmente se dedica a cuidar su jardín poético, pero que cuando se hace portavoz de la izquierda subnormal nos ofrece perlas como ésta: «¿Qué haría Aznar, si pudiera, con socialistas e independentistas sino enviarlos a las cámaras de gas, siguiendo el ejemplo nazi?». Con ello sólo revela el secreto deseo de que acabara así el Presidente. Mal asunto. He aquí a un ejemplar sobresaliente de intelectual inmoral, por llamarlo de algún modo. O sea, que quien ha sido víctima de un atentado terrorista, para asesinarlo, del que se libró de milagro, es el que quisiera asesinar a los demás... Este mostrenco se ha apropiado de la tesis nacionalista y terrorista que convierte a las víctimas en verdugos.

Que Dios nos coja confesados si semejante izquierda llega al poder, porque la otra vez el felipismo nos pilló desprevenidos.

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